lunes, 29 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (A MODO DE COLOFÓN)

Tantas cosas se me han quedado en el tintero de mi viaje a Japón, tantas vivencias experimenté y no he descrito, que, pese a que había dado ya el relato por terminado, vuelvo sobre mis pasos y escribo un último artículo.
    Para decir, por ejemplo, que en Tokio fuimos al teatro, a ver una escena de kabuki, una dramaturgia tradicional. El montaje era simple, con largos monólogos, a menudo semicantados, y  esbozos de danza. Me gustó el decorado, un árbol que cobijaba todo el escenario con sus grandes ramas, y lo elaborado del vestuario. Sentí no entender el japonés, seguro que habría compartido las risas con que el público festejaba la actuación.
    Y desde lo alto de una torre de comunicaciones, que se anuncia como la más elevada del mundo, supimos cómo es una ciudad en cuyo centro viven 13 millones de habitantes, o lo entrevimos, porque ni desde allí arriba se abarcaban por completo sus límites.
   También en el mercado de pescado encontramos materializada la noción de desmesura. Es una nave tan inmensa que caben en su interior calles y calles, que se entrecruzan o se pierden en perspectivas lejanas. Las dibujan puestos donde, más que vender al cliente, deben de redistribuir mariscos y peces a todos los restaurantes y pescaderías de la capital y aun del país. El muestrario es infinito, y no entendemos cómo los océanos pueden dar tanto de sí, ni cómo hay suficientes japoneses para comérselo todo, por mucho que les guste el sushi.
   En Matsumoto visitamos un  antiquísimo castillo de madera. Ningún español pensaría al verlo en una fortaleza. Parece una pagoda de seis pisos, aunque uno, el secreto mejor guardado, no se distinga desde fuera. Los tejados van disminuyendo progresivamente en tamaño y con ellos las estancias diáfanas que techan. Las escaleras son de agárrate, y no es hipérbole, que recurrir al pasamanos resulta indispensable. Al exterior se mira por unas ventanas diminutas y cuadradas, o alargadas, si son troneras. A su través vemos lo que antaño fue foso y es hoy muy ancho estanque, vivero de grandes carpas, donde, además, algún cisne se pavonea.
   Hicimos una incursión a los Alpes Japoneses. Tomando primero un tren y luego un autobús no apto para cardíacos, llegamos a Kamikochi. La estrella paisajística se sitúa donde un puente atraviesa el ancho de un río rodeado de cumbres. Un haz de senderos parte hacia bosques donde los árboles se cuentan por millones, salva aguas limpísimas mediante una red de rústicas pasarelas, nos acerca a los patos salvajes que nadan la superficie. Del sotobosque nos llama la atención una planta, parecida al maíz que no es, y que no deja ver el suelo durante kilómetros. Pero sin duda lo más espectacular es elevar la vista a las alturas y encontrarse con el cúmulo de cimas que, siempre verdes, nos circundan.
   El cementerio budista, con apuntes sintoístas, de Koya-san pondrá punto final a estas evocaciones. Nos recuerdo paseándolo una mañana de paz, entre cedros gigantescos que elevaban al cielo los ojos y monumentos funerarios que los devolvían a tierra, y entre estos últimos, infinidad de estatuillas de piedra con baberos de tela y ofrendas a sus pies… 

viernes, 26 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (y 13): DE UN TIEMPO AIRADO

