LA MUJER DE LA SILLA DE
RUEDAS
Iba por el centro de la
ciudad espoleado por una de mis prisas, que, no obstante, había de retener. La
acera no era muy ancha y que estuviera muy concurrida no ayudaba a avanzar con rapidez.
Y todavía hube de ralentizar, enseguida, aún más, mis pasos. Acababa de
encontrarme con una silla de ruedas, cuya marcha era más lenta que
la mía.
En cualquier otra
circunstancia, hubiera hecho malabarismos por sobrepasarla. Pero no lo hice:
algo había en ella que me llevó a acompasar mi andar al suyo, y no fue su
ocupante. Éste era un anciano que mostraba signos evidentes de hallarse
imposibilitado para desplazarse por sí mismo. Nada que resultara extraño. La
población envejece y cada vez se vuelven más notorias en las calles de nuestras
ciudades las consecuencias de esa longevidad. Así que no fue eso lo que llamó
mi atención y aplazó por un momento mis urgencias. Es que había reparado más en
quien empujaba que en su carga.
Todo en aquella mujer
denotaba lo penoso que le resultaba el esfuerzo que hacía. Fijaba la mirada,
como si la hubiera perdido en un infinito cansancio. Inclinaba el cuerpo hasta
dibujar una pronunciada curvatura en el aire y las manos, nervudas y
engarfiadas, se agarraban de tal modo a la barra trasera de la silla de ruedas
que más parecían aferrarse a un andador buscando sujeción para no dar con sus
huesos en tierra que un asidero para impulsar el vehículo hacia delante. No
debía de pesar casi nada, pues la carne apenas le daba para cubrir el esqueleto.
Coronaba su pequeña figura una mata de pelo ralo y blanquecino. La boca se le
abría sin hablar, tan solo jadeaba por la fatiga. Calculé que no volvería a
cumplir los ochenta años.
No podría decir si había
más de ternura o de patetismo en la escena. De lo que sí estoy seguro es de que la una y el otro estaban presentes.