lunes, 12 de agosto de 2013

EN LA BAHÍA DE SKJÁLFANDI, ISLANDIA

Los ojos se me habían ido a los acantilados que, neblinosos y lejanos, ponían límites a una bahía infinita. En el mar, que era donde debía mirar, no acababa de pasar nada. Mi atención se concentraba, pues, en las numerosas cataratas con que la tierra tributaba agua al océano desde la altura. La embarcación se bamboleaba a efectos del oleaje y empezaba a sentir  algún síntoma, leve todavía, de mareo.
   En busca de avistar cetáceos con que alimentar nuestra memoria de lo insólito, habíamos partido, una hora antes, del pequeño puerto de Húsavik, al norte de Islandia, revestidos de un impermeable amarillo y encastrados entre un grupo de asiáticos, tan curiosos y excitados como nosotros mismos.
   A la cita se había presentado con prontitud un bando de delfines, pero no las ballenas. Quizá no las llegásemos a ver, pensaba yo. A fin de cuentas, son animales salvajes y no monos de circo, y en eso reside la aventura de estas excursiones, cuyo desenlace no puede resultar totalmente previsible.
   Y de repente, sucedió. Un alarido que salió de muchas gargantas, donde asombro y  admiración se unían, me sacó de mis divagaciones. A estribor, a una treintena de metros, había una ballena jorobada. La visión duró solo un instante, y no vino precedida, como suele ser habitual, de chorros de vapor indicativos de la presencia de un corpachón de 30 toneladas que se desplaza bajo la superficie marina. Surgió repentina de las profundidades y, como si quisiera transmutarse en ave, voló por espacio de un instante. En la retina quedó su figura al completo, como un milagro que contraviniese las leyes naturales.
   Después nos sorprendió por popa cuando la esperábamos a proa, anunciándose con un movimiento de agua que fue como una marea que nos puso en aviso. Luego vinieron lomos arqueados fuera del mar, géiseres que delataban una respiración mayúscula, o solo la enorme cola como última visión antes de que desapareciera. Hasta su ser grupal nos mostró, navegando varias, una tras otra, con tal disciplina que semejaban una sola, repetida como engaño de la vista.     
   El frio era intenso en un Atlántico ya vecino del Ártico, pero cómo no dar por buenas las tres horas de travesía...

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