UN GUISO MUY MARINERO, DE CABRACHO
Sucedió en un pueblo asturiano,
hace ya mucho tiempo.
Iban las pescantinas de casa en casa, anunciando a voces su mercadería,
que llevaban sobre la cabeza, en una cesta de mimbre asentada sobre una rodea o
trapo enrollado. Venían de una localidad vecina, que tenía mar.
De la noche a la mañana, la clientela se vio sorprendida porque a su
pregón habitual sumaban un nuevo nombre.
Sin embargo, cuando fueron a indagar por el pez al que correspondía, se
encontraron con que se trataba de un viejo conocido: el cabracho había pasado a
denominarse hilario (o don hilario, según quien lo dijese).
Don Hilario era el cura de donde
vivían las vendedoras y, al parecer, algún que otro queme tenía con él la
feligresía, que andaba muy alborotada. Os preguntaréis qué relación guarda eso
con el cabracho. Recordad que se trata de un bicho feo, con mucha cabeza,
rojizo de color y muy espinoso.
Pero ¿por qué lo re-bautizaron con el nombre del clérigo? A mí la
cuestión me da para mucho fabular (porque de eso no me informaron). ¿Era el
sacerdote un algo borrachín y, como consecuencia, colorado de cara? Diréis qué
poco respeto el mío, pero otras soluciones que se me ocurren tampoco mejoran
mucho la cosa. Podían querer llamarlo cabezón, porque fuese grande su jeta, o,
en sentido figurado, cabezota si destacara por su tozudez. Aunque confieso que
me atrae especialmente la conexión con las espinas, que inducen a pensar en un
individuo áspero de carácter y de trato hiriente.
Pero dejemos al cura y volvamos al animal, que es pez roquero, de carne
fina, muy sabroso, aunque haya que extremar al ingerirlo las precauciones, por
evitar sus púas. Puede prepararse este hilario de muy diversas formas, y la que
sigue no es sino una de ellas.
Elegidlo de buen tamaño, 1
kg o 1 ½ kg. Ya en la cocina, proceded a separarle del
cuerpo la cabeza y cocedla, para tirarla luego, que es el agua lo que interesa
reservar.
En una sartén, haced un sofrito, para el que, además de aceite,
precisaréis cebolla y ajo, y que no falte alguno de esos pimientos verdes y
alargados a los que conocemos como italianos. Rehogad sin tardanza en tal
potingue unas patatas cortadas en gajos gordos, que se sazonarán luego con un
algo de pimentón del dulce. A ello se ha de añadir, convenientemente colado, el
caldo resultante de la cocción de la cabeza, para que cuezan a su vez en su
seno las patatas, y, transcurrido un tiempo conveniente, el cuerpo del pez,
cortado en rodajas.
Cuando lo comáis, recordad la
historia que os he traído a colación. Seguro que así disfrutaréis doblemente de este guiso.
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