LA
ARGENTINA QUE VI (8)): EL TEATRO COLÓN
Venía
en el grupo de visitantes –escaso, cabíamos en un palco- un invidente. Lo observé
nada más iniciar nuestro periplo por el teatro Colón. Estaba palpando con suma
delicadeza una maqueta expuesta en la enorme antesala que nos recibió. Parecía
ver con las manos. Nada más ponernos en marcha, me llegaron los ecos de su
bastón tanteando el suelo suavemente, como si quisiera no hacerse notar en
aquel templo dedicado a la ópera, a la danza, a la música. Al principio, me
preguntaba qué sacaría él en claro del recorrido, con qué se quedaría. Luego
resultó ser, con diferencia, de entre nosotros, el mejor conocedor del teatro, tal vez con la
excepción de quien nos conducía. Hacía comentarios sabios, formulaba interrogantes
que denotaban cuán docto era, más que aprender parecía enseñar. Recordé,
entonces, que hay muchas formas de acercarse a la realidad, de ir al encuentro
del fondo de las cosas.
¡Y qué cosas…! Siento mi pequeñez donde todo
es inmensidad. Mientras subo escalinatas o camino entre columnas de mármol de
diversos colores y procedencias, y vislumbro
de pasada ampulosos salones, voy haciendo un ejercicio de imaginación.
Desde los corredores de arriba o desde sus balconadas, se puede mirar a los de
abajo o ser visto por ellos. Aquí se escenifica
una obra sin argumento, cuyos motivos son encuentros y desencuentros, la
presunción y la soberbia, la admiración o la envidia. Las grandes pasiones
cuentan, ya antes de entrar en la sala de espectáculos, con su representación,
y es (y era) el público quien la protagoniza.
En el teatro propiamente dicho, todo está en
penumbra, y nos lo habían advertido, pues es momento de poner a punto luz y
sonido para una próxima actuación. Hablamos bajo, que este espacio es
mundialmente famoso por su acústica, y no es cuestión de interferir en las
voces que, desde el escenario, para hablar, están cantando.
Enseguida nos damos cuenta de que la
magnificencia no se ha quedado fuera de la sala. También en ella es como si no
existiera el sentido de la medida, si no fuera para sobrepasarlo. Son siete
plantas las que vuelan sobre la platea,
y el escenario, de abrirse en su totalidad, no sería menor que el patio de
butacas. En el centro del techo, una cúpula eleva la mirada hacia sus pinturas,
referidas a las artes. Desde su altura, disimulados en un balcón, diz que tocan
músicos o cantan intérpretes, y son como armonías y voces que procedieran del
cielo, y aún algún actor puede descolgarse como ángel.
Me gustaría ser uno más entre los 2500
espectadores que tomarán asiento en sus butacas, incluso de los 500 que
asistirán de pie a alguno de los montajes de la programación. Esta vez no podrá
ser, pero no creáis que lo lamento. Ya tengo un motivo más para volver a Buenos
Aires.