¡Qué susto! Eran nuestras últimas horas en el santuario budista de Koya-san. Por la noche, como el edredón abriga más de la cuenta y no hay aire acondicionado, dejamos abierto un ventanal.
   Yo no lograba conciliar el sueño. La culpa la tenía la lluvia, que caía sin pausa desde el atardecer, y con una intensidad que no recuerdo igual. En ocasiones parecía disminuir, pero como para dar pie a una ilusión vana, pues cuando ya cerraba los ojos, tranquilizado, volvía a arreciar. No llovía a cántaros, sino a raudales, azotando con fuerza cuanto hallaba a su paso. Un par de veces me levanté del futón para comprobar que el enorme alero del tejado impedía que se inundase la habitación.
   Pero lo que me preocupaba sobremanera era la que podía armar fuera semejante diluvio. Estábamos en unas montañas recónditas, alejadas de todo. Para descender a los valles que nos llevarían a Osaka en nuestra penúltima jornada en Japón, debíamos tomar un autobús, que transitaría una carretera estrechísima, llena de curvas y cuesta abajo, con muy acusadas pendientes, que se harían vértigo en el funicular que las seguiría, y el primer tren que vendría a continuación, si conseguíamos llegar hasta él, trasegaría por una vía en la que solo él tenía cabida, pues se abría paso con dificultad entre laderas plenas de espesura.
   Yo temía el desbordamiento de arroyos, la salida de madre de los ríos, que algún árbol gigantesco, reblandecida su base, se desplomase sobre la carretera o las vías, o un argayo, y que no pudiéramos salir de donde estábamos.
   En otra circunstancia, con más tiempo por delante, solo sería un inconveniente en el viaje. Pero es que debíamos llegar a Osaka al día siguiente, sábado, pues el domingo, previo paso por Tokio, teníamos que embarcar en el avión.
   Así transcurrió la noche, ojo avizor, sin apenas una cabezada que me alejara, así fuera brevemente, del miedo y con toda el agua que puede albergar el cielo precipitándose en un chorro continuo sobre la tierra.
   Sin embargo, tuvimos suerte. Sobre todo, porque no nos enteramos hasta alcanzar nuestro destino de que habíamos vivido la experiencia de un tifón. Así, nos evitamos ser presa de una angustia aún mayor. 

martes, 23 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (12): CON BUDISTAS EN KOYA-SAN

Solo se explica que no hubieran cantado los gallos porque no debía de haberlos. Pero a las 6 ½ de la madrugada ya hacía tiempo que había amanecido en Koya-san. Descalzos, nos aprestábamos a presenciar una ceremonia en un templo budista. Nos acomodábamos sobre el suelo, entre decenas de personas, atentos a lo que sucedía delante de nosotros. Yo confieso que la mirada se me iba de cuando en cuando a los demás espectadores, cuyas actitudes me interesaban. Había fieles innegables, que se distinguían por el fervor de la mirada; aunque predominaban los curiosos con ganas de conocer algo ajeno a sus vidas. Algunos, incluso, se disponían a registrar el acontecimiento en móviles o cámaras fotográficas.  
   Oficiaban tres monjes, uno de mediana edad y mayor masa corporal, y dos más jóvenes y espigados. El espacio no es muy amplio y está lleno de cosas. Soportan ese barroquismo oriental columnas coloreadas, y un baldaquín se yergue en su centro. Protege un altarcillo, ante el cual, de espaldas al público, se sienta el clérigo principal. A su derecha e izquierda, bastante separados, ocupan su lugar los ayudantes.
   Arden velas. El trío entona a coro un canturreo monocorde. A veces solo salmodia el que está a la diestra. Es el mismo que, luego de un tiempo, llama al público a participar. Interpela a una señora con pinta de beata, que se levanta y va a un sitio adelantado. La vemos coger algo de un cofrecillo y llevárselo ritualmente a la frente. Lo deposita luego sobre un recipiente y junta las palmas de las  manos en actitud piadosa.
   Cuando vuelve con todos, anima a quien está a su lado a seguir su ejemplo. Hay un movimiento general de desconcierto, si no es de susto, ante el giro que toma el ceremonial, que amenaza con que pasemos de confiados espectadores a insospechados actores. Con más o menos desenvoltura, unos van relevando a otros. Yo, por si la cadena llega hasta mí, me fijo en los movimientos de quienes me están precediendo. Hasta que alguien renuncia a su turno y quiebra la rueda y nos libera a los que quedamos de interpretar un papel cuyo sentido desconocemos.
   En el aire, junto a la cantinela de los monjes, resuena de cuando en cuando la estridencia de unos platillos o el tañido solemne de una campana. Dura este ritual alrededor de media hora. Los minutos finales se consumen en una charla que nos imparte en japonés el fraile principal, a quien despedimos entre reverencias. De lo que dijo obviamente no entendí nada, pero su voz era muy tranquilizadora.
   De allí nos trasladamos a otro edificio menor donde se celebró liturgia bien diferente. Se trataba de quemar las tablillas de los deseos. En ellas habíamos escrito cada huésped el suyo, previo pago de unos yenes. Ahora, el monje que dirige es uno de los que antes auxiliaban. Actúa con una serie de gestos a los que dota de extraordinaria trascendencia.  Primero forma con los pequeños listones un prisma de maderas, tarea en la que se ayuda de unas tenacillas. Luego les prende fuego, que aviva esparciendo sobre la pira líquidos que extrae de cuencos dorados. Cada movimiento, muy cuidado, parece poseer una finalidad esotérica, casi mágica. En las cercanías, otro religioso recitaba textos y percutía una campana.
   Creo que, atento a registrar lo que sucedía, desaproveché una excelente ocasión para convertirme. 

