viernes, 30 de agosto de 2013

DONDE LA TIERRA SE ROMPE (ISLANDIA, 8)

Pero ya estamos otra vez circulando, la nariz pegada a los cristales del bus, por que nada se nos escape. Y ese vacío continúa fascinándonos con sus ausencias (de vegetación, de vida), en un paisaje salido de las entrañas de la tierra, que durante un buen rato parece sin término.
  Oigo algo a la guía acerca de los pasaportes, pero lo dice en inglés y no sé a qué carta quedarme. Los pasajeros ríen, y pronto yo también, cuando comprendo lo que nos ha pedido. Ha dicho que los preparemos para que nos los sellen y no perder tiempo en el trámite. Sin salir de Islandia, vamos a cambiar de continente, y solo hasta cierto punto es una broma. Este lugar inhóspito es un punto de encuentro, o desencuentro, de las placas tectónicas que sostienen, de un lado, a Eurasia, y del otro a América del Norte.
   Miramos la falla, una fractura que recorre transversalmente el espacio hasta perderse de vista. Es como un cañón pero sin río que lo haya tallado, una rotura en la superficie terrestre, que distancia lo que antes estuvo unido.
   Caigo en la cuenta de que ya he visto este mismo fenómeno, y hace bien poco. Fue en lo alto del roquedo que nos recibió en Pingvellir, en la última parada. Allí, me detuve al borde de una fisura, que era sumamente estrecha, y escruté el fondo. Todo lo que le faltaba de ancho lo ganaba en hondura. Tal era la profundidad que ni aguzando la vista hallé su base, perdidos los ojos en lo oscuro. Deseché la tentación de tirar una piedrecilla y oírla chocar contra un suelo ignoto. Preferí quedarme con la duda de si, como sucedía a los personajes de Julio Verne en el cráter del Snaefellsnes en su Viaje al centro de la tierra, acabaría saliendo por Sicilia.
   Ahora me fijo más y distingo parecidas resquebrajaduras en el yermo pedregoso que se prolonga en la distancia, siempre bajo la vigilancia obsesiva de los volcanes.
   Me tomo mi tiempo para filosofar. Nada es lo que fue, ni será lo que es, en este mundo que no cesa de transformarse, y esa constatación un poco de vértigo sí que me da.

miércoles, 28 de agosto de 2013

PINGVELLIR, EL CAMPO DEL PARLAMENTO  (ISLANDIA, 7)

 Siglos de historia nos contemplan, y un paisaje modelado por la noche de los tiempos, en el sitio de Pingvellir, que andamos. Nos llenamos de naturaleza y oímos ecos del pasado de Islandia, que  tuvo aquí su escenario. Estamos al sur de la isla, a tan solo 45 kilómetros al este de Reykjavik.
   Desplegado en línea casi recta y muy a lo largo, un roquedo elevado, negruzco, hecho de cantiles, enmarca y protege  desde un lateral a un llano amable. Esa planicie, que es poco regular, cae despaciosamente por la vertiente contraria, buscando la cola de un lago, allá donde viene a desembocar un río. Entrega este con mansedumbre su caudal, que brilló antes al saltar como torrente los riscos y se encajonó para atravesar sin tardanza la llanura.
   En la confluencia de río y lago, el agua rompe el herbazal y dibuja isletas verdes y senderos azules. Orillada en la ribera, se estiliza una iglesia con historia.
   Resuenan, a la vista de estos parajes, antiguas voces que nos traen a personajes de antaño. Por los caminos de la memoria llegan gentes venidas de otros puntos de Islandia. Son de los representantes vikingos, que ya en el siglo X eligieron el lugar para la asamblea anual de su  Alpingi o parlamento, cuentan que el primero que hubo en toda Europa y aun en el mundo.
   Imaginamos  a su lögsögumador recitar las leyes desde algún peñasco a los reunidos bajo un sol tibio de verano.
   Cuántas palabras se habrá llevado el viento, qué de acuerdos o de opiniones discordantes, de calma y furia. Y, entremedias, dispersos en la explanada, harían su agosto los mercaderes, formarían corros en torno suyo animadores de toda laya, concertarían bodas familias o casamenteros.
    ¡Tantas presencias invisibles  recreamos, discurriendo por estas amplitudes...!
   Antes de marcharnos, encaramados en un puente de madera, vemos que refulgen monedas en el lecho del río. Hay quien dice que arrojarlas allí garantiza al viajero que volverá. Nosotros nos vamos con el mismo dinero que traíamos. No necesitamos de ningún subterfugio, que ya estamos como presos de un encantamiento. Sabemos de cierto que algún día retornaremos.

domingo, 25 de agosto de 2013

RAUDHÁLSAR, LA MONTAÑA ROJA (ISLANDIA, 6)  

Hace viento y llueve, pero en el pasado el volcán Raudhálsar originó un campo de lava de dimensiones épicas y queremos verlo. El vehículo que nos lleva avanza penosamente, casi se diría que de puro milagro, sobre caminos hechos de guijarros o arenisca oscura, que carretera no hay.
  En derredor, no existe consuelo para la mirada. Marañas de rocas calcinadas se afilan y se ahuecan; adquieren, estrujadas, extrañas formas. Parecen a veces, cabañas que solo alojarían a una persona, y encogida. Son grises o negruzcas, y de cuando en cuando rojizas, que en este desierto se abrasaron piedra y hierro.
   Echamos pie a tierra en la base del volcán. A tierra es mucho decir, solo como frase hecha vale, que tierra no hay. Su lugar lo ha usurpado el magma que salió del cráter. Al encuentro de este último trepamos con dificultad por lava fragmentada, sin senda que nos guíe.
   En ocasiones, sorprendentemente, pisamos suelo mullido. Son líquenes, a los que el paso de los siglos ha dado grosor y apariencia de musgo, y que se han aposentado en este pedrero sombrío. A completar el prodigio acuden otras plantas minúsculas, incluso florecidas, de una delicadeza que no casa con la brutalidad circundante.
   Nos agachamos a examinar alguna piedra pequeña, y pesa bien poco. Son porosas, como si, salidas del fuego, llegasen  al aire sin densidad, con su consistencia quebrada, como cáscaras vacías.
  Arriba nos aguarda la caldera. Es un hoyo inmenso, y algo de miedo da pensar que ahí pudo haber empezado todo este descalabro. Casi impresiona más, sin embargo, volver la vista atrás, hacia los campos de lava que, abajo, no dan tregua a la pupila hasta más allá del horizonte.
   Antes de salir de ese entorno, que parece fruto de la maldición de un dios enfurecido con la tierra, nuestro vehículo se detiene de nuevo, en medio de un gigantesco anfiteatro, cuyos paredones son de arena oscura. Un reborde negro  recorre longitudinalmente su altura y sus laderas se salpican de rojo. Es una cantera de áridos, nos dicen. Una huella humana en un paisaje primigenio, pensamos.
  Marte –el planeta, quizás también el dios- se resistirá en los días que vendrán a abandonar nuestras retinas.

jueves, 22 de agosto de 2013

DEILDARTUNGUHVER (ISLANDIA, 5)

Estamos no muy lejos de Borgarnes. Aunque suene a ficción, el día de hoy, 12 de agosto, es de sol. La luz, viva, hiere los ojos y saca lo mejor de estos parajes. Enfilamos un panorama en verde, bordeado de montañas oscuras pespunteadas de neveros blancos. Distinguimos bosquetes de abetos y extensiones de abedules enanos confundibles con matorrales.   No sé cómo definir la tonalidad que han adquirido los ríos (siempre hay uno a la vista). Decir azul es quedarse corto, pues lo son más que el cielo. Y choca tanto más cuanto que ayer fueron, y volverán a serlo mañana, cuando retornen las nubes, de un gris tan acerado como el frío.
   En un punto del paisaje, parece concentrarse una humareda. Pero eso es solo si la vemos de lejos. A medida que nos acercamos, ya nos vamos haciendo a la idea de que tiene la consistencia de la bruma, y no entendemos que se concentre en tan poco espacio, rodeado de un entorno despejado.
   Pero estamos en el país de nunca jamás, donde hasta es posible que el agua hierva sin que nadie la ponga al fuego, que es lo que sucede delante de nuestros ojos. Burbujean los manantiales,  recién salidos de la tierra, a una temperatura que alcanza los 100º.
   Seguimos a pie estrechos cauces por los que fluye, prado adelante. Despide un vapor tan espeso como la niebla más cerrada, y nos perdemos unos de otros en ella, por más que nos juntemos.   
   Huele parecido a azufre, ligeramente a huevos podridos, como cuando nos duchamos o abrimos el grifo del agua caliente, que proviene de lugares como este, y mucho más a lo grande, de donde la obtienen, para conducirla durante kilómetros hasta las ciudades, con el auxilio de tuberías. Un servicio que presta gratuitamente el subsuelo y que los islandeses aprovechan, como podríamos hacer nosotros con el sol de España.
   Acabamos de conocer la central geotérmica Deildartunguhver, que es mucho más pequeña que su nombre y que, no contenta con producir energía, cultiva, en un invernadero anejo, tomates. Los venden mediante un procedimiento de dudoso resultado en otras latitudes, o sea, sin vendedor. Están expuestos en un cajón, al abrigo de inclemencias, y al lado hay un buzón para depositar honradamente el dinero que cuestan. No compramos, pero quizá debimos, tenían muy buena pinta.

lunes, 19 de agosto de 2013

DE AKUREYRI A BORGARNES (ISLANDIA, 4)

Viajamos del norte al suroeste de Islandia, en un minibús de línea regular, sin turistas. Son cinco horas para trescientos trece kilómetros. Estamos cansados, pero mantenemos los ojos muy abiertos.
   Nunca hasta hoy me había sobrecogido el alma tanta soledad. Y no porque esté solo, que es el paisaje el que transmite esa sensación. Avanzamos por valles despoblados y sin árboles, verdes gracias al agua, que nunca falta, ya corra como río, ya se remanse en lagunas o caiga del cielo. A los lados,  se elevan siempre grandes montañas, a menudo desmochadas por la niebla.
   Muy de cuando en cuando, un pato o un cisne se pierden en esta inmensidad. Pastan en libertad dos o tres ovejas, que nunca forman con otras rebaño, o minúsculas manadas de caballos: un ganado que no es salvaje únicamente porque alguien sabe que le pertenece.
    Diseminadas en la distancia, sin verse entre sí, ni siquiera en el humo de las chimeneas por alto que ascienda, llaman inopinadamente a la mirada granjas pintadas hasta en los tejados de colores vivos – verde, azul, rojo...-. Quizás sea una forma de hacerse notar, tal vez una manera de alegrar su vivir solitario.
   Ante un panorama así, no extraño que antaño hayan poblado estos parajes de elfos y trolls, que, si les daban miedo, les harían sentirse, al menos, acompañados.
    En algún punto de este páramo infinito, una chica aterida aguarda el paso del microbús, que se detiene a recogerla justo donde el camino  viene de una granja a desembocar en la carretera. No sé cuánto tiempo llevará ahí, pero tiene helada la mirada y lágrimas en los ojos, que no son de pesar, sino de frío. Estamos en pleno estío, no consigo imaginarla en lo más crudo del invierno, cuando la claridad del día se mantiene tan solo unas horas y la noche y el hielo se adueñan de los días.
    Un pensamiento recurrente me asalta a la vista de este paisaje desolado, casi sin seres que lo habiten. Me da por suponer que cada cosa estará en el mismo lugar en que la encontraron, allá por el siglo IX los descubridores de Islandia, pues apenas ha habido actividad humana que alterara estos parajes en el transcurso del tiempo.
   Casi siento que estoy explorando la eternidad.

viernes, 16 de agosto de 2013

EN GODAFOSS, DONDE EL AGUA SE VUELVE LEYENDA (ISLANDIA, 3)

Acabamos de dejar atrás un lago lleno de encanto y de sosiego. Su superficie se aquieta hasta tal punto que semeja una pintura realista del monte que se eleva a uno de sus costados. Su identidad es para mí un misterio, no encuentro en el mapa el topónimo que lo rescate del anonimato. Está viniendo de Akureyri a Myvatn, próximo a Godafoss, que es donde detenemos nuestra prisa para ser testigos de la que traen otras aguas.
   Como no podía ser menos dado su nombre (en islandés significa “cascada de los dioses”), tiene esta catarata su leyenda, que ya la volviera hermosa si de por sí no lo fuera. Cuenta esa historia que un personaje del año 1000, responsable como orador de leyes de que Islandia abrazase el cristianismo, arrojó allí las imágenes de las antiguas divinidades. Pero aunque no haya sido así, merecería llamarse igual, pues quien la contemple presenciará un espectáculo digno de una deidad.
   La  observamos frente por frente, cercanos, desde arriba, manteniendo un equilibrio precario. El terreno que nos sustenta es, como volcánico, rocoso y cortante, y está siempre húmedo, además. Y es inútil buscar el apoyo de una pasarela o una barandilla, que no hay otra protección que la que cada uno se brinde a sí mismo tomando precauciones para no precipitarse en el abismo. Estamos en medio de una naturaleza en estado puro, que es como más gusta admirarla.
   El agua, erigida en protagonista absoluta, se detiene un instante en la altura y, antes de caer, se arremolina, vuelta toda ella impaciencia. Pronto se precipita con fuerza al vacío que la aguarda, escindida en tres colas de diversa anchura por un roquedo con el que aún no ha podido. Parte de su caudal se transmuta en vapor y asciende de lo profundo, como un cendal que velara levemente el cantil que ha saltado. El resto, que es lo más, como animado por haber salvado el obstáculo, corre sin mesura y entre fragores, emparedado por la lava, sobre un lecho pedregoso.
   Que Thor y Odín me perdonen, pero por hoy nada tengo que envidiar a los dioses.

miércoles, 14 de agosto de 2013

DIMMUBORGIR, UN PAISAJE  DISLOCADO (ISLANDIA, 2)

Estamos en medio de un laberinto de lava negra.
   Un cataclismo de erupciones mayúsculas hubo de ocurrir hace milenios para que exista el espacio atormentado que pisamos. Lo revelan el color negruzco del guijo bajo nuestros pies, que es el mismo que el de los peñascos que nos rodean, y las formas de esos canchos, como salidas de una tortura. Parece que la tierra pidiera auxilio.
   Hay cavernas que, más que ofrecernos refugio, anuncian la morada de algún ser infernal. Quizás no en vano se atribuyera en tiempos pretéritos a Dimmuborgir ser punto de enlace entre el mundo y el submundo. Y es que hay leyendas que, aunque no sean verdaderas, merecerían que se les otorgase una cierta credibilidad
   Se tuercen y se retuercen las rocas, como en un grito telúrico. Sus aristas hieren las pupilas, que, miren a donde miren, siempre acaban por tropezarse en ellas.
   Sentimos que una vigilancia inquietante se cierne sobre nosotros. Ojos huecos dibujados en la lava nos observan desde sus cuencas vacías, que son del color gris que hay hoy en el cielo.
   En derredor, se extienden campos que duran kilómetros, donde la hierba ha sido sustituida por la oscuridad del magma, y todo es desolación. Tanta, que extraña no ver aparecer de pronto el Curiosity de la NASA explorando estos parajes.

   A DENDA. No lejos de este lugar carbonizado habita, sin embargo, la vida. Un lago de inusuales proporciones la cobija. La misma hecatombe que produjo Dimmuborgir  modeló a Myvatn, que así le llaman. Es un verdadero mar interior, que abraza montes y alberga cisnes trinadores, y no se deja abarcar por otra mirada que no sea la de las oscuras cumbres volcánicas que lo rodean, lejanas y sobrecogedoras.

lunes, 12 de agosto de 2013

EN LA BAHÍA DE SKJÁLFANDI, ISLANDIA

Los ojos se me habían ido a los acantilados que, neblinosos y lejanos, ponían límites a una bahía infinita. En el mar, que era donde debía mirar, no acababa de pasar nada. Mi atención se concentraba, pues, en las numerosas cataratas con que la tierra tributaba agua al océano desde la altura. La embarcación se bamboleaba a efectos del oleaje y empezaba a sentir  algún síntoma, leve todavía, de mareo.
   En busca de avistar cetáceos con que alimentar nuestra memoria de lo insólito, habíamos partido, una hora antes, del pequeño puerto de Húsavik, al norte de Islandia, revestidos de un impermeable amarillo y encastrados entre un grupo de asiáticos, tan curiosos y excitados como nosotros mismos.
   A la cita se había presentado con prontitud un bando de delfines, pero no las ballenas. Quizá no las llegásemos a ver, pensaba yo. A fin de cuentas, son animales salvajes y no monos de circo, y en eso reside la aventura de estas excursiones, cuyo desenlace no puede resultar totalmente previsible.
   Y de repente, sucedió. Un alarido que salió de muchas gargantas, donde asombro y  admiración se unían, me sacó de mis divagaciones. A estribor, a una treintena de metros, había una ballena jorobada. La visión duró solo un instante, y no vino precedida, como suele ser habitual, de chorros de vapor indicativos de la presencia de un corpachón de 30 toneladas que se desplaza bajo la superficie marina. Surgió repentina de las profundidades y, como si quisiera transmutarse en ave, voló por espacio de un instante. En la retina quedó su figura al completo, como un milagro que contraviniese las leyes naturales.
   Después nos sorprendió por popa cuando la esperábamos a proa, anunciándose con un movimiento de agua que fue como una marea que nos puso en aviso. Luego vinieron lomos arqueados fuera del mar, géiseres que delataban una respiración mayúscula, o solo la enorme cola como última visión antes de que desapareciera. Hasta su ser grupal nos mostró, navegando varias, una tras otra, con tal disciplina que semejaban una sola, repetida como engaño de la vista.     
   El frio era intenso en un Atlántico ya vecino del Ártico, pero cómo no dar por buenas las tres horas de travesía...

viernes, 9 de agosto de 2013

PUDIN DE ARROZ BLANCO

Hacía tanto calor que decir que era de justicia sería desmerecerlo. El agua del motor borbotaba como si reclamase un mayor auxilio del ventilador. Este ponía todo de su parte, sin darse un instante de tregua. Estábamos en carretera y, más que circular, navegábamos encima de asfalto fundido, como sobre  un río hirviente de chapapote.
   Agosto y Jaén componían el peor momento y escenario posibles para una metedura de pata como la que, específicamente yo, iba a cometer cuando, llegada la hora del almuerzo, aparcamos el coche delante de una venta orillada a la derecha del camino.
   En la carta que nos mostró un solícito camarero decía judías con perdiz, y me pareció una buena elección. Pese a haber estudiado filología, no caí en la cuenta de que, fuera de Asturias, judías, a secas, sin el añadido del adjetivo, no son judías verdes, como sí sucede, en cambio, en tierra de Pelayo. Incluso cuando me vi ante un platazo humeante de alubias pensé que el error había sido de quien me había tomado nota y no mío.
   Creo que en ese mismo instante empecé a soñar un recuerdo que me asalta puntualmente cada verano, el del pudin frío de arroz blanco, invención debida a mi madre que no podríais degustar en ningún restaurante, si no es en el que cada uno tenéis en vuestra casa, pues a partir de ahora sabréis cómo se cocina. Mirad si es apetecible para días de calor, y qué fácil de preparar.
   Supongo que sabréis hacer el arroz, procurad que no se os pase. Disponed en una bandeja una capa como de un centímetro de grosor y mejor si adopta forma de un círculo, cuyo diámetro dependerá, por fuerza, del número de comensales o de cuanto sea su afán por engullir. Encima, colocad una tortilla francesa extendida, como si fuera una filloa (frisuelo en bable, crep en Francia o, como galicismo, en español), recubierta a su vez con tomate frito. Luego vendrá otra lámina de arroz y, sucesivamente, dos estratos más, estos de bonito desmigado y mayonesa. Reaparecerá a continuación el arroz y, ya como colofón, el conjunto se tintará de amarillo, con un nuevo toque de mayonesa, salsa en la que no encuentro motivo para escatimar.
   Servidlo bien frío, que, además de dar gusto al paladar, os refrescará la boca. Saborearlo os reconciliará con el estío, por asfixiante que sea. Sobre todo si os acordáis de mí comiendo habas con perdiz en agosto y en Jaén. 

miércoles, 7 de agosto de 2013

LA SOMBRA DE LO QUE FUIMOS, de Luis Sepúlveda

¿Sabíais que se puede “conversar un vino”? Yo lo he hecho muchas veces, pero desconocía que se le llamara así. Es una manera de decir el español en Chile, que he aprendido leyendo esta novela.
   Con o sin botella delante, dialogan casi sin pausa sus protagonistas. Acaban de reencontrarse, muchos años después de cuando eran jóvenes y militaban en organizaciones de izquierda en tiempos de Allende y fueran condenados a la represión y el exilio por la dictadura de Pinochet. Se la van a jugar en una última misión cuyo objetivo no se desvela hasta las últimas páginas. Pero qué importa, si disfrutamos con cada cosa que dicen o que les pasa. A ellos y a otros, porque el argumento no se escribe solo al compás de sus voces.
   Sin descuidar a los personajes secundarios, que adquieren singular relevancia, desde el otro lado, el de la Ley, que desconoce lo que van a hacer los conjurados, hay un devenir paralelo, el de dos ratis (detectives, policías) no menos entrañables que ellos. En esta peculiar pareja, se amalgama la experiencia, teñida de bonhomía, de él, ya próximo a jubilarse, con la ingenuidad de ella, recién salida de la academia. Ambos propiciarán un segundo desenlace, tan en clave de justicia poética como el primero, con el que culmina la acción de los actores principales.
  Antes de alcanzar ese punto y final que son dos, salen a la luz revelaciones de un pasado de represión y abusos (se queda corta la palabra), traídos a cuenta en ocasiones de una forma un tanto original: imaginando un crucigrama que pone nombres a las fechorías del golpismo, por ejemplo; o rememorando a víctimas que desfilan como Santa Compaña en Galicia.
   Pero esa evocación de la infamia, y sin que pierda por ello dramatismo, coexiste con el relato de anécdotas y comentarios, que nos hacen sonreír. La comicidad viene de la mano de un humor que, de no ser por la ternura que lo envuelve, entraría a menudo en el surrealismo. Cómo no tachar de tal, por ejemplo, la conversación, vía correo electrónico, entre dos de los sexagenarios personajes, con su mezcla de maquinaciones clandestinas e improbables búsquedas de amor...
   Su maestría descriptiva, con un detallismo llamativo, centrado a menudo en aspectos un tanto peculiares, la polifonía de sus voces o sus tramas en paralelo, no impiden que esta obrita se lea rápido. Pero mejor no hacerlo así, porque hay que saborear su lenguaje (y, si viene al caso, las comidas que se mientan), responder a los guiños del narrador, dar tiempo a que se nos humedezcan los ojos o a que aflore la risa.
   A mí, contraviniendo la máxima de que lo bueno, si breve, dos veces bueno (Baltasar Gracían dixit), se me ha hecho corta. Me lo estaba pasando muy bien mientras duró. Claro que enseguida me di cuenta de que podía poner remedio a haber llegado al final: con la relectura verifiqué, una vez más, que siempre es posible descubrir algo nuevo en lo ya visto, que merece la pena  ahondar en el disfrute.

sábado, 3 de agosto de 2013

Y HABLÓ RAJOY

Compareció ante el Parlamento y dijo que su equivocación había sido confiar en Luis Bárcenas, confianza que mantuvo, señaló, hasta que salieron a relucir sus cuentas millonarias en Suiza. Él nunca supo nada de sus tejemanejes.
   Yo no creo que haya tenido el señor Rajoy tamañas tragaderas. Y conste que soy consciente de que, más que en elogio, deviene esta declaración en vilipendio para él. Casi hubiera sido mejor pensar que la persona que ostenta la presidencia del Gobierno de España es un inocente, un cándido, un benditón al que resulta muy fácil engañar porque no se entera de la misa la media, incluso aunque la oficien amigos y conmilitones suyos, como el tal Bárcenas.
   Yo, sinceramente, lo supongo más avispado. Téngase en cuenta que aprobó en su día la oposición a registrador de la propiedad, que debe de dar mucho de comer, cuando él mismo ha proclamado que no se había allegado a la política para enriquecerse.
   Claro que, si no es tan crédulo como argumenta, entonces la cuestión se pone aun más peliaguda, porque ya es otro el problema.
   Le han pillado, además, en una mentirijilla (¿o también ha cometido un error al decir lo que dijo?). Es que, según él mismo, dejó de confiar en Bárcenas tan pronto tuvo noticia de que había puesto unos cuantos millones a salvo en bancos helvéticos, y esa aclaración no cuadra con el sms que le envió al susodicho ¡dos días después de hacerse públicas las cuentas de este!
   El texto no denota, precisamente, indignación por su (presunto) proceder, o, simplemente, ruptura de la amistad: “Luis. Lo entiendo. Sé fuerte. Mañana te llamaré. Un abrazo”, señalaba el mensaje que entró el pasado 18 de enero en el móvil del tesorero infiel.
   Por otra parte, qué mala impresión produce que, para responder a las preguntas y demandas de la oposición parlamentaria, lea un escrito, obviamente redactado con anterioridad, cuando tales cuestiones aún no le habían sido formuladas. Una forma de rehuir el debate y la clarificación que no le deja, ciertamente, en ningún lugar que sea bueno.
   En fin, que no.