“SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR”, de
Miguel de Unamuno
Revolviendo en los libros de mi
biblioteca, me he tropezado con esta novela corta que en tantas ocasiones
comenté a mis alumnos de 2º curso de bachillerato, y he cedido a la tentación
de releerla.
Su protagonista es un sacerdote que ha perdido la fe. Sin embargo, se
esfuerza en mantenerla viva entre los fieles de su comunidad, el pueblo
(ficticio) de Valverde de Lucerna.
No actúa así por hipocresía o conveniencia propia, sino por compasión
hacia los demás. Pretende ahorrarles el sufrimiento de saber que nacemos para
morir, que ningún sentido finalista
puede trascender a la mera existencia.
El hombre es un “ser para la muerte”, como diría Heidegger. Y de tamaña
fatalidad únicamente puede escaparse echando mano del engaño. De la certeza de
nuestra finitud, paradójicamente deduce don Manuel la necesidad de que los
habitantes de su aldea crean en la inmortalidad. La felicidad de sus feligreses
estribará en que no se enfrenten a la verdad.
Su embuste es, pues, una mentira piadosa, un opio del pueblo, tomando
esa expresión en un sentido muy diferente al que le daba Carlos Marx. No trata
el cura de adormecer a los socialmente desfavorecidos para que no se rebelen
frente a sus opresores, sino de anestesiarles la herida de haber nacido. Para
él, el verdadero problema de la vida no está en cómo se viva, sino,
precisamente, en la pesadumbre que causa el hecho mismo de vivir.
A quien no puede mentir el sacerdote es a sí mismo, queda excluido de
ese bálsamo, él, que se autoimpone la misión de aplicárselo a los demás. Página
tras página, asistimos a su suplicio, de efectos devastadores. Como el propio
Unamuno, se debate entre lo desiderativo y lo racional, entre la voluntad de
creer y la imposibilidad de convencerse. He aquí la otra cara de la moneda, su
reverso, el tema por excelencia de la obra, el desgarro interior, la
contradicción insalvable que enfrenta al yo público y el yo íntimo del protagonista.
Como le sucede a un cómico que actúa en el pueblo, mientras su mujer agoniza,
procura contento a su público, en tanto experimenta un inmenso dolor.
¿Qué interés puede tener para
la gente de hoy este conflicto, cuando el carpe
diem, el disfrute inmediato de la vida, dirige la conducta del mundo? Yo no
lo sé. Solo confieso que me atrae de esta novela no tanto el sentimiento
trágico de la existencia, casi existencialista, que late en su trasfondo, como
el conflicto que embarga al párroco de la aldea, su ser agónico. Léala, en fin,
aquel a quien agraden, más que la acción, la complejidad psicológica y las
tramas basadas en ideas, filosóficas, éticas.
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