jueves, 22 de febrero de 2018


LA ARGENTINA QUE VI (13): DEAMBULANDO SAN TELMO

Alguien entona un tango a voz en grito detrás de nosotros, y no se está quieto a un lado de la acera, que lo habríamos visto al sobrepasarlo. Nos sigue, aun cuando no lo haga a posta, coincidimos en la dirección. Giro la cabeza y con todo el disimulo de que soy capaz, busco al personaje. Encuentro a un señor entrado en años y tocado con sombrero. No pide nada, aunque confieso que un instante antes supuse que se ganaría la vida con su arte. Estará contento, o tal vez espante con el canto sus males, pienso. En todo caso, pone música a un barrio que, como el de San Telmo, ya la tiene de por sí, por inaudible que sea.
   Casitas coloniales dibujan calles angostas y empedradas, y un sabor antiguo y popular se adueña del ambiente. Mis ojos todo lo fotografían. Edificios restaurados coexisten con otros que viven su decadencia con señorial resignación. Miro el artesonado de los balcones, rectilíneos y también curvos, con forja de hierro o tallados en piedra. A veces, los ventanales son de cuerpo entero, se abren de suelo a techo, con dos puertas. En los bajos se multiplican los enrejados, que prestan protección cuando no embellecen. Ocasionalmente, el blanco que predomina en las fachadas cede espacio a colores pálidos.
   Emparedada entre dos mansiones blasonadas, una vivienda minúscula de ladrillo cara vista, con un balcón que, sin ser grande, abarca su frente por entero, imposible de puro estrecha, se nos queda en la memoria. Fue la donación que entregaron a sus esclavos, cuando por ley los liberaron, esclavistas de antaño.
   Nos llaman a hacer un alto continuo negocios variopintos y chiquitos de apariencia, aunque si nos acercamos a sus cristaleras vemos que su interior se agranda. Me entretengo en leer algunos rótulos, que vuelven a poner en alerta a mis oídos. Aunque los establecimientos estén cerrados, de sus nombres - La comparsita, Taconeando...- parece que emanasen los compases de la danza argentina por antonomasia.
   En la plaza Dorrego, entramos en un café del mismo nombre y, aposentados al lado de un ventanal, observamos el exterior. Hoy no hay mercadillo de antigüedades, que no es domingo, y ocupan el lugar de los puestos terracitas, sombreadas por árboles frondosos, a la vista de construcciones dispares, aunque todas acaso con más de un siglo a sus espaldas.
   Pero el encanto de fuera está también dentro. No sé por qué este establecimiento me recuerda a un ultramarinos. Mostrador y mesas de madera aparecen literalmente recubiertos de grabados, a modo de diminutas pintadas. Sobre el enlosado del suelo, podríamos jugar a las damas o al ajedrez.  Una máquina registradora, otra, muy vieja, de café y tarros de cristal contribuyen a tintar el local de añejo. Altísima, se diría que una botillería tiene como única función el adorno, y plantea el enigma de cómo ha ido a parar tan fuera de alcance.
   Compiten en las paredes espejos y fotografías de famosos, con un inevitable Borges reencontrándose con Ernesto Sábato tras un tiempo de enfado. Pero también hay cantantes. Los observo. Tal vez alguno esté interpretando el tango que llega a nuestros oídos. Por falta de magia, desde luego, no sería.

martes, 13 de febrero de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (12): ANÉCDOTA EN LA CALLE CORRIENTES

No pensaba irme de Buenos Aires sin verla. Había oído hablar tanto de esa avenida que su andadura sería para mí como pasear por un sitio ya conocido. Pero quería verificar que la idea que me había hecho de ella se correspondía con la realidad. Olvidaba, sin embargo, que la liebre salta donde menos se la espera. Y así sucedió, que la calle Corrientes me deparó una sorpresa no incluida en mis expectativas.
   No fue que, según avanzaba, dejara atrás un teatro tras otro, y que su número sobrepasase todo cálculo. Tampoco me asombró la inimaginable cantidad de librerías que abrían sus puertas a lectores potenciales, ni que fueran en buena parte de viejo, y tan amplias que no bastaría una vida para ojear (menos aún, para hojear) sus existencias. Ni me causó pasmo mirar al suelo y encontrarme un paseo de la fama con sus estrellas, cual si caminase por Los Ángeles. Entraba dentro de lo previsible todo ello, por ya sabido, como también que cada poco me toparía con una pizzería o un café, y la diversidad de estilos de los edificios, y el tráfago de autos en la calzada y el bullicio de los peatones, que éramos incontables.
   Había visto, de pasada, plantificado en la acera, un sillón de barbero de los de antes. Parecía una invitación muda a viandantes sin afeitar o con excesiva cabellera para que lo ocupasen, en disposición de aguardar a que el orondo peluquero que está al lado los adecentase. Luego de dedicarle una mirada fugaz, pasé ante otra escultura sin detenerme, pero unos metros después me paré. Mi subconsciente acababa de advertirme que, en primera instancia, algo, con suficiente entidad como para llamar mi atención, me había pasado desapercibido. En su busca, desanduve el camino andado.
  Enseguida llegué ante una mesa, no pequeña, tras la que se sentaba un individuo con gafas, que fumaba un puro. Reparé en su cara redondeada y su flequillo, que le cubría parte de la frente. Vestía un traje sin mácula, que brillaba, y lucía pajarita. Acercaba a  boca y oreja uno de los cuatro teléfonos de escritorio que tenía ante sí, porque algo decía o escuchaba, ajeno al tráfico que a sus espaldas era intenso o a la muchedumbre que transitaba ante él.
   Por aquellos días principiaba noviembre de 2017, y Puigdemont, el que había sido presidente de la Generalitat, había puesto pies en polvorosa y había ido a dar a Bélgica. Por un momento quise pensar que me había equivocado de país, y hasta de continente, y que estaba en Bruselas, y no en Buenos Aires, y me admiró la habilidad del exmandatario catalán, que había conseguido que los nacionalistas flamencos le erigiesen una estatua. Era un sueño más de la razón, ya lo sé, que a veces produce monstruos. Pero el parecido me resultaba verdaderamente asombroso... 

lunes, 5 de febrero de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (11): PUERTO MADERO

En pleno Buenos Aires, está este puerto. No pone coto a un océano, no es un mar el que le traería barcos. Se trata de un brazo de agua que, salvando esclusas, podrían navegar buques que vinieran del río de la Plata, que se adivina ahí mismo. Lo que fue dársena es hoy epicentro del barrio más moderno y caro de la ciudad.
   De su función como muelle, poco queda. Quizás tan sólo el nombre y unas grúas amarillas que, asentadas sobre bases rojas, y espaciadas, parecen más elemento ornamental o evocador que auxiliar para el llenado o vaciado de las bodegas de los cargueros. Son como garzas del tiempo de los dinosaurios, cuyo tamaño no disminuyera un ápice la finura y la elegancia que son consustanciales a esas aves. Como ellas, reflejan su inmovilidad en la superficie acuática. Por un momento, casi espero que esa calma se rompa al paso de un pez que arponear con el poderoso pico. Cuando, debajo de una de esas máquinas, mido su altura con la vista, descubro en la cúspide un nido que, por sus dimensiones, me recuerda los de las cigüeñas que soportan los tejados de nuestras iglesias. Durante largos minutos, desoyendo las llamadas de mi estómago, que me advierte de que se está yendo la hora de comer, soy espía de ese refugio. Quisiera saber de sus ocupantes, que por fuerza han de ser pájaros bien grandes. Anima mi curiosidad que sea, muy a principios de noviembre, primavera en Argentina.
   Lo veo desde el puente de la Mujer, obra de Calatrava, que se inspira en una pareja que baila un tango. Antiguos edificios portuarios orlan las márgenes del canal. Pero ya no son lo que fueron. Remodelados con mimo, ofrecen ahora servicios muy distintos a los de antaño, mayormente orientados a satisfacer el paladar, si son bajos, o de habitar instalados en el lujo, si viviendas. Tal vez la imaginación se me dispare, pero veo en ellos detalles que me recuerdan el mundo marino. Formas y colores rinden, más allá de su utilidad, tributo a la estética.
   Tampoco el velero fondeado en aguas de escaso calado conserva la función que le fue propia en el pasado. La fragata Sarmiento ha trocado su papel de buque insignia de la Armada por el de museo de navegación. Puerto Madero parece ejemplificar ante nuestros ojos esa máxima filosófica que nos enseñó la escuela y corrobora la vida, donde  nada es y todo cambia.
   Lo que más me sorprendió de este lugar fue Nueva York. Pensaréis que se me ha ido la cabeza o que mis nociones de geografía trastabillan, llevándome al disparate de contravenir el título de esta serie, que sitúa mis andanzas, lejos de EE UU,  en Argentina. Pero talmente es como si hubiera venido a dar a los aledaños de esta zona un retazo de la Gran Manzana. En un punto próximo, se elevan construcciones que rascan el cielo y juegan con la geometría en sus diseños. Son como una agrupación insólita de torres vigía que, en vez de controlar al enemigo, se satisficiesen en tener el mundo a sus pies. Quizás ignoren, en tal caso, que ellos mismos se constituyen en espectáculo: un sitio desde el que mirar que reclama miradas.