MAMÁ
ÁFRICA (34): IMÁGENES DEL BARRIO DE CHINOTIMBA
Sólo
vemos blancos si nos miramos unos a otros. Hemos abandonado el centro turístico
de Victoria Falls, en Zimbabue, y enfilamos una carretera polvorienta, que
andamos, ya en las afueras. Atrás van quedando edificaciones y descampados,
carriles que se abren en las orillas y no sabemos adónde conducen, y mucha
gente, que no se concentra, que va o que viene, siempre con un saco, una cesta,
bolsas, nunca con las manos vacías. En ocasiones paramos a alguien y le
preguntamos. Las respuestas amables de unos y otros nos encaminan al barrio de
Chinotimba.
Son casitas bajas, a menudo con un huerto,
que dibujan unas pocas calles entrecruzadas. En una zona de escasos comercios,
llama nuestra atención una tienda de
ropa por la morfología de sus maniquíes femeninos, de prominentes traseros.
Algo más allá lo que nos detiene es un
colegio de niños y niñas de uniforme y maestros trajeados. Al principio
pensamos que hemos llegado a la hora del recreo, pues todos están fuera del
edificio, en un espacio muy grande. Pero enseguida nos da la impresión de que
asisten a clase, al aire libre. No se desperdigan ni se distraen en juegos.
Constituye sus aulas el entorno de árboles, bajo cuyas copas se agrupan,
siempre con un profesor al frente. Procuramos pasar desapercibidos, por no
estorbar su magisterio, aunque resulte precaución inútil, pues están muy
centrados en lo que hacen. A mí me traen recuerdos lejanos, de campañas de
alfabetización de adultos en veranos andaluces, cuando enseñaba a leer y
escribir a jornaleros a la sombra de un naranjo e íbamos cambiando de posición
según avanzaba el sol inclemente de mediodía.
La contención del alumnado de la escuela se
vino abajo cuando pasamos por delante de una guardería. Nos topamos con ella ya
de retirada, tras visitar dos mercados techados, uno de ropa, calzado y
utensilios y adornos varios, y el otro de frutas y verduras, ambos con
infinidad de puestos y, sin embargo, muy escasamente concurridos, si no era de
vendedores, casi sin clientela. Los productos del primero parecían made in China; en el de vegetales, sólo
tuve ojos para los frutos descomunales de los árboles salchicha, al menos
mientras no dimos con unos gusanos carnosos, gruesos y secos que, a la espera de que
alguien los comprase, se arracimaban en el interior de cestos.
Pero sin duda lo más memorable sucedió a
nuestro paso por el parvulario. Al principio, los pequeños nos miraban con
indisimulada curiosidad desde la distancia, cobijados en el porche del edificio
de la escuelita. Pero cuando vieron que la maestra se dirigía hacia nosotros
corrieron alborozados a su compás. Parecían, según atravesaban aquella inmensidad
de patio, un bando numeroso de pollitos que no quisieran perderse algo. La
educadora abrió el portón que nos separaba y, una vez que hubimos entrado, nos
obsequiaron, ellos y ella, con un regalo insospechado, el más enternecedor que pudiéramos
apetecer. Durante un buen rato, cantaron y bailaron para nosotros, con una gravedad
que contrastaba con la risa que se dibujaba en sus ojos. Nosotros les
correspondimos con nuestras bocas abiertas y aplausos que sólo terminaron
cuando nos dimos cuenta de que varias furgonetas los aguardaban pacientemente
en la carretera para llevarlos a sus casas...