domingo, 1 de septiembre de 2013

GULFOSS, GESTA HECHA DE AGUA Y REBELDÍA (ISLANDIA, 9)  

Veníamos de un paisaje verde de hierba y de arbolado. Al favor de ese amparo, habían reaparecido casas de verano y hasta un camping. Incluso quedan en la memoria unas vacas que pacían un pasto de tan delicada apariencia como el green de un campo de golf.
    Pero cuando, al poco, la puerta del bus nos devuelve al aire libre, de nuevo la lava oscurece la mirada allá donde posemos los ojos. En la lejanía, una masa inmensa de hielo está a un tris de hacerse nube. Casi se mimetiza con la niebla blanquecina que la acaricia, sin que apenas pueda decirse quién es quién. A la vista,  una lengua del glaciar Langiökull, se allega al llano hendiendo montañas. En otra ocasión tocará acercársele, incluso navegar, entre témpanos, por el espacio lacustre que, en algún punto,  encierran, como un secreto, sus paredes. Hoy nos traen aquí otros afanes.
   Enseguida estoy pegado al suelo, incapaz de mover un músculo, como un árbol  improbable en este erial de rocas ennegrecidas. Gulfoss es la responsable de mi quietud, que es mero asombro. Parece un lago que se volcase por una de sus márgenes, y que, por mucho caudal que pierda, siempre conservará el mismo. Se llama Hvitá el culpable de esta ilusión óptica, y es un río que se despeña en una catarata sin sentido de la medida. Como para espaciar el espectáculo, consta de dos saltos, tan inmediatos que no hay tiempo para el reposo del agua, y el segundo, de más de veinte metros, duplica al primero en altura.
   La cortina de bruma que lo vela en nada atenúa el estruendo, que es el de un trueno continuo. Y después la tierra se separa en una barranquera, como si le cediera derecho de paso y, amurallándose, lo escoltara, atónita ante la magnitud de su hazaña.
    ¿Existe alguna catarata sin leyenda? Yo no sé si es verdad o fabulación, pero hay algo que contar, que hermana la grandiosidad de este lugar con la grandeza de lo humano. Es un relato que ennoblece a su protagonista, que fue una muchacha.
   Vino de fuera la codicia y quiso obtener electricidad de estas aguas, que solo deberían contentar a la mirada. Dicen que amenazó ella con dejar que se la llevara la corriente, si tal hacían. Y que su padre, propietario de este entorno amenazado de expropiación, cedió su dominio al Estado con la condición de que no se le tocase.
   Tal vez a la una y al otro se los haya llevado el tiempo, pero aquí sigue, incólume, la cascada Gulfoss, aún mas bella al calor de su historia.

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