DE AKUREYRI A BORGARNES (ISLANDIA, 4)
Viajamos del norte al suroeste de
Islandia, en un minibús de línea regular, sin turistas. Son cinco horas para
trescientos trece kilómetros. Estamos cansados, pero mantenemos los ojos muy
abiertos.
Nunca hasta hoy me había sobrecogido el alma tanta soledad. Y no porque
esté solo, que es el paisaje el que transmite esa sensación. Avanzamos por
valles despoblados y sin árboles, verdes gracias al agua, que nunca falta, ya
corra como río, ya se remanse en lagunas o caiga del cielo. A los lados, se elevan siempre grandes montañas, a menudo
desmochadas por la niebla.
Muy de cuando en cuando, un pato o un cisne se pierden en esta
inmensidad. Pastan en libertad dos o tres ovejas, que nunca forman con otras
rebaño, o minúsculas manadas de caballos: un ganado que no es salvaje
únicamente porque alguien sabe que le pertenece.
Diseminadas en la distancia, sin verse entre
sí, ni siquiera en el humo de las chimeneas por alto que ascienda, llaman
inopinadamente a la mirada granjas pintadas hasta en los tejados de colores
vivos – verde, azul, rojo...-. Quizás sea una forma de hacerse notar, tal vez
una manera de alegrar su vivir solitario.
Ante un panorama así, no extraño que antaño hayan poblado estos parajes
de elfos y trolls, que, si les daban miedo, les harían sentirse, al menos,
acompañados.
En algún punto de este páramo infinito, una
chica aterida aguarda el paso del microbús, que se detiene a recogerla justo
donde el camino viene de una granja a
desembocar en la carretera. No sé cuánto tiempo llevará ahí, pero tiene helada
la mirada y lágrimas en los ojos, que no son de pesar, sino de frío. Estamos en
pleno estío, no consigo imaginarla en lo más crudo del invierno, cuando la
claridad del día se mantiene tan solo unas horas y la noche y el hielo se
adueñan de los días.
Un pensamiento recurrente me asalta a la
vista de este paisaje desolado, casi sin seres que lo habiten. Me da por suponer
que cada cosa estará en el mismo lugar en que la encontraron, allá por el siglo
IX los descubridores de Islandia, pues apenas ha habido actividad humana que
alterara estos parajes en el transcurso del tiempo.
Casi siento que estoy
explorando la eternidad.
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