BRAÑA LA
PORNACAL
Venía aquel domingo de
junio precedido de negros presagios. El mapa del Meteosat había informado con
precisión fotográfica de que llovería abundantemente durante el fin de semana.
Así que cuando ya de día abrí las contraventanas de mi habitación, encontré
justamente lo que esperaba. Pocos viandantes transitaban la Plaza Mayor de Oviedo, y lo
hacían con prisa, como escapando precautoriamente de un próximo aguacero.
Algo más de dos horas después, pasábamos un puente diminuto y entrábamos
en Villar de Vildas. Habíamos llegado allí tras rebasar Belmonte de Miranda, en
las Asturias occidentales, dejando la carretera principal para seguir un ramal,
que se abría camino con dificultad, disputando a la vegetación su derecho a la
existencia. En nuestras retinas quedaban una mina abandonada, y dos pueblos, Pigüeña,
cuyo topónimo coincidía con el nombre del río que recorría limpiamente el
vértice de un valle verde, y la aldehuela de Corés.
Villar de Vildas es un conjunto de casas de piedra y de horreos y
paneras, que se arraciman al pie de una montaña, delimitando caleyas de tierra.
Allí moría el asfalto y comenzábamos a andar. Unos paisanos nos
indicaron el camino, bromearon y discutieron
sobre el tiempo que nos llevaría recorrerlo, y miraron al cielo,
reflejando en sus gestos algo más que dudas: todavía el suelo estaba seco, pero
amenazaba diluviar.
Yo llevaba un paraguas, aunque ello redundara en detrimento de mi imagen
montañera. Beatriz saltaba de piedra en piedra con envidiable agilidad, por
sortear las inundaciones que se presentaban de trecho en trecho en la vereda, a
causa del desborde de algún torrente o del excesivo caudal de una fuente.
En un recodo, nos cruzamos con un campesino, caballero a lomos de un
asno. Era muy viejo y tenía unos ojos muy grandes y muy azules, como si todo el
color que las nubes se obstinaban en hurtarle al cielo se hubiese refugiado en
sus pupilas. Nos recomendó que nos diésemos prisa, pues la tormenta no tardaría
en descargar.
Hora y media después de haber salido de Villar de Vildas, llegábamos a La Pornacal , y fue como si
en lugar de transitar un camino hubiéramos dado un salto atrás en el tiempo.
Estábamos solos, en medio de una aldea que parecía creada por la imaginación de
René Goscinny y Albert Uderzo. Casi extrañamos no ver a Astérix y Obélix
dibujarse en el vano de alguna puerta, o al druida Panorámix dirigiéndose al
monte próximo, en busca de ingredientes para sus pócimas. Pero solo nos
hallábamos en una braña, un espacio adonde los vaqueiros trashumaban en verano,
en busca de pasto para su ganado. Con piedra habían levantado muros, que
techaron con piorno, sujeto con travesaños de madera. No menos de 30 pallozas
componen esta singular agrupación, sin que falte a cada cabaña su corral e
incluso un cabanón adosado.
Algo emocionados sí nos
sentimos ante esas voces de otros siglos, tan integradas en su entorno que ya
eran parte indisociable de él. Y acaso siguiéramos allí, ensimismados, largas
horas, si de ese olvido no viniera a sacarnos un estrépito remoto. Se había
puesto a tronar y pronto la lluvia anegaría los caminos.
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