lunes, 19 de agosto de 2013

DE AKUREYRI A BORGARNES (ISLANDIA, 4)

Viajamos del norte al suroeste de Islandia, en un minibús de línea regular, sin turistas. Son cinco horas para trescientos trece kilómetros. Estamos cansados, pero mantenemos los ojos muy abiertos.
   Nunca hasta hoy me había sobrecogido el alma tanta soledad. Y no porque esté solo, que es el paisaje el que transmite esa sensación. Avanzamos por valles despoblados y sin árboles, verdes gracias al agua, que nunca falta, ya corra como río, ya se remanse en lagunas o caiga del cielo. A los lados,  se elevan siempre grandes montañas, a menudo desmochadas por la niebla.
   Muy de cuando en cuando, un pato o un cisne se pierden en esta inmensidad. Pastan en libertad dos o tres ovejas, que nunca forman con otras rebaño, o minúsculas manadas de caballos: un ganado que no es salvaje únicamente porque alguien sabe que le pertenece.
    Diseminadas en la distancia, sin verse entre sí, ni siquiera en el humo de las chimeneas por alto que ascienda, llaman inopinadamente a la mirada granjas pintadas hasta en los tejados de colores vivos – verde, azul, rojo...-. Quizás sea una forma de hacerse notar, tal vez una manera de alegrar su vivir solitario.
   Ante un panorama así, no extraño que antaño hayan poblado estos parajes de elfos y trolls, que, si les daban miedo, les harían sentirse, al menos, acompañados.
    En algún punto de este páramo infinito, una chica aterida aguarda el paso del microbús, que se detiene a recogerla justo donde el camino  viene de una granja a desembocar en la carretera. No sé cuánto tiempo llevará ahí, pero tiene helada la mirada y lágrimas en los ojos, que no son de pesar, sino de frío. Estamos en pleno estío, no consigo imaginarla en lo más crudo del invierno, cuando la claridad del día se mantiene tan solo unas horas y la noche y el hielo se adueñan de los días.
    Un pensamiento recurrente me asalta a la vista de este paisaje desolado, casi sin seres que lo habiten. Me da por suponer que cada cosa estará en el mismo lugar en que la encontraron, allá por el siglo IX los descubridores de Islandia, pues apenas ha habido actividad humana que alterara estos parajes en el transcurso del tiempo.
   Casi siento que estoy explorando la eternidad.

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