viernes, 29 de agosto de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (5): OTRAS MENUDENCIAS QUE ME INTERESARON

Nadie emprende un viaje a tan lejos para fijarse en cosas tan pequeñas, tal vez. Pero nosotros, sí. Prestábamos atención al mundo de lo pequeño, lo que suele pasar desapercibido. Aunque la vida de un pueblo se conforme en su día a día, habitualmente no se consigna en las guías esa cotidianidad, por considerarla intrascendente.
   ¿Qué importancia puede tener para el gran público, por ejemplo, que en las cafeterías apenas echen leche al café con leche? Generalmente, o te la sirven en una lecherita que parece de juguete o en una especie de dedal de plástico, y a duras penas deja su huella  en el café, cuya negrura y amargor siguen tal cual, como si no hubiesen recibido un aporte lácteo de blancura.
   Puede que sean nimiedades, pero revelan costumbres, hábitos que nos son ajenos, y que algo nos dicen acerca de ese ser del otro al que observamos. A veces, el suspense se cierne sobre una realidad anodina, y da lugar a preguntas que no sabemos contestar y en el aire queda una intriga. ¿Será que no les gusta la leche o escaseará el ganado vacuno?
   En el caso de los edredones de las camas de los hoteles, más que un interrogante se suscitó el asombro. ¡Hacía tanto calor y eran tan gruesos...! Dormíamos solo con la funda, pero la noche siguiente le habían vuelto a colocar el relleno. Esa guerra de quita y pon duró otro día más. Cuando al fin les mencionamos que nos asfixiábamos si no hacíamos del cobertor sábana y que, por tanto, estaban trabajando en balde, nos miraron con incredulidad: ¿acaso no utilizábamos el aire acondicionado? Y nosotros nos quedamos con la duda de si no sería mejor prescindir de tanto abrigo…
   En la habitación encontrábamos siempre un kimono para cada uno, cuidadosamente planchado. Eran cómodos y frescos y volvían inútiles los batines que, desde España, ocupaban sitio en la maleta. A la entrada, nos esperaban también unas zapatillas para sustituir a los zapatos con que veníamos de la calle. Era todo ello como una bienvenida sin palabras, o así, al menos, lo interpretamos.
   Y ya sé que tiene su punto escatológico, pero no me resisto a hablaros de los váteres. Puede que sobresalte a más de uno, pero no bien asienta sus posaderas en la taza, corre el agua de la cisterna, sin intervención alguna de la voluntad. En un alojamiento tradicional, en un monasterio, en las montañas, la tapa inferior del inodoro estaba caliente, como para prevenir que no pasara frío el usuario, una precaución quizá excesiva en pleno verano.
   Era curioso. A un lado había un panel de mandos. Si, hechas las necesidades, se oprimía un botón, un chorro salido de alguna parte se encargaba de que el trasero quedase sin mácula. Contar esto puede parecer un poco excesivo, pero es que en todos los hoteles donde estuvimos lo había.
   No obstante, siquiera sea por que no se quede el lector con el regusto de esa mención, saldré de nuevo a la calle y os diré que nos tropezábamos frecuentemente con carteles de anuncio llenos de imágenes y texto, tan abigarrados que aun sabiendo japonés deben de ser muy difíciles de leer; o que en las estaciones de ferrocarril suele haber en los andenes pequeños espacios acristalados y con refrigeración para viajeros que esperan; o que veíamos a cantidad de jóvenes varones con pinta de ejecutivos, uniformados en pantalón oscuro y camisa blanca, desabrochada y sin corbata; o que...

lunes, 25 de agosto de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (4): MICROESPACIOS URBANOS

