domingo, 14 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (10): ANOCHECER EN DOTOMBORI

Una tarde noche de Osaka nos llevó a Dombotori. Lo primero que nos encontramos al salir del metro fue una galería-calle, decorada al estilo tradicional y larguísima,  de una largura sin paliativos. Por más que la andábamos, no veíamos el final, y eso que nunca dejaba de ser recta. Caminar por su enlosado suponía dirigirse hacia un horizonte inalcanzable. A los lados, todo eran locales, en cada uno un comercio, y si no, un restaurante, o un sitio donde, por ejemplo, se masajeaba a un interfecto prácticamente a la vista del público. Dudo que algo que apetecieras no estuviera expuesto en aquel parque temático del consumo, coronado por una bóveda interminable. Estaba muy bonito, todo iluminado, pero nos partía las piernas, ya baldadas a aquella hora del día.
   En algún punto, salimos y fuimos a dar a un barrio antiquísimo, muy bien conservado, de casas apagodadas, con un piso superior cuyo tejado retrocedía sobre el de la planta baja. Eran numerosísimos los establecimientos de comida que allí había, incluidos dos españoles. Acabamos en una placita y un paseo que transcurría por las márgenes de un río, que navegaban barcazas con turistas.
   Por todas partes había ambiente y gentío, y mucho moderno se disfrazaba de punki, sobre todo donde enormes anuncios de neón –y un cangrejo gigante y rojo colgado de la puerta de una marisquería- reclaman la atención del viandante. Entre la multitud, corría un policía tras un sujeto joven y encrestado, que iba a escape.
   Fatigados y muy necesitados de cenar, entramos en un restaurante del que sería delito no hablar. Era de una menudencia significativa, rectangular y nada ancho, con los cocineros trabajando sobre una plancha, a la vista de la clientela y prácticamente encima de nosotros, que nos sentábamos ante una barra adosada, detrás de la que, mediando un estrecho pasillo, se disponían unas pocas mesas.
   Parecía imposible que los camareros pudieran atendernos a todos, o que en la cocina fueran capaces de responder a tantas comandas, que por cierto colgaban, escritas en papelitos minúsculos, sobre las cabezas de los chefs.
   Con todo, lo más llamativo era cómo recibían o despedían a los clientes, la algarabía que montaban, con un griterío comunal del que se hacían partícipes, incluso, los comensales. A nosotros nos preguntaron al llegar de dónde éramos y cuando marchamos su adiós fue un “¡Hasta mañana!” con una dicción que nos pareció de Valladolid, y que prontamente fue coreado por los parroquianos.
   Pero con tanto entusiasmo por el personal, casi se me olvida decir que comimos magníficamente. Lo que servían eran pinchos, que nos supieron a gloria. Recuerdo una cigala exquisita y una seta, un espárrago envuelto en bacon, media cebolla a la plancha... ¡Hummm!... Dejaré la enumeración o me cojo el primer avión y me vuelvo...

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