EN LA BAHÍA DE
SKJÁLFANDI, ISLANDIA
Los ojos se me habían ido a los
acantilados que, neblinosos y lejanos, ponían límites a una bahía infinita. En
el mar, que era donde debía mirar, no acababa de pasar nada. Mi atención se
concentraba, pues, en las numerosas cataratas con que la tierra tributaba agua
al océano desde la altura. La embarcación se bamboleaba a efectos del oleaje y
empezaba a sentir algún síntoma, leve
todavía, de mareo.
En busca de avistar cetáceos con que alimentar nuestra memoria de lo
insólito, habíamos partido, una hora antes, del pequeño puerto de Húsavik, al
norte de Islandia, revestidos de un impermeable amarillo y encastrados entre un
grupo de asiáticos, tan curiosos y excitados como nosotros mismos.
A la cita se había presentado con prontitud un bando de delfines, pero
no las ballenas. Quizá no las llegásemos a ver, pensaba yo. A fin de cuentas,
son animales salvajes y no monos de circo, y en eso reside la aventura de estas
excursiones, cuyo desenlace no puede resultar totalmente previsible.
Y de repente, sucedió. Un alarido que salió de muchas gargantas, donde
asombro y admiración se unían, me sacó
de mis divagaciones. A estribor, a una treintena de metros, había una ballena
jorobada. La visión duró solo un instante, y no vino precedida, como suele ser
habitual, de chorros de vapor indicativos de la presencia de un corpachón de 30
toneladas que se desplaza bajo la superficie marina. Surgió repentina de las
profundidades y, como si quisiera transmutarse en ave, voló por espacio de un
instante. En la retina quedó su figura al completo, como un milagro que contraviniese
las leyes naturales.
Después nos sorprendió por popa cuando la esperábamos a proa,
anunciándose con un movimiento de agua que fue como una marea que nos puso en
aviso. Luego vinieron lomos arqueados fuera del mar, géiseres que delataban una
respiración mayúscula, o solo la enorme cola como última visión antes de que
desapareciera. Hasta su ser grupal nos mostró, navegando varias, una tras otra,
con tal disciplina que semejaban una sola, repetida como engaño de la vista.
El frio era intenso en un
Atlántico ya vecino del Ártico, pero cómo no dar por buenas las tres horas de
travesía...
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