ANDADURAS
JAPONESAS (7): MATSUMOTO BON BON
Nuestro
hotel daba a la avenida principal de
Matsumoto. Desde la habitación, que estaba en las alturas, disponíamos de un
oteadero de lujo para seguir la que se estaba armando en la calle. Pero apenas
tardamos un instante en salir disparados hacia el ascensor. Demorarse más se
nos antojó tan difícil como permanecer admirando la transparencia de un mar en
calma un día de calor, cuando todo te llama a sumergirte en su azul. Una
fiesta, mejor sentirla de cerca, en particular si toda una ciudad la vive. Y
cuando digo “toda” no exagero. Quienes no ocupaban la calzada miraban desde las
aceras, o comían o bebían en los puestos callejeros. Y no vi a nadie sin
contento entre aquella multitud desmesurada.
Desde innumerables altavoces, una canción,
que siempre era la misma, se empeñaba en sacarnos el ritmo del cuerpo y se venía
con nosotros adondequiera que fuésemos. Los pies se van tras la música. Cuesta
que se desplacen uno tras el otro, caminar como si tal cosa, desobedecer a los
compases de la melodía, o el ejemplo de quienes, a su son, marchan
ordenadamente sobre el asfalto, y que se cuentan por (muchos) miles. Sobre todo,
cuando sale alguno a invitarnos a que nos sumemos al desfile.
Precedidos por un abanderado con su enseña respectiva, van
agrupados por empresas, por centros de estudio, hospitales, equipos de fútbol, clubes
para la práctica de aficiones diversas. Se viste cada formación a su manera,
unas veces es el traje al completo lo que las diferencia, como es el caso de
unas a modo de geishas, otras tan solo una camiseta, que está serigrafiada. El
conjunto serpea infinito y en doble sentido, ocupa las bocacalles y las vías
paralelas, no se sabe dónde empieza y si acaba en algún sitio, y dibuja tal
espectro de colores que por sí mismo se constituiría en espectáculo.
A la omnipresente cantinela de la megafonía,
yuxtaponen la suya propia, que se hace de una sola palabra –“sore”- entonada al
unísono, con variaciones en la cadencia y la intensidad, muy animada. Es la
batuta que guía su danza, una coreografía muy breve, elemental y ritualizada,
en la que se ayudan de un paipay, que parece volar en sus manos.
De cuando en cuando, se paralizan para dar lugar
a un descanso que no dura. Solo para tomarse, quizá, un aperitivo o un zumo,
que porta un carrito que sigue a cada cofradía.
Así han estado unas tres horas, y si ellos
no se cansaban de repetirse, tampoco nosotros de verlos. Si en alguna ocasión
pudiéramos volver a Japón, procuraríamos ir a Matsumoto el primer sábado de
agosto. Por nada del mundo desecharíamos la oportunidad de encontrarnos de nuevo
con el festejo del bon bon, un
ceremonial de bienvenida al espíritu de los antepasados que nos ha dejado
encandilados…
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