ANDADURAS
JAPONESAS (11): VIVIENDO EN BUDISTA
Croan
las ranas desde una laguna próxima amagando con darnos la noche. En la
oscuridad solo se oye ese canto, monótono y desafinado. Estamos alojados en un shukubo, en Koya-san, un santuario
budista. Así llaman a hospedajes con siglos de historia, para descanso de
peregrinos.
La habitación es amplia y durante el día se
llena de luz. Dos de sus costados se abren al exterior en sendos ventanales que
los ocupan casi por entero. Uno de ellos da a una explanada con un jardín japonés,
tras el que asoman montañas verdes; el otro deja ver las delicadas formas de un
templo budista. Compensa la belleza de las vistas, que tanto placer traen a
nuestros ojos, el ascetismo del decorado interior.
Ante el segundo mirador se disponen un a
modo de velador y dos sillas bajas. Es el único punto donde el suelo es de
madera. Todo lo demás se recubre de tatami, que hemos de pisar descalzados. En
el centro de la estancia, si queremos sentarnos lo hacemos sobre un par
de cojines, situados a los lados de una mesilla. A las 5 ½ de la tarde, dos
monjes la habían sustituido por otras cuatro, aún más pequeñas. Era la hora de
una cena rigurosamente vegetariana, servida en cuencos que contienen alimentos
de cinco colores y otras tantas texturas (sopa, encurtidos, verduras en
tempura, arroz...). Ignoro si la comunidad será abstemia, pero a los huéspedes
nos permiten beber cerveza o vino.
Cuando retiran el servicio, los frailes
extienden sobre el suelo dos futones, una especie de colchonetas en las que
dormiremos, pues cama no hay.
Si queremos relajarnos con un baño, hemos de
ir a otro edificio. Es un onsen,
comunitario, como manda la tradición, uno para hombres y otro para mujeres. En
su interior, adosados a una pared, unos banquitos invitan a sentarse, y el
cajón con agua que queda a los pies es para que uno se moje bien, antes de introducirse
en un estanque donde relajarse. El paso siguiente consiste en retornar al
escaño y darse una ducha. Luego, puede estarse cada quien en la pequeña piscina
el tiempo que quiera, siempre compartiendo esos momentos con otros.
De lo
que no me acuerdo es de si, después, ya de noche, en la habitación,
terminaron de cantar las ranas primero o si fui yo quien dejó de oírlas. El
sueño difumina el desenlace de ese dilema en mi memoria.
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