ANDADURAS
JAPONESAS (y 13): DE UN TIEMPO AIRADO
¡Qué
susto! Eran nuestras últimas horas en el santuario budista de Koya-san. Por la
noche, como el edredón abriga más de la cuenta y no hay aire acondicionado,
dejamos abierto un ventanal.
Yo no lograba conciliar el sueño. La culpa
la tenía la lluvia, que caía sin pausa desde el atardecer, y con una intensidad
que no recuerdo igual. En ocasiones parecía disminuir, pero como para dar pie a
una ilusión vana, pues cuando ya cerraba los ojos, tranquilizado, volvía a
arreciar. No llovía a cántaros, sino a raudales, azotando con fuerza cuanto
hallaba a su paso. Un par de veces me levanté del futón para comprobar que el enorme alero del tejado impedía que se
inundase la habitación.
Pero lo que me preocupaba sobremanera era la
que podía armar fuera semejante diluvio. Estábamos en unas montañas recónditas,
alejadas de todo. Para descender a los valles que nos llevarían a Osaka en
nuestra penúltima jornada en Japón, debíamos tomar un autobús, que transitaría
una carretera estrechísima, llena de curvas y cuesta abajo, con muy acusadas
pendientes, que se harían vértigo en el funicular que las seguiría, y el primer
tren que vendría a continuación, si conseguíamos llegar hasta él, trasegaría
por una vía en la que solo él tenía cabida, pues se abría paso con dificultad
entre laderas plenas de espesura.
Yo temía el desbordamiento de arroyos, la
salida de madre de los ríos, que algún árbol gigantesco, reblandecida su base,
se desplomase sobre la carretera o las vías, o un argayo, y que no pudiéramos
salir de donde estábamos.
En otra circunstancia, con más tiempo por
delante, solo sería un inconveniente en el viaje. Pero es que debíamos llegar a
Osaka al día siguiente, sábado, pues el domingo, previo paso por Tokio,
teníamos que embarcar en el avión.
Así transcurrió la noche, ojo avizor, sin
apenas una cabezada que me alejara, así fuera brevemente, del miedo y con toda
el agua que puede albergar el cielo precipitándose en un chorro continuo sobre
la tierra.
Sin embargo, tuvimos suerte. Sobre todo,
porque no nos enteramos hasta alcanzar nuestro destino de que habíamos vivido
la experiencia de un tifón. Así, nos evitamos ser presa de una angustia aún
mayor.
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