La humedad multiplicaba la sensación de calor. Se agradecía que, tan pronto te sentabas  en un restaurante, sin darte tiempo para ojear la carta, te trajesen un vaso de agua con hielo, que iban reponiendo según la consumías. Sobre la mesa nunca faltaba, además, un paño ligeramente mojado para limpiar las manos.
   El menú ya lo conocíamos antes de entrar, porque se exponía fuera. Aunque a menudo los nombres de los platos estuvieran solo en japonés, no había lugar para el equívoco. En el escaparate, incluso al aire libre, la comida te entraba por los ojos, dispuesta en fuentes y cuencos. Recuerdo que eso me inquietó, pues dada la temperatura ambiente, podían pasarse los alimentos, por más cocinados que estuvieran. Seguro que esas muestras no las sirven a los clientes, llegué a pensar, y todavía se me ocurrió que tal vez, al final de la jornada, cumplida su función de reclamos, fuesen a parar a la basura. Ideas tan peregrinas no me abandonaron hasta que caí en la cuenta de mi error de percepción. Los manjares que desde los recipientes que los albergaban tentaban a los viandantes no eran reales, aunque lo pareciesen por estar en relieve. Se trataba de imitaciones escultóricas, que reproducían con extraordinaria fidelidad el modelo.
   Por cierto, qué bien se come en Japón, qué calidad tienen los productos, cómo los preparan… Y conste que no buscamos establecimientos de lujo. Pero hasta en un restaurancito de calle estaba todo bueno. Había infinidad y siempre concurridísimos. ¿Cómo se las arreglarán para estar tan delgados? A juzgar por la oferta, les gustan mucho el arroz, los fideos y los espaguetis. Las patatas, en cambio, brillan por su ausencia. ¿Será porque no son santo de su devoción o, por el contrario, les concederán una exquisitez propia de las grandes ocasiones? Porque haber, las hay, que las hemos visto en las fruterías. El pescado en sushi, pero también hecho, y las verduras, sobre todo en tempura, son platos muy demandados. Las sopas nos encantaban y aún me relamo con el sabor de una especie de fritos de pulpo que vendían en un puesto callejero…
   Yo al principio pedía cubiertos, por temor a hacer el ridículo con los palillos. Pero pronto me di cuenta de que no usarlos donde todo el mundo los utilizaba resultaba tan llamativo como nuestra pinta, y que provenir de Occidente justificaría mi torpeza. Además, ya queda dicho que la gente es tolerante y afable, así que nada tiene de extraño, aun para un individuo de ordinario tan precavido como yo, que prescindiese de cuchillo y tenedor y me pusiese a comer como es debido.
    A veces, los camareros nos sorprendían agachándose, incluso arrodillándose a nuestro lado, para hablarnos o preguntarnos por el pedido. Así estaban al nivel de los sentados, y no se dirigían a ellos desde arriba.
   La cuenta nunca se abonaba en la mesa, siempre en caja, y no se dan propinas. Ah, se me olvidaba: ni en restaurantes ni en cafés vimos un solo televisor...

viernes, 22 de agosto de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (3): MIRADAS INDISCRETAS

No íbamos en viaje organizado por agencia. Podíamos hacer de nuestra capa un sayo, guiarnos únicamente por los dictados de nuestro capricho, experimentar con el libre albedrío Y pasamos mucho tiempo en la calle, mirando.
   No caminamos pendientes de nuestras mochilas. Las mujeres no se aferraban a sus bolsos de forma compulsiva en medio del gentío, y en las cafeterías los ordenadores quedaban sobre las mesas aun cuando sus dueños se ausentaran para ir al baño. Y donde fueres, haz lo que vieres.
    Reparamos en el tipo fino de los japoneses. Por estos pagos, parecen desconocer el gen de la obesidad. No obstante, me acuerdo de los luchadores de sumo, dónde andarán que ninguno se cruza con nosotros, ¿o serán mera invención publicitaria?
   Bajo el sol florecen las sombrillas en manos de muchachas gráciles, con estética de porcelana. A mayores, parte de ellas, a despecho del calor, se enfundan guantes que les alcanzan el antebrazo, sin que las mueva el afán seductor de Rita Hayworth en “Gilda”.
   Muchas jóvenes se encaraman a plataformas o elevados tacones. Sorprende que se retoquen en público el maquillaje, olvidadas del mundo que bulle a su alrededor y que, en justa reciprocidad, tampoco presta atención a sus manejos con pinceles y espejitos.   
   Cuesta desviar los ojos de alguna, cuyo vestuario la asemeja a una muñeca, o de otras  embutidas en un kimono y que acaso cabalguen una bicicleta, en una imagen en que algo parece sobrar.
    Sin embargo, la vista se nos escapa con frecuencia hacia personas de cualquier edad que se embozan con una mascarilla. No sabemos si están enfermos y no quieren contagiar a los demás o si lo que buscan es mantenerse sanos ellos.
    Cualquier cosa, por insignificante que sea, si difiere de nuestros hábitos, nos llama la atención. Por ejemplo, tomamos nota de las toallitas de felpa con que se limpian el sudor en plena calle y estamos en un tris de adquirirlas para nuestro provecho.
   En el metro no podemos evitar una sonrisa. A menudo, solo nosotros no nos enganchamos a un móvil o una tableta. Aunque, eso sí, casi nadie los utiliza para hablar. El que no se entretiene con esos aparatos suele entregarse al sueño, sobre todo a primeras o últimas horas del día, o lee un libro, juraría que empezando por la parte de atrás, o un periódico que dobla en sentido vertical, como se dispone a veces la escritura.
   Si vamos tranquilamente por la acera, de repente pueden salirnos al paso varios operarios de uniforme y con una linterna larga a modo de señalizador, con un braceo que anuncia urgencias, sin perder por ello los modales. Su delicadeza es tal que se diría que nos están invitando a bailar un vals. Pero solo nos advierten de que nos detengamos el tiempo necesario para que salga de un garaje un automóvil. Son muchos los trabajadores que, en el Japón que conocimos, se dedican a ese oficio o equivalentes (en obras, pavimentado de carreteras...).
   Y luego están los restaurantes, y los hoteles, y los comercios… Pero todo eso merece artículo aparte…

martes, 19 de agosto de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (2): CALLEJEANDO

Habíamos sobrevolado dos continentes (Europa, Asia), 13.000 km de avión nos separaban de nuestros orígenes, y todo se anunciaba diferente. Así que desde que pusimos pie en Japón nos lanzamos a la calle, animados por la curiosidad y con los ojos muy abiertos a lo nuevo.
   Después de cederles reiteradamente el paso a quienes se nos venían de frente, o de que fuesen ellos los que se apartaran para no tropezar con nosotros, comprendimos que debíamos circular por la izquierda, y no por la derecha, como es costumbre en nuestros lares, tanto para automovilistas como para peatones.
   Al principio nos inquietaban las bicicletas, con las que compartíamos el uso de las aceras, y que se desplazaban veloces. Aunque atenuó nuestra preocupación que no dudaran en utilizar timbres de aviso, y su manifiesta habilidad para esquivar al gentío, siempre andábamos alerta: ¡No disponíamos de seguro médico!
   Es curioso cómo puede uno (yo, por ejemplo) malinterpretar el sentido de algo cuando desconoce su finalidad. En el suelo notamos que había unas bandas longitudinales, amarillas, con relieve de puntos. Algo señalaban, pero qué. ¿La separación entre los que iban y los que venían, la delimitación del carril bici? Parece ser que sirven de orientación a los invidentes y están por todas partes, incluso en el interior de estaciones, hoteles y edificios públicos.
   Tokio es un caos urbanístico, donde lo moderno se yuxtapone constantemente con lo tradicional, sin que a la vista se ofrezcan orden ni concierto alguno. Coexisten casitas bajas con rascacielos de cristal, callejuelas rectas o laberínticas se abren a grandes avenidas, vuelan los autos o los trenes sobre atrevidos viaductos. Eso sí, pese a lo abigarrado que resulta todo, y a cómo se arraciman, los edificios no se tocan entre sí, crecen por doquier, pero siempre separados los unos de los otros, aunque la distancia que media entre sus costados no sea mayor que la de la cuarta de una mano. En las calles no hay apenas nombres, ni en los portales números: ¿Qué sistema seguirán para proporcionar o buscar una dirección?
   Los cables de la luz no se soterran. Se pegan a las viviendas o pasan sobre ellas, atraviesan las calzadas. Y no hay domicilio que retroceda ante los raíles del ferrocarril, ni estos se alejan para evitar ruidos o vibraciones. Resulta chocante ver las residencias orillar las vías, como si tal cosa. Claro que aquí el espacio se aprovecha al máximo, que es mucha la población y escaso el terreno.
   No busquéis, como al principio hacíamos nosotros, en las calles de Tokio o de otras ciudades un banco donde sentaros, seguramente no lo encontraréis, a lo mejor porque todo el mundo está siempre yendo a o viniendo de alguna parte. En cambio, máquinas con una amplísima oferta de bebidas para aliviar la sed os será imposible no verlas. Pero guardad vuestros desechos en la mochila, que papeleras no hay y no querréis enturbiar la limpieza que, pese a ello, brilla en el entorno.

   Si os entretenéis en la contemplación del tráfico, os llamará la atención que haya taxis de variados colores. Ello responde a que pertenecen a compañías privadas y cada una se identifica con un cromatismo diferente. Algo similar ocurre con el metro (o los metros) y los trenes.

jueves, 14 de agosto de 2014

ANDADURAS JAPONESAS: DE CUANDO EL DIFERENTE FUI YO

Nunca había experimentado una sensación de aislamiento como la que sentí al poco de aterrizar. Estaba en una isla, pero no era eso. Es que la isla era yo. En aquel país de los ojos rasgados, donde dicen que nace el sol, mirara para donde mirase, no encontraba a nadie que fuera igual a nosotros.
   Montábamos en metro o en autobús urbano, andábamos calles, curioseábamos  puestos de mercaderes, nos solazábamos en jardines y comíamos en restaurantes que nos salían al paso o entrábamos en un museo o en un castillo, y la impresión de singularidad se acrecentaba. Éramos distintos a cuantos nos cruzábamos, a quienes compartían con nosotros espacio.
   Y no solo físicamente. También nos diferenciaba algo tan consustancial al ser uno mismo como el idioma, no porque hablaran una lengua en nada parecida a la nuestra, que también, sino porque su alfabeto y su escritura nos resultaban ilegibles, y por tanto intraducibles. Era como si de repente no supiéramos leer, y vaya cómo separa eso a uno del mundo.
   Solo nos faltaría que quienes nos rodeaban nos mirasen con desconfianza o simplemente con aprensión a los que no éramos como ellos.
   Pero