UN SUCESO (CASI) INVEROSÍMIL
Un amigo me contó esta historia
como si fuese verdad. Más todavía, aseguraba haberla vivido asumiendo el papel
de protagonista.
Decía que, en un viaje a Madrid, había decidido seguir el consejo de un
colega más aventurero que él. Para
un conocimiento mejor de la ciudad, recomendaba entrar en la primera boca de
metro a la vista y tomar cualquier tren. La cosa consistía en apearse en la
última estación de la línea elegida al tuntún y, vuelto de nuevo a la
superficie, retornar a pie, plano en mano.
Eso había hecho, cuando ya oscurecía. Al final del trayecto de ida, le
aguardaban calles mal iluminadas, que no transitaba un alma. “Si sentía algo de
miedo –me confesó, sin ningún recato, pues es muy sincero- no se debía a que estuviera
solo, sino precisamente al temor de no estarlo, en medio de aquel apartamiento”.
Caminaba mirando a todas partes, y pronto constató, inquieto, que, en
efecto, se encontraba acompañado. Un sujeto con pinta escasamente recomendable
había salido de alguna esquina y, o bien era, como él, devoto de la aventura,
o bien se dedicaba a seguir sus pasos sin la menor cautela.
Para colmo de males, no se atrevía a consultar su callejero, no fuera a
ser que ese acto delatase su condición de turista y lo fijara definitivamente
como víctima propiciatoria de un atraco. De modo que nada tenía de extraño que
cada vez se encontrara más perdido, sin pistas que lo condujeran a lugar seguro.
La inspiración, aseguró, le llegó de repente, pese a su susto. Aunque no
descartaba que le hubiera sobrevenido precisamente gracias al temor que lo
embargaba. Pensó que si al fuego se le combate con fuego, según oyera, a un
maleante bien podía disuadirlo de sus malos propósitos el descubrir que su
objetivo era uno de su calaña. Sólo quedaba, entonces, ver qué hacer para
convencer a quien se había convertido en su sombra de que él era otro
facineroso.
“Supongamos que soy un ladrón de coches”, se dijo. Y se dedicó a tirar
de las manillas de las puertas, afectando disimulo y rogando que ningún
conductor hubiera dejado alguna abierta. Eso hizo, hasta que su perseguidor,
que se le había ido acercando, lo alcanzó. “Así no conseguirás nada –le
advirtió, entre solidario y bravucón-. Fíjate...”.
En lo que debía poner su atención era en la patada que propinó a una
ventanilla, a efectos de la cual rompió el cristal, pero también comenzó a
sonar el estrépito de una alarma, que encendió luces de ventanas y los puso a
ambos en fuga, en direcciones opuestas.
“Prefiero mi método, tío”, le dio aún tiempo de baladronar a nuestro
héroe, libre de otras asechanzas que no fueran las de la policía.
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