sábado, 20 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (11): VIVIENDO EN BUDISTA

Croan las ranas desde una laguna próxima amagando con darnos la noche. En la oscuridad solo se oye ese canto, monótono y desafinado. Estamos alojados en un shukubo, en Koya-san, un santuario budista. Así llaman a hospedajes con siglos de historia, para descanso de peregrinos.
   La habitación es amplia y durante el día se llena de luz. Dos de sus costados se abren al exterior en sendos ventanales que los ocupan casi por entero. Uno de ellos da a una explanada con un jardín japonés, tras el que asoman montañas verdes; el otro deja ver las delicadas formas de un templo budista. Compensa la belleza de las vistas, que tanto placer traen a nuestros ojos, el ascetismo del decorado interior.
   Ante el segundo mirador se disponen un a modo de velador y dos sillas bajas. Es el único punto donde el suelo es de madera. Todo lo demás se recubre de tatami, que hemos de pisar descalzados. En el centro de la estancia, si queremos sentarnos lo hacemos  sobre un par de cojines, situados a los lados de una mesilla. A las 5 ½ de la tarde, dos monjes la habían sustituido por otras cuatro, aún más pequeñas. Era la hora de una cena rigurosamente vegetariana, servida en cuencos que contienen alimentos de cinco colores y otras tantas texturas (sopa, encurtidos, verduras en tempura, arroz...). Ignoro si la comunidad será abstemia, pero a los huéspedes nos permiten beber cerveza o vino.
   Cuando retiran el servicio, los frailes extienden sobre el suelo dos futones, una especie de colchonetas en las que dormiremos, pues cama no hay.
   Si queremos relajarnos con un baño, hemos de ir a otro edificio. Es un onsen, comunitario, como manda la tradición, uno para hombres y otro para mujeres. En su interior, adosados a una pared, unos banquitos invitan a sentarse, y el cajón con agua que queda a los pies es para que uno se moje bien, antes de introducirse en un estanque donde relajarse. El paso siguiente consiste en retornar al escaño y darse una ducha. Luego, puede estarse cada quien en la pequeña piscina el tiempo que quiera, siempre compartiendo esos momentos con otros.

    De lo que no me acuerdo es de si, después, ya de noche, en la habitación, terminaron de cantar las ranas primero o si fui yo quien dejó de oírlas. El sueño difumina el desenlace de ese dilema en mi memoria.

domingo, 14 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (10): ANOCHECER EN DOTOMBORI

Una tarde noche de Osaka nos llevó a Dombotori. Lo primero que nos encontramos al salir del metro fue una galería-calle, decorada al estilo tradicional y larguísima,  de una largura sin paliativos. Por más que la andábamos, no veíamos el final, y eso que nunca dejaba de ser recta. Caminar por su enlosado suponía dirigirse hacia un horizonte inalcanzable. A los lados, todo eran locales, en cada uno un comercio, y si no, un restaurante, o un sitio donde, por ejemplo, se masajeaba a un interfecto prácticamente a la vista del público. Dudo que algo que apetecieras no estuviera expuesto en aquel parque temático del consumo, coronado por una bóveda interminable. Estaba muy bonito, todo iluminado, pero nos partía las piernas, ya baldadas a aquella hora del día.
   En algún punto, salimos y fuimos a dar a un barrio antiquísimo, muy bien conservado, de casas apagodadas, con un piso superior cuyo tejado retrocedía sobre el de la planta baja. Eran numerosísimos los establecimientos de comida que allí había, incluidos dos españoles. Acabamos en una placita y un paseo que transcurría por las márgenes de un río, que navegaban barcazas con turistas.
   Por todas partes había ambiente y gentío, y mucho moderno se disfrazaba de punki, sobre todo donde enormes anuncios de neón –y un cangrejo gigante y rojo colgado de la puerta de una marisquería- reclaman la atención del viandante. Entre la multitud, corría un policía tras un sujeto joven y encrestado, que iba a escape.
   Fatigados y muy necesitados de cenar, entramos en un restaurante del que sería delito no hablar. Era de una menudencia significativa, rectangular y nada ancho, con los cocineros trabajando sobre una plancha, a la vista de la clientela y prácticamente encima de nosotros, que nos sentábamos ante una barra adosada, detrás de la que, mediando un estrecho pasillo, se disponían unas pocas mesas.
   Parecía imposible que los camareros pudieran atendernos a todos, o que en la cocina fueran capaces de responder a tantas comandas, que por cierto colgaban, escritas en papelitos minúsculos, sobre las cabezas de los chefs.
   Con todo, lo más llamativo era cómo recibían o despedían a los clientes, la algarabía que montaban, con un griterío comunal del que se hacían partícipes, incluso, los comensales. A nosotros nos preguntaron al llegar de dónde éramos y cuando marchamos su adiós fue un “¡Hasta mañana!” con una dicción que nos pareció de Valladolid, y que prontamente fue coreado por los parroquianos.
   Pero con tanto entusiasmo por el personal, casi se me olvida decir que comimos magníficamente. Lo que servían eran pinchos, que nos supieron a gloria. Recuerdo una cigala exquisita y una seta, un espárrago envuelto en bacon, media cebolla a la plancha... ¡Hummm!... Dejaré la enumeración o me cojo el primer avión y me vuelvo...

jueves, 11 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (9): KYOTO EN PAZ

En Kyoto me acordé de fray Luis de León. También nosotros huimos del mundanal ruido, solo que a través de un bosque de bambú. Lo precedía un jardín zen, donde la belleza se concentra en lo pequeño, en sus arbustos y su laguna, sus plantas aromáticas y salutíferas, algún árbol que se mira en el agua. Únicamente interrumpe el sosiego, o tal vez sea parte de él, la reiterada salmodia de las cigarras, como una melodía interpretada por músicos ocultos, que no quisieran dejar mudo el paisaje.
   Los bambúes innúmero que vienen después son solo tronco, hasta que, muy arriba, se coronan con penachos de hojas verdes; cañas que se adivinan huecas, y cuyo perímetro desafía en grosor la circunferencia que trazan nuestros dedos corazones. Semejan tallos desnudos de ramaje que, olvidados de su condición, buscasen el cielo. Anclados con firmeza en tierra, se encaminan, ligeros de equipaje en su lisura, hasta una altura que la suya propia parece volver más lejana a nuestros ojos. Abajo, a sus pies, la mirada pasa entre ellos y se pierde al encuentro de un horizonte que siempre está más allá.
   A ambos lados del camino, se rozan las copas o se entretejen en una bóveda vegetal que origina pasillos de sombra. A su amparo, como si pretendieran competir en finura con esa original arboleda, pasean parejas delicadas, como surgidas de ilustraciones de antaño, con el atavío exquisito de sus kimonos y la levedad de sus andares, y acaso una risa que en nada envidia al gorjeo de los pájaros.
   Abandonamos el bambudal, pero seguimos en calma. Andamos una extensión plácida de casitas bajas y ajardinadas, por calles que destierran de sí el ruido y aman la soledad. Nuestro vagar sin rumbo y sin ansia nos conduce a  sus límites, allá donde asoma el contorno de un templo. Es el mismo donde en la mañana detuvimos la prisa observando cómo unos fieles se envolvían en el humo de unas barritas que previamente encendían, y permanecían un instante estáticos, quizás solo el tiempo que les llevaba la formulación un deseo. Pienso que el mío hubiera sido no salir ya nunca de ese bosque que me ha llenado de tanta paz…

lunes, 8 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (8): UN PASILLO EN EL CIELO DE KYOTO

A una estación de metro y de ferrocarril, suelo acudir cuando voy a, o vengo de, algún lugar, y solo permanezco en sus andenes el tiempo imprescindible para subir a un tren o apearme de él. Sin embargo en la de Kyoto la cosa no resultó tan sencilla. Quiero decir que, ya aposentados en la ciudad y sin que nos propusiésemos ningún desplazamiento inminente, nos costaba no visitarla un par de veces por día y con tiempo por delante. La culpa  era toda suya, que con tantos alicientes nos tentaba.
   Limitaban la inmensidad de su vestíbulo, cuyas dimensiones exceden cualquier cálculo por inimaginable que sea, formas curvas, metálicas o acristaladas, modernas y monumentales, entretejidas de hierros que lejanamente recuerdan a Eiffel, con miradores que se abren al adentro y al afuera.
   Sin salir de sus dominios, podía el viajero alojarse en un hotel con apariencia de lujo asiático, elegir entre decenas de restaurantes de muy diversas nacionalidades, internarse en unos grandes almacenes o en cualquiera de los muchos comercios que ofrecen todo tipo de productos a su afán consumista, si lo tiene, y, si no, a su curiosidad.
   Escaleras mecánicas nos suben hasta la planta undécima. Una ancha escalinata de luces asciende aún más arriba, con colores que cambian según los tramos. De repente, esa exposición cromática se rompe y da paso a leyendas que dan la bienvenida a los visitantes, en español también. Después veremos cómo la iluminación de ese anfiteatro nos conduce a un río que cae en cascadas o a un firmamento cuajado de estrellas.
   Debe evitarse, no obstante, un embobe total, hay que dejar libre un espacio mental para un asombro aún mayor, que espera en un piso superior. Ya en la poesía de su nombre se anuncia la hermosura. El Paseo del Cielo, se llama, y verdaderamente lo es. Discurre por las alturas, bordea la techumbre del edificio, y está oscuro, y mejor así. Del otro lado de los ventanales, la luz se multiplica a nuestros pies, en la ciudad, con el espectáculo de una torre muy elevada, que ilumina la noche.
   Como para que no nos arrepintamos de volver de nuevo a tierra, o  sintamos nostalgia de lo vivido, en la salida de la estación descubriremos que el agua se hermana con la música y baila a su son en una fuente de colores…

viernes, 5 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (7): MATSUMOTO BON BON

Nuestro hotel  daba a la avenida principal de Matsumoto. Desde la habitación, que estaba en las alturas, disponíamos de un oteadero de lujo para seguir la que se estaba armando en la calle. Pero apenas tardamos un instante en salir disparados hacia el ascensor. Demorarse más se nos antojó tan difícil como permanecer admirando la transparencia de un mar en calma un día de calor, cuando todo te llama a sumergirte en su azul. Una fiesta, mejor sentirla de cerca, en particular si toda una ciudad la vive. Y cuando digo “toda” no exagero. Quienes no ocupaban la calzada miraban desde las aceras, o comían o bebían en los puestos callejeros. Y no vi a nadie sin contento entre aquella multitud desmesurada.
   Desde innumerables altavoces, una canción, que siempre era la misma, se empeñaba en sacarnos el ritmo del cuerpo y se venía con nosotros adondequiera que fuésemos. Los pies se van tras la música. Cuesta que se desplacen uno tras el otro, caminar como si tal cosa, desobedecer a los compases de la melodía, o el ejemplo de quienes, a su son, marchan ordenadamente sobre el asfalto, y que se cuentan por (muchos) miles. Sobre todo, cuando sale alguno a invitarnos a que nos sumemos al desfile.
    Precedidos por un abanderado con su enseña respectiva, van agrupados por empresas, por centros de estudio, hospitales, equipos de fútbol, clubes para la práctica de aficiones diversas. Se viste cada formación a su manera, unas veces es el traje al completo lo que las diferencia, como es el caso de unas a modo de geishas, otras tan solo una camiseta, que está serigrafiada. El conjunto serpea infinito y en doble sentido, ocupa las bocacalles y las vías paralelas, no se sabe dónde empieza y si acaba en algún sitio, y dibuja tal espectro de colores que por sí mismo se constituiría en espectáculo.
   A la omnipresente cantinela de la megafonía, yuxtaponen la suya propia, que se hace de una sola palabra –“sore”- entonada al unísono, con variaciones en la cadencia y la intensidad, muy animada. Es la batuta que guía su danza, una coreografía muy breve, elemental y ritualizada, en la que se ayudan de un paipay, que parece volar en sus manos.
   De cuando en cuando, se paralizan para dar lugar a un descanso que no dura. Solo para tomarse, quizá, un aperitivo o un zumo, que porta un carrito que sigue a cada cofradía.
   Así han estado unas tres horas, y si ellos no se cansaban de repetirse, tampoco nosotros de verlos. Si en alguna ocasión pudiéramos volver a Japón, procuraríamos ir a Matsumoto el primer sábado de agosto. Por nada del mundo desecharíamos la oportunidad de encontrarnos de nuevo con el festejo del bon bon, un ceremonial de bienvenida al espíritu de los antepasados que nos ha dejado encandilados…

martes, 2 de septiembre de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (6): EL CRUCE DE SHIBUYA,  DESDE DENTRO

No nos hubiéramos perdonado no ir, estando en Tokio, a este lugar que podría ser imaginado y, sin embargo, no lo es. Los ojos no saben dónde mirar para inventariar asombros.
   El aire se llena de anuncios y rótulos que penden de edificios de cristal. Desde pantallas y cartelones asoman caras famosas y se suceden argumentos que llaman al consumo y encandilan la mirada. El cromatismo se dispara y, si atardece, refulge de luz. Y, pese a ello, el verdadero espectáculo está a pie de calle, llamándote a participar de una experiencia muy intensa. Si te decides, serás una más, entre el millón de personas que la viven a diario.
   Un desborde de humanidad se dispone en las aceras a atravesar al unísono los cuatro pasos de peatones que forman una especie de rectángulo, y aún otro más, que traza una diagonal en ese espacio. Miles de individuos aguardan a que cambien de color los semáforos que ordenan un tráfico denso. Los ves de frente, si también tú quieres cruzar, en una quietud tan expectante como la tuya, que de repente se rompe, se dinamiza, cuando todos se ponen en marcha y vienen hacia ti, como tú te diriges hacia ellos.
   Parece inevitable el choque y grande el daño, pero mejor no pensarlo, porque una vez que pisas la calzada ya no puedes detenerte, pues detrás de ti marcha un gentío igual al que tienes delante y, si temes encontrarte con unos, por qué no ha de asustarte que te arrollen quienes caminan, con similar premura, a tus espaldas y te empujan con el sonido de su aliento y el ritmo de sus pasos.
    Estás al aire libre y tal vez sientas claustrofobia, pero no saldrías corriendo aunque quisieras, que, si no hay paredes que te encierren, los cuerpos de los demás se constituyen en un límite que no puedes franquear. Así que te ves obligado a continuar, y finalmente la ola de la que formas parte se topa con la opuesta, pero no se tropieza, porque se abre para dejarle el paso, muchos pasos, y entre esas fisuras se cuelan los contrarios, como tú y los momentáneamente tuyos por las grietas que ellos dibujan de su lado. Te parecerá imposible, pero alcanzas la otra orilla sin que nadie te haya tocado, ni se produjera siquiera un roce de piel contra piel, cada uno ha dominado un espacio, por mínimo que fuera, que en eso parecen maestros los japoneses.
   En la plaza Hachiko, adonde quizás has ido a parar, un perro vuelto estatua sigue aguardando que de la muchedumbre salga su amo, como lo hizo, ya muerto este, durante los años que le sobrevivió.