lunes, 19 de diciembre de 2016

“EL MUNDO PERDIDO DEL KALAHARI”, de Laurens van der Post

Este libro es un relato novelado, lírico, si no tierno sí enternecedor; también épico y, en mayor medida, dramático. Una evocación nostálgica, hagiográfica, que pasa del retrato embellecedor y el enaltecimiento de la actitud vital de los bosquimanos, a un cierto sentimiento de culpa, no individualizado, no personalizado en el autor, pero del que se siente familiarmente partícipe. Contrasta la visión idílica del bosquimano con la pintura de la acción aniquiladora, despiadada, de europeos y de tribus negras que, estableciendo una pinza, desde el sur y desde el norte, presionan y expulsan a este pueblo de su territorio ancestral.
   Podría tacharse a Laurens van der Post de parcial en cuanto al punto de vista, de idealización en el retrato de unos y demonización de los otros. A mí me parecen su descripción y la búsqueda que emprende en pos de los últimos bosquimanos un homenaje casi póstumo y de justicia, aunque a estas alturas tan sólo pueda ser poética.
   También se hacen presentes conflictos psicológicos, centrados en uno de los miembros de la expedición, que la dificultan con su carácter cambiante, atormentado y caprichoso. Y la dureza de la andadura, con jornadas extenuantes y complicaciones que les plantea el entorno (moscas tse tse, desbordamiento de zonas pantanosas…). Se nos muestra una naturaleza desbordante, de animales peligrosos y árboles atormentados, como ve a los baobabs, o bellos (los mopanes).
   Nos topamos con leyendas que remiten al principio de los tiempos, cuando se vivían los mitos, que no eran tan sólo historias hermosas, como la del pájaro de la miel. O que siguen incidiendo en el hoy de las gentes (para acudir al corro de los espíritus deben ir limpios de sangre). Me han llamado la atención el papel del hechicero y el remedio para expiar la culpa, con una carta enterrada.
   Resulta por de más admirable el retrato del bosquimano salvaje del Kalahari, de sus hábitos y conocimientos, de los restos de sus pinturas, de los lugares que habita (ba)…

   Leía y al cabo de un rato lo dejaba. No era que me aburriera, ni que fuera un relato complejo. Me costaba parar de leer, pero pensaba que así me duraría más, porque siempre estaba interesante. Era pura avaricia, no quería consumirlo todo de una sentada, ahorraba páginas para después. Me costaba, porque me gustaba mucho.

domingo, 11 de diciembre de 2016

"DESDE EL CUARTO DE AMADORA"

Es el título de una novela que acabo de publicar en Amazon. Empieza así:

            “Recuerdo que era 1937, y noviembre, y el campo se hallaba enteramente cubierto de amapolas…”.   
            Estábamos sentados en el cenador de piedra del jardín de los tilos. Entre nosotros y el cielo, las ramas de los árboles entretejían una techumbre protectora. En torno, una espesura de aligustres dibujaba un círculo mágico, que nos dejaba fuera del mundo exterior e invitaba a huir del mundo presente.
            Mi tío interrumpió su relato, apenas iniciado, para ponerse a buscar tabaco, como si necesitase de toda su concentración en aquel empeño. Su mano derecha había abandonado el brazo del sillón de enea sobre el que descansaba  y hurgaba ahora en un bolsillo, con un movimiento sólo en apariencia torpe. Le gustaba alisar el cigarrillo, retorcido a veces casi hasta la rotura por su estancia entre los pliegues de la ropa. Y eso hizo también en esta ocasión, situándolo, como de costumbre, entre las palmas de las manos, e imprimiéndole, así aprisionado, la leve rotación que le devolviese su forma original.
            Yo meditaba, mientras asistía en silencio a aquella liturgia de fumador. La mención a las amapolas había rescatado de mi memoria trigales amarillos pespunteados de escarlata. “Las amapolas –pensé- florecen en primavera, o en verano”. Pero aguardé a que culminase su tarea para hacer esta observación, con la certeza de que tendría que rectificar el tiempo en que daba comienzo a su historia.

   No os cuento más. Si queréis saber lo que viene después, deberéis haceros con la novela. Para ello, pinchad en el enlace que sigue. Ahí, además de proporcionaros información de interés, se os indicará cómo habéis de proceder. También podréis ver  opiniones que van dejando algunos lectores o manifestar las vuestras en el futuro:



Por de más está deciros que os agradecería que me ayudaseis divulgando entre vuestros contactos la noticia de la publicación. Ya sabéis, nadie escribe para sí mismo. La literatura, como cualquier otro arte, trae consigo la necesidad de compartir lo creado...

miércoles, 7 de diciembre de 2016

POR EE UU (y 25): UNA IMAGEN PARA UN FINAL




Despido esta serie de relatos sobre el viaje a la costa Oeste de los Estados Unidos con una fotografía. Quiero que os quedéis con una sensación grata. La de estas casitas que, en su empeño por mirar al mar, flotan sobre las aguas. Me veo detrás de sus cristales, a la par de un ventanal, sentado en un sillón de orejas mullido por el tiempo, o ante una mesa de estudio, afanado en escribir o leyendo lo que escribieron otros. De cuando en cuando, los ojos se me van al azul oceánico o se pierden en un cielo que no estorba una nube. A veces, se quedan prendidos en el verde de la vegetación que bordea los canales. Se fijan en si se mueven sus hojas o sus ramas, porque entonces sopla el viento, o en si la calma los mantiene quietos. Quizás salga afuera y suba a una lancha y reme sin prisas. Emprenderé en tal caso un paseo acuático que no me llevará lejos y me recreo en las vistas que me ofrecen las orillas, como si fuese la primera vez que se deslizan a los costados de mi barca. A menudo descubro algo que no estaba, o que sí, pero que había olvidado: un nido, una flor, un árbol seco. Agradezco a un pájaro que llene el aire de música, o es el silencio lo que colma mis oídos y me ensimisma. Acaso, según paso, salude a un vecino que se solaza en su terraza, es posible que detenga la navegación para conversar. A lo mejor, en medio del sosiego, hablamos de los orígenes de este asentamiento, que poblaron artistas y bohemios hace decenios… Son vivencias que me traigo conmigo de los aledaños de Sausalito, donde, durante tan sólo instantes, a la vista de estas viviendas, tantos sueños soñé…

jueves, 1 de diciembre de 2016

POR EE UU (24): EL BOSQUE MUIR

Cercano a San Francisco, está el bosque Muir.
   ¿Se habrán encontrado con el cielo?, piensas ante árboles de alzada inverosímil y rectitud sin concesiones. Y no hallas respuesta, porque no vislumbras el final de a donde llegan estas secuoyas que miras.  Ampara la incógnita la niebla que vela sus copas. Condensada en las acículas, allá arriba, se vuelve agua y cae como si lloviera a cámara muy lenta. Cientos de metros más abajo, las esperan raíces sedientas, que trazan un entramado venoso, no siempre soterrado. La bruma, omnipresente, como una nube sobrevenida, riega la tierra en despacioso goteo. No hay estación seca que anule ese prodigio. Puede que el río que atraviesa el bosque se vea reducido temporalmente a arroyo, pues precisa de fuentes de mayor caudal que lo hagan, pero el suelo siempre estará húmedo. Sin duda a ello se debe que lo tapice un manto verde de plantas menores, ortigas y helechos, musgos y acederillas. Hasta laureles o arces crecen en la buena vecindad de los gigantes que, casi desprovistos de espesura que estorbe su vertical huida de la superficie, no impiden a la luz descender a sus pies.
   A veces, me gusta susurrar palabras a los árboles, aunque no esté mal de la cabeza. O sentir su lisura al tocarlos con las yemas de los dedos. Aunque quizás no sea buena idea con las secuoyas. Me parecieron poco amigas de caricias. Me disuadía esa corteza, que se engrosa y se rompe longitudinalmente en infinidad de canales diminutos, una rugosidad que lastimaría al tacto si buscase el halago. Es rojiza de color, como alimentada de un fuego que fuera ya tan sólo rescoldo.
   Reclama cada tronco su espacio. Separados los unos de los otros, marcan distancias y ofrecen toda una lección de perspectiva, que llama a mirar lejos. La mayoría se espigan como adolescentes desgalichados, que necesitaran poner toda su energía en ganar  altura y descuidaran el aumento en corpulencia. Pero de cuando en cuando hemos de dilatar la pupila para abarcar perímetros que escapan a cualquier abrazo, aun siendo tres quienes nos enlacemos para darlo. Atesoran siglos estos monumentos de la naturaleza, que nos recuerdan nuestra propia finitud. Quizás si nos internásemos en alguna de las enormes oquedades que los horadan podríamos ir al encuentro del pasado y se nos revelase su secreto de lo vivido. En cualquier caso, el término de nuestro paseo no deja de ser el retorno de un viaje en el tiempo…