VUELOS EXTREMEÑOS
Son cerca de las cuatro de la
tarde y vamos en coche por carreteras que son cacereñas y nos llevan por el
oeste y el sur.
Bajando hacia donde está Alcántara, un alcaudón se aquieta sobre un
vallado y una pareja de cigüeñas vuela, lejana y grácil. Los prismáticos nos
dicen que son negras, de esas que, contra los usos de sus congéneres blancas,
no apetecen de la compañía humana y prefieren para anidar espacios donde
mirarse en el agua como en un espejo.
Un indicador anuncia una bifurcación, que lleva a Membrío. Paramos para
espiar a un cernícalo común, que está en el aire. Durante un buen rato
observamos su técnica de caza. Como si quisiera hacer bueno su nombre, se
cierne a unos quince o veinte metros de altura, moviendo mucho las alas, con la
cola desplegada en vistoso abanico y la cabeza, escrutadora, muy vuelta hacia
abajo. Una vez y otra se lanza al suelo, donde solo permanece unos segundos.
El río Salor nos sale al paso. Echamos pie a tierra y andamos sus
márgenes. El verde de cerca de sus orillas parece aquí y allá, por lo
agujereado, topera. Pero solo es que antes que nosotros han visitado estos
parajes los jabalíes, que han hozado en procura de raíces.
Tras una loma se dejan ver primero un alimoche e inmediatamente luego un
buitre común, que desaparecen tan pronto como han aparecido. Vuelve a estar
vacío el cielo, pero en un remanso del curso fluvial nos aguarda la oscura imagen de
varios cormoranes. Deben de encontrarse muy a gusto, cuando desechan la prisa
por huirnos, hasta que estamos muy próximos. Ya en el aire, los acompaña, antes
de que se pierdan aguas abajo, una garza cenicienta que nos había pasado
desapercibida.
Después de un trecho, descubrimos que nos vigilan. El oteadero desde el
que nos miran es un gran árbol, enhiesto en la ladera. Dos enormes aves están
fijando en nosotros su mirada rapaz. Como si nos hubieran dado el alto,
detenemos la marcha. Seguro que ya antes nos habían localizado, pero solo se
alarman cuando se sienten el centro de nuestra atención. Tratando de no
incrementar esa inquietud, disimulamos nuestro alborozo con una inmovilidad que
nos resulta casi imposible. Cuando buscamos, con gesto medido, los prismáticos,
dejan su posadero y, sobrevolando encinas, se van con soberbios aletazos.
Eran águilas y eran reales. Nunca habíamos tenido tan cerca otras de su
especie y, sin embargo, nuestra ambición por traerlas delante mismo de los ojos
nos impidió prolongar este momento mágico.
Todavía, ya de vuelta, el campo nos regala visiones fugaces. Pastan, no
muy lejanos, ciervos que se cuentan por decenas, y nos salen al paso no sabemos
cuántas perdices.
Ocurría todo esto un día 1 de
marzo de 1992. Por cierto, las escobas florecían de blanco y el brezo y el
romero despuntaban en morado y azul. En
los jarales, los capullos estaban prontos, también, a abrirse.
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