RAUDHÁLSAR, LA MONTAÑA ROJA (ISLANDIA, 6)
Hace viento y llueve, pero en el
pasado el volcán Raudhálsar originó un campo de lava de dimensiones épicas y
queremos verlo. El vehículo que nos lleva avanza penosamente, casi se diría que
de puro milagro, sobre caminos hechos de guijarros o arenisca oscura, que
carretera no hay.
En derredor, no existe consuelo para la mirada. Marañas de rocas
calcinadas se afilan y se ahuecan; adquieren, estrujadas, extrañas formas.
Parecen a veces, cabañas que solo alojarían a una persona, y encogida. Son grises
o negruzcas, y de cuando en cuando rojizas, que en este desierto se abrasaron
piedra y hierro.
Echamos pie a tierra en la base del volcán.
A tierra es mucho decir, solo como
frase hecha vale, que tierra no hay. Su lugar lo ha usurpado el magma que salió
del cráter. Al encuentro de este último trepamos con dificultad por lava
fragmentada, sin senda que nos guíe.
En ocasiones, sorprendentemente, pisamos suelo mullido. Son líquenes, a
los que el paso de los siglos ha dado grosor y apariencia de musgo, y que se
han aposentado en este pedrero sombrío. A completar el prodigio acuden otras plantas
minúsculas, incluso florecidas, de una delicadeza que no casa con la brutalidad
circundante.
Nos agachamos a examinar alguna piedra pequeña, y pesa bien poco. Son
porosas, como si, salidas del fuego, llegasen
al aire sin densidad, con su consistencia quebrada, como cáscaras
vacías.
Arriba
nos aguarda la caldera. Es un hoyo inmenso, y algo de miedo da pensar que ahí
pudo haber empezado todo este descalabro. Casi impresiona más, sin embargo, volver
la vista atrás, hacia los campos de lava que, abajo, no dan tregua a la pupila
hasta más allá del horizonte.
Antes de salir de ese entorno, que parece fruto de la maldición de un
dios enfurecido con la tierra, nuestro vehículo se detiene de nuevo, en medio
de un gigantesco anfiteatro, cuyos paredones son de arena oscura. Un reborde
negro recorre longitudinalmente su
altura y sus laderas se salpican de rojo. Es una cantera de áridos, nos dicen.
Una huella humana en un paisaje primigenio, pensamos.
Marte –el planeta, quizás
también el dios- se resistirá en los días que vendrán a abandonar nuestras
retinas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario