ANDADURAS
JAPONESAS (12): CON BUDISTAS EN KOYA-SAN
Solo
se explica que no hubieran cantado los gallos porque no debía de haberlos. Pero
a las 6 ½ de la madrugada ya hacía tiempo que había amanecido en Koya-san. Descalzos,
nos aprestábamos a presenciar una ceremonia en un templo budista. Nos
acomodábamos sobre el suelo, entre decenas de personas, atentos a lo que
sucedía delante de nosotros. Yo confieso que la mirada se me iba de cuando en
cuando a los demás espectadores, cuyas actitudes me interesaban. Había fieles
innegables, que se distinguían por el fervor de la mirada; aunque predominaban
los curiosos con ganas de conocer algo ajeno a sus vidas. Algunos, incluso, se
disponían a registrar el acontecimiento en móviles o cámaras fotográficas.
Oficiaban tres monjes, uno de mediana edad y
mayor masa corporal, y dos más jóvenes y espigados. El espacio no es muy amplio
y está lleno de cosas. Soportan ese barroquismo oriental columnas coloreadas, y
un baldaquín se yergue en su centro. Protege un altarcillo, ante el cual, de espaldas
al público, se sienta el clérigo principal. A su derecha e izquierda,
bastante separados, ocupan su lugar los ayudantes.
Arden velas. El trío entona a coro un canturreo
monocorde. A veces solo salmodia el que está a la diestra. Es el mismo que, luego
de un tiempo, llama al público a participar. Interpela a una señora con pinta
de beata, que se levanta y va a un sitio adelantado. La vemos coger algo de un
cofrecillo y llevárselo ritualmente a la frente. Lo deposita luego sobre un
recipiente y junta las palmas de las
manos en actitud piadosa.
Cuando vuelve con todos, anima a quien está
a su lado a seguir su ejemplo. Hay un movimiento general de desconcierto, si no
es de susto, ante el giro que toma el ceremonial, que amenaza con que pasemos
de confiados espectadores a insospechados actores. Con más o menos desenvoltura,
unos van relevando a otros. Yo, por si la cadena llega hasta mí, me fijo en los
movimientos de quienes me están precediendo. Hasta que alguien renuncia a su
turno y quiebra la rueda y nos libera a los que quedamos de interpretar un
papel cuyo sentido desconocemos.
En el aire, junto a la cantinela de los
monjes, resuena de cuando en cuando la estridencia de unos platillos o el
tañido solemne de una campana. Dura este ritual alrededor de media hora. Los
minutos finales se consumen en una charla que nos imparte en japonés el fraile
principal, a quien despedimos entre reverencias. De lo que dijo obviamente no
entendí nada, pero su voz era muy tranquilizadora.
De allí nos trasladamos a otro edificio
menor donde se celebró liturgia bien diferente. Se trataba de quemar las
tablillas de los deseos. En ellas habíamos escrito cada huésped el suyo, previo
pago de unos yenes. Ahora, el monje que dirige es uno de los que antes
auxiliaban. Actúa con una serie de gestos a los que dota de extraordinaria
trascendencia. Primero forma con los
pequeños listones un prisma de maderas, tarea en la que se ayuda de unas
tenacillas. Luego les prende fuego, que aviva esparciendo sobre la pira
líquidos que extrae de cuencos dorados. Cada movimiento, muy cuidado, parece
poseer una finalidad esotérica, casi mágica. En las cercanías, otro religioso
recitaba textos y percutía una campana.
Creo que, atento a registrar lo que sucedía,
desaproveché una excelente ocasión para convertirme.
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