jueves, 28 de enero de 2016

MAMÁ ÁFRICA (34): IMÁGENES DEL BARRIO DE CHINOTIMBA

Sólo vemos blancos si nos miramos unos a otros. Hemos abandonado el centro turístico de Victoria Falls, en Zimbabue, y enfilamos una carretera polvorienta, que andamos, ya en las afueras. Atrás van quedando edificaciones y descampados, carriles que se abren en las orillas y no sabemos adónde conducen, y mucha gente, que no se concentra, que va o que viene, siempre con un saco, una cesta, bolsas, nunca con las manos vacías. En ocasiones paramos a alguien y le preguntamos. Las respuestas amables de unos y otros nos encaminan al barrio de Chinotimba.
   Son casitas bajas, a menudo con un huerto, que dibujan unas pocas calles entrecruzadas. En una zona de escasos comercios, llama  nuestra atención una tienda de ropa por la morfología de sus maniquíes femeninos, de prominentes traseros.
   Algo más allá lo que nos detiene es un colegio de niños y niñas de uniforme y maestros trajeados. Al principio pensamos que hemos llegado a la hora del recreo, pues todos están fuera del edificio, en un espacio muy grande. Pero enseguida nos da la impresión de que asisten a clase, al aire libre. No se desperdigan ni se distraen en juegos. Constituye sus aulas el entorno de árboles, bajo cuyas copas se agrupan, siempre con un profesor al frente. Procuramos pasar desapercibidos, por no estorbar su magisterio, aunque resulte precaución inútil, pues están muy centrados en lo que hacen. A mí me traen recuerdos lejanos, de campañas de alfabetización de adultos en veranos andaluces, cuando enseñaba a leer y escribir a jornaleros a la sombra de un naranjo e íbamos cambiando de posición según avanzaba el sol inclemente de mediodía.
   La contención del alumnado de la escuela se vino abajo cuando pasamos por delante de una guardería. Nos topamos con ella ya de retirada, tras visitar dos mercados techados, uno de ropa, calzado y utensilios y adornos varios, y el otro de frutas y verduras, ambos con infinidad de puestos y, sin embargo, muy escasamente concurridos, si no era de vendedores, casi sin clientela. Los productos del primero parecían made in China; en el de vegetales, sólo tuve ojos para los frutos descomunales de los árboles salchicha, al menos mientras no dimos con unos gusanos carnosos, gruesos y secos que, a la espera de que alguien los comprase, se arracimaban en el interior de cestos.
   Pero sin duda lo más memorable sucedió a nuestro paso por el parvulario. Al principio, los pequeños nos miraban con indisimulada curiosidad desde la distancia, cobijados en el porche del edificio de la escuelita. Pero cuando vieron que la maestra se dirigía hacia nosotros corrieron alborozados a su compás. Parecían, según atravesaban aquella inmensidad de patio, un bando numeroso de pollitos que no quisieran perderse algo. La educadora abrió el portón que nos separaba y, una vez que hubimos entrado, nos obsequiaron, ellos y ella, con un regalo insospechado, el más enternecedor que pudiéramos apetecer. Durante un buen rato, cantaron y bailaron para nosotros, con una gravedad que contrastaba con la risa que se dibujaba en sus ojos. Nosotros les correspondimos con nuestras bocas abiertas y aplausos que sólo terminaron cuando nos dimos cuenta de que varias furgonetas los aguardaban pacientemente en la carretera para llevarlos a sus casas...

lunes, 18 de enero de 2016

MAMÁ ÁFRICA (33): MOSI-OA-TUNYA

Cuando el lenguaje llamaba a las cosas por su nombre, para los naturales de estos parajes las Cataratas Victoria no podían ser sino mosi-oa-Tunya, humo que truena: se oye desde lejos su bramido y es visible en la distancia una humareda blanquecina, como si la produjera un incendio misterioso, cuyo frente, detenido en un punto, no avanzase ni, pese a ello, se extinguiese. Luego, ya mediado el siglo XIX, llegó Livingston y  rebautizó las cascadas en honor a una reina que vivía en otros confines.
   Andamos un sendero que bordea un bosque. A menudo se demora ese camino, concediéndonos una pausa en los miradores que se abren al abismo. Ante nosotros, el Zambeze, como si viniera del cielo, fluye en sentido vertical, enmarcado por los colores del arco iris. Da vértigo asomarse al fondo, donde, cien metros más abajo, se estrella el río. Y no es, para nuestro gozo, espectáculo que abarquen los ojos de una vez. Son casi dos kilómetros de cortina de agua, quebrada de cuando en cuando por algún roquedo o promontorio que la hierba o el musgo vuelven interludios verdes.   
   Ni una nube estorba el azul, y sin embargo llueve. Nos humedece la ropa un orballo que, contrariando el natural sucederse de las cosas, viene de abajo, un cendal de vapor que escala el paredón que salta el río, y enturbia las alturas.
  En cambio, cuando, la mañana siguiente, estamos arriba no nos mojamos: arriba, o sea, en el aire, que transforma la visión en panorámica. Desde donde ronronea el helicóptero, las Cataratas Victoria se distinguen no a trozos, sino en toda su inmensidad. Se anchea considerablemente el Zambeze, remansado por un momento, como pensándoselo antes de enfrentarse al vértigo de la brecha que se abre a su paso, tan considerable en longitud y hondura, y muy estrecha. Parece un gigantesco sumidero, aunque no lo sea, porque el agua se escapa tras el choque con la tierra y recupera de nuevo la corriente que fue. Un puente de hierro muy antiguo la sobrevuela más allá, para franquear la frontera entre Zimbabue y Zambia.

   Sólo dura unos minutos la incursión aérea, pero no será fácil que la olvide. Es más, creo que su recuerdo vivirá lo que yo… 

martes, 12 de enero de 2016

MAMÁ ÁFRICA (32): ARCO IRIS EN SORDINA

La primera imagen de las cataratas Victoria que sale de mi memoria es nocturna. Son las seis de la tarde y, tras abonar el obligado peaje, caminamos en una larga fila india, que junta a gentes de diversa procedencia y hablares asimismo diferentes. Estamos advertidos de que no hemos de disgregarnos, saliendo de la hilera que un guía abre y otro cierra, so pena de tener un mal encuentro con algún animal salvaje o de perdernos en la oscuridad. Con nuestros frontales en la cabeza, debemos de parecer, avistados desde el aire, un largo sucederse de luciérnagas, que se desplazan en procesión dibujando una línea que se curva siguiendo el sinuoso trazado del sendero.
   Un retumbar de fondo nos acompaña, persistente y fragoroso,  monótono, como hecho de una sola nota. Es el mosi-oa-tunya, el humo que truena, una metáfora que nombra a las cataratas con una plasticidad que para sí quisieran los poetas. A veces entrevemos chorros o cortinas de agua que se precipitan desde una altura inverosímil, y a los que la luz lunar arranca reflejos de plata.

   Pero a lo que verdaderamente venimos a ver tan a deshora es  el arco iris. Sólo se puede vislumbrar en la noche cuando la luna está en su plenitud, redonda y llena, y sin que medien nubes que interfieran en su resplandor. Parece como si su gama cromática se hubiese decolorado hasta que todo el espectro hubiera quedado reducido a tonos grisáceos, blancuzcos o más oscuros. De su trazado han huido el color, su contraste y su brillo, y un aire fantasmal lo impregna. Tan es como si no existiera, que las cámaras no lo registran y deja de estar en pantalla tras el clic con que pretendemos fotografiarlo. En el ánimo permanece la incertidumbre de si fue únicamente una ilusión que, no obstante, todos compartimos. De no ser porque la bruma me ha humedecido la ropa, no podría asegurar que esta incursión no haya sido producto de un sueño. Aunque son tantos los que he vivido últimamente que es para dudar de que la realidad exista.

viernes, 8 de enero de 2016

MAMÁ ÁFRICA (31): VICTORIA FALLS HOTEL

A sus puertas nos ha recibido, con el agasajo de una copa de champán que contiene zumo de limón, un individuo mayor, alto, delgado, tocado con sombrero redondo y embutido en una larga chaqueta blanca, abotonada y ceñida por un cinturón, coloreada de lo que ignoro si eran pins o una suma imposible de condecoraciones.
   Sólo nos quedan dos días para finalizar el viaje y este alojamiento, ya en Zimbabue, al pie de las cataratas Victoria, será para nosotros un verdadero reposo del guerrero, que nos compense de pasadas fatigas. Tiene una arquitectura clásica y un aire colonial, con un sabor victoriano, que lo embellece y lo llena de encanto. Sus estancias han conocido a personajes ilustres, cuyos retratos, bustos o fotografías pueblan  salas y pasillos, siempre de una amplitud sin medida.
   El salón que yo prefiero es inmenso, y sale al paso del huésped como una generosa invitación a que interrumpa su camino. Enseguida lo llamé el del piano, porque había uno, que tocaba un músico con admirable virtuosismo y a menudo sólo para sí mismo. Sentado en uno de los muchos sillones y sofás que lo amueblan, respiré una atmósfera antigua, de lámparas, mesillas de maderas nobles, grandes cuadros, ilustraciones de plantas o plantas de verdad, y trofeos de caza, y cortinones… Me pareció que lo único que desentonaba en aquel ambiente ya pretérito era yo, como si un túnel del tiempo me hubiera plantado a principios del siglo XX, sin concederme la ocasión de cambiar de vestimenta.      
    Subí, sólo por el placer de hacerlo, una escalinata que se retuerce según asciende en busca del piso superior. Testuces de herbívoros me contemplaban con estupor, sin un hálito de vida que les anime la expresión. Y aunque no vaya a leer, entro en la sala de lectura, donde hay un libro de visitas con huellas de todos los idiomas.
   Que yo recuerde, nunca antes había dormido en cama con dosel. Un mosquitero desciende de la altura a protegernos, que en África no siempre el peligro viene de criaturas mayores. Es, de puro fino, translúcido, y produce un efecto insospechado, como si estuviésemos simultáneamente dentro y fuera del hueco que acota. Habituado a los grandes espacios, me muevo con cuidado en un baño de reducidas dimensiones y grifería arcaica. Claro que enseguida lo veo de otra manera, nada más recordar los de las acampadas: un váter plegable, como silla de tijera, con un hoyo profundo debajo y una pala y tierra que arrojar sobre los excrementos, todo ello dentro de una caseta como las de playa, pero en tela y cerrada con una cremallera; igual a la de la ducha, cuyo depósito, en forma de cono invertido, se llenaba de agua calentada en una hoguera, según se vaciaba.
   Cenamos en el hotel mirando estrellas y desayunamos bajo ese mismo cielo, que entonces es azul. Es un comedor al aire libre, con un estanque orlado de macetas y palmitos, sombreado de sombrillas y circundado por una zona techada en paja. Para almorzar, desechamos el restaurante noble, aunque para entrar ya no sea necesario vestirse de etiqueta como antaño, y vamos a otro, más sencillo, en el entorno de la piscina. Alcanzar ese punto nos exige atravesar el jardín, que no es menor que un parque. Y allí nos aguardaba la sorpresa.
   Unos facóferos están destrozando un césped muy cuidado. Ni siquiera levantan las hocicudas jetas que revuelven la tierra a nuestro lado, cuando nos topamos con ellos. Ahora, transcurrido un tiempo, sabiendo como sabía del daño que pueden producir sus colmillos y su congénito malhumor, no me explico cómo pasamos tan cerca de ellos, en lugar de ponernos a buen recaudo. Debe de ser que África le cambia a uno la vida.

sábado, 2 de enero de 2016

MAMÁ ÁFRICA (30): ADIÓS, BOTSUANA, ADIÓS

La isla de los elefantes ya no es la isla de los elefantes. Como por arte de birlibirloque, todos han desaparecido, ya no queda ni uno, de la infinidad de ellos que la poblaban en la tarde de ayer, que en mis papeles figura como 28 de julio. Vadearon el río Chobe y se fueron a otra parte, y quizás al hacerlo se cruzaron con su relevo. Porque, en efecto, la superficie que dejaron libre ha sido colonizada de nuevo. Sobre la lisura de su relieve destacan ahora otras moles, cuya envergadura también resulta imponente, aunque sea mucho menor. Son una manada inmensa de búfalos, que pacen a placer. Alguna hembra mantiene cerca de sí a su cría que, a despecho de los cocodrilos, ha conseguido arribar a esa tierra de promisión herbívora,  nadando en medio del rebaño, que así le brindaba protección. Nadie diría de la agresividad de estos animales, viéndolos en tan idílica imagen como la que nos ofrecen.
   No hace mucho que ha amanecido. Hemos dormido en cama y bajo techo, alojados en un hermoso hotelito de planta casi circular y dos pisos, que se levanta escaleras arriba de un modesto embarcadero. Cenamos con quienes nos han preparado las comidas en nuestras incursiones a donde nadie había, sino fauna salvaje, o conducido los jeeps por tortuosos caminos de arena. Se ha creado un vínculo muy especial con ellos y me cuesta decirles adiós. Doy un abrazo al cocinero. Me gustaría agradecerle su buen hacer y el de sus compañeros, y su afabilidad y buen trato, pero sólo me sale disculparme por mi paupérrimo inglés, que no me permite transmitir cuanto siento. Su contestación me conmueve. “Cuando vuelvas –me replica- yo sabré español…”.
   Antes de salir por carretera hacia Zimbabue, damos un paseo acuático. La barcaza que nos lleva tiene dos alturas. Abajo, con los costados al aire, desayunamos sentados en torno a varias mesas; la planta superior, orillada de una bancada de madera, nos sirve de oteadero móvil. Gozamos con el descubrimiento de especies que ya encontramos ayer. Continúan campando por sus respetos, volviendo insaciables a nuestros ojos, como si, con su aparición reiterada, quisieran asegurarse de que no vamos a olvidarlos.
   Ahíto de ver cocodrilos, me precipito, sin embargo, ante cada nuevo descubrimiento, igual de sorprendido que si fuese el primero. Se mimetizan de tal manera en el paisaje que muchas veces sólo los localizo cuando se meten en el agua. Y, no obstante, son monumentales, dan miedo con sólo mirarlos, por más que mantengan la boca cerrada, como esa pareja que hace un momento estaba y ya no está.   
   Estoy consultando en mi guía de aves la identidad de dos que acabamos de dejar atrás, tan estáticas que parecían disecadas. Su porte me decía que se trataba de cigüeñas, y no me engañaba, aunque desconociera sus nombres respectivos. Pero de repente lo dejo todo, y no será hasta más tarde cuando sepa que una era un tántalo africano de pico amarillo y cabeza roja, y la otra una cigüeña de pico abierto, que, abombado en el centro, nunca se le cierra.
   Lo que ha pospuesto mis indagaciones es una voz que, en cauteloso susurro, conmina a mirar hacia la orilla. Cierro apresuradamente el libro de pájaros y me encuentro con varios hipopótamos pequeñitos y uno muy grande, que responden a nuestro interés con total indiferencia. Eso sucede poco antes de que un congénere suyo, que emerge de las profundidades, nos regale una inesperada cabriola. Por un instante, con todo su cuerpo fuera del agua, se asemeja a una ballena. Desde tierra, cinco jirafas no prestan la más mínima atención a ese número circense.