MEJILLONES AL VAPOR
Es este un bivalvo que tengo por
manjar reputado, pese a su modestia. Humilde bocado que nos ofrecen los océanos
y las rocas, parece, en su ser oscuro y en su lisura, forjado en pizarra.
Abierto, su carne, en cambio, presenta
una tonalidad llamativa, con matices que van del naranja al rojo. Un contraste
que lo hace, sin que medie para ello artificio, sencilla obra de arte.
Están por todas partes donde hay costa. Yo he dado cuenta de ellos en
puntos tan distantes, bañados por mares tan distintos, como Estambul o Escocia.
No importa que estuvieran rebozados y fritos, ensartados en varilla cual
pinchos morunos, o en salsa, siempre la boca se me ha hecho agua al
degustarlos. Aunque para mí los mejores sean de Galicia, y cocinados de la
forma más simple, sin otro aditamento que el que les presta su propio jugo.
Mi primer recuerdo suyo tiene que ver con una enchenta, palabra que se
apresura a subrayarme el corrector, que no la encuentra entre el vocabulario
castellano, sencillamente porque es gallega. Significa, en la traducción libre
que yo le doy, comilona, atracón de esos que durante un tiempo llevan al
individuo a evitar toda ingesta del alimento ingerido, que llega a provocarle,
incluso, repugnancia.
Debía de ser yo poco más que un niño y celebrábamos los amigos el
cumpleaños de uno de nosotros. Y lo festejamos de modo singular. Vueltos
improvisados mariscadores, recolectamos mejillones que teníamos al alcance de
la mano en los roquedos que orillaban los arenales de A Coruña y nos dispusimos
hartarnos de ellos en una merienda cena memorable.
Alguien había traído una pota –nuevo aviso del corrector, que desconoce
que se trata del equivalente a olla-. Lo demás fue fácil: recopilar palos que
se había traído consigo alguna marea y que estuvieran secos, y encender un
fuego, a cuyas llamas expusimos la cacerola, sustentada en un rudimentario
hogar de piedras, rebosante del preciado molusco. En mi memoria no quedó
registrado el lavatorio previo, si bien quisiera creer que se produjo en las
mismas aguas que los habían criado. Lo que sí es bastante probable es que no
les hubiéramos arrancado las barbas, cosa por lo demás recomendable, pero un
poco latosa para nuestra impaciencia.
Apenas hubo espacio para la
espera, que enseguida se abrieron sus conchas. Comí tantos, que tardé en
repetir. No os privéis vosotros de su sabor tanto tiempo, comedlos con mayor
mesura cada vez que tengáis ocasión de probarlos.
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