Este poema, que escribí cuando aún
no había cumplido los 21 años, recrea un momento anterior, de mi infancia. Vivíamos
en una calle que daba a otra, dominio de niños pobres que, celosos de su
territorio, no veían con buenos ojos que otros pequeños traspasasen sus lindes.
Sobre todo, si disponían de la bicicleta y las canicas que a ellos les faltaban.
Cuando alguien tiene en la
mano
una piedra
puede comenzar allí mismo su casa.
Con una ventana grande que mire a
la
calle
y una gran cocina.
Pero si entre los dedos no hay
también
-y
son pequeños-
bicicleta, bola de
barro
y sonrisa, entonces
el brazo puede extenderse hacia
atrás
y la piedra chocar contra alguna
piel.
Yo estaba aquel día más
cerca.
Pero la pedrada no fue
suya. Mía,
tampoco.
Yo pensaba:
- ¿Por qué va a tirarme esa
piedra?
- No le he hecho nada...
- Le voy a decir...
Y alargaba mi brazo adelante.
Él no pensaba
nada.
Solo decía:
- No te acerques, no te
acerques.
Y al fin se hizo su mueca
asustada, mi mueca
asustada,
su gesto de desamparo, y el
mío.
Nuestra sorpresa
y la sangre corriendo
en la piel.
Este es ya otro
día.
Me han tirado otras piedras,
las he arrojado también.
Ninguna
me ha dolido más.
A
Coruña, 29 de marzo de 1968
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