ANDADURAS
JAPONESAS (A MODO DE COLOFÓN)
Tantas
cosas se me han quedado en el tintero de mi viaje a Japón, tantas vivencias experimenté
y no he descrito, que, pese a que había dado ya el relato por terminado, vuelvo
sobre mis pasos y escribo un último artículo.
Para decir, por ejemplo, que en Tokio fuimos al teatro, a ver una escena
de kabuki, una dramaturgia tradicional.
El montaje era simple, con largos monólogos, a menudo semicantados, y esbozos de danza. Me gustó el decorado, un
árbol que cobijaba todo el escenario con sus grandes ramas, y lo elaborado del
vestuario. Sentí no entender el japonés, seguro que habría compartido las risas
con que el público festejaba la actuación.
Y desde lo alto de una torre de comunicaciones,
que se anuncia como la más elevada del mundo, supimos cómo es una ciudad en
cuyo centro viven 13 millones de habitantes, o lo entrevimos, porque ni desde
allí arriba se abarcaban por completo sus límites.
También en el mercado de pescado encontramos
materializada la noción de desmesura. Es una nave tan inmensa que caben en su
interior calles y calles, que se entrecruzan o se pierden en perspectivas
lejanas. Las dibujan puestos donde, más que vender al cliente, deben de
redistribuir mariscos y peces a todos los restaurantes y pescaderías de la
capital y aun del país. El muestrario es infinito, y no entendemos cómo los
océanos pueden dar tanto de sí, ni cómo hay suficientes japoneses para
comérselo todo, por mucho que les guste el sushi.
En Matsumoto visitamos un antiquísimo castillo de madera. Ningún español
pensaría al verlo en una fortaleza. Parece una pagoda de seis pisos, aunque
uno, el secreto mejor guardado, no se distinga desde fuera. Los tejados van
disminuyendo progresivamente en tamaño y con ellos las estancias diáfanas que
techan. Las escaleras son de agárrate, y no es hipérbole, que recurrir al
pasamanos resulta indispensable. Al exterior se mira por unas ventanas
diminutas y cuadradas, o alargadas, si son troneras. A su través vemos lo que
antaño fue foso y es hoy muy ancho estanque, vivero de grandes carpas, donde,
además, algún cisne se pavonea.
Hicimos una incursión a los Alpes Japoneses.
Tomando primero un tren y luego un autobús no apto para cardíacos, llegamos a
Kamikochi. La estrella paisajística se sitúa donde un puente atraviesa el ancho
de un río rodeado de cumbres. Un haz de senderos parte hacia bosques donde los
árboles se cuentan por millones, salva aguas limpísimas mediante una red de
rústicas pasarelas, nos acerca a los patos salvajes que nadan la superficie.
Del sotobosque nos llama la atención una planta, parecida al maíz que no es, y
que no deja ver el suelo durante kilómetros. Pero sin duda lo más espectacular
es elevar la vista a las alturas y encontrarse con el cúmulo de cimas que,
siempre verdes, nos circundan.
El cementerio budista, con apuntes
sintoístas, de Koya-san pondrá punto final a estas evocaciones. Nos recuerdo
paseándolo una mañana de paz, entre cedros gigantescos que elevaban al cielo
los ojos y monumentos funerarios que los devolvían a tierra, y entre estos
últimos, infinidad de estatuillas de piedra con baberos de tela y ofrendas a
sus pies…
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