ANDADURAS
JAPONESAS (6): EL CRUCE DE SHIBUYA, DESDE DENTRO
No
nos hubiéramos perdonado no ir, estando en Tokio, a este lugar que podría ser
imaginado y, sin embargo, no lo es. Los ojos no saben dónde mirar para
inventariar asombros.
El aire se llena de anuncios y rótulos que
penden de edificios de cristal. Desde pantallas y cartelones asoman caras famosas
y se suceden argumentos que llaman al consumo y encandilan la mirada. El
cromatismo se dispara y, si atardece, refulge de luz. Y, pese a ello, el
verdadero espectáculo está a pie de calle, llamándote a participar de una
experiencia muy intensa. Si te decides, serás una más, entre el millón de
personas que la viven a diario.
Un desborde de humanidad se dispone en las
aceras a atravesar al unísono los cuatro pasos de peatones que forman una
especie de rectángulo, y aún otro más, que traza una diagonal en ese espacio. Miles
de individuos aguardan a que cambien de color los semáforos que ordenan un
tráfico denso. Los ves de frente, si también tú quieres cruzar, en una quietud
tan expectante como la tuya, que de repente se rompe, se dinamiza, cuando todos
se ponen en marcha y vienen hacia ti, como tú te diriges hacia ellos.
Parece inevitable el choque y grande el
daño, pero mejor no pensarlo, porque una vez que pisas la calzada ya no puedes
detenerte, pues detrás de ti marcha un gentío igual al que tienes delante y, si
temes encontrarte con unos, por qué no ha de asustarte que te arrollen quienes
caminan, con similar premura, a tus espaldas y te empujan con el sonido de su
aliento y el ritmo de sus pasos.
Estás
al aire libre y tal vez sientas claustrofobia, pero no saldrías corriendo
aunque quisieras, que, si no hay paredes que te encierren, los cuerpos de los
demás se constituyen en un límite que no puedes franquear. Así que te ves
obligado a continuar, y finalmente la ola de la que formas parte se topa con la
opuesta, pero no se tropieza, porque se abre para dejarle el paso, muchos
pasos, y entre esas fisuras se cuelan los contrarios, como tú y los
momentáneamente tuyos por las grietas que ellos dibujan de su lado. Te parecerá
imposible, pero alcanzas la otra orilla sin que nadie te haya tocado, ni se
produjera siquiera un roce de piel contra piel, cada uno ha dominado un
espacio, por mínimo que fuera, que en eso parecen maestros los japoneses.
En la plaza Hachiko, adonde quizás has ido a
parar, un perro vuelto estatua sigue aguardando que de la muchedumbre salga su
amo, como lo hizo, ya muerto este, durante los años que le sobrevivió.
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