PINGVELLIR, EL CAMPO DEL
PARLAMENTO (ISLANDIA, 7)
Siglos de historia nos contemplan, y un
paisaje modelado por la noche de los tiempos, en el sitio de Pingvellir, que
andamos. Nos llenamos de naturaleza y oímos ecos del pasado de Islandia, que tuvo aquí su escenario. Estamos al sur de la
isla, a tan solo 45
kilómetros al este de Reykjavik.
Desplegado en línea casi recta y muy a lo largo, un roquedo elevado,
negruzco, hecho de cantiles, enmarca y protege desde un lateral a un llano amable. Esa planicie, que
es poco regular, cae despaciosamente por la vertiente contraria, buscando la
cola de un lago, allá donde viene a desembocar un río. Entrega este con
mansedumbre su caudal, que brilló antes al saltar como torrente los riscos y se
encajonó para atravesar sin tardanza la llanura.
En la confluencia de río y lago, el agua rompe el herbazal y dibuja
isletas verdes y senderos azules. Orillada en la ribera, se estiliza una
iglesia con historia.
Resuenan, a la vista de estos parajes, antiguas voces que nos traen a personajes
de antaño. Por los caminos de la memoria llegan gentes venidas de otros puntos
de Islandia. Son de los representantes vikingos, que ya en el siglo X eligieron
el lugar para la asamblea anual de su Alpingi o parlamento, cuentan que el
primero que hubo en toda Europa y aun en el mundo.
Imaginamos a su lögsögumador recitar las leyes desde
algún peñasco a los reunidos bajo un sol tibio de verano.
Cuántas palabras se habrá llevado el viento, qué de acuerdos o de
opiniones discordantes, de calma y furia. Y, entremedias, dispersos en la
explanada, harían su agosto los mercaderes, formarían corros en torno suyo
animadores de toda laya, concertarían bodas familias o casamenteros.
¡Tantas presencias invisibles recreamos, discurriendo por estas
amplitudes...!
Antes de marcharnos,
encaramados en un puente de madera, vemos que refulgen monedas en el lecho del
río. Hay quien dice que arrojarlas allí garantiza al viajero que volverá.
Nosotros nos vamos con el mismo dinero que traíamos. No necesitamos de ningún
subterfugio, que ya estamos como presos de un encantamiento. Sabemos de cierto que
algún día retornaremos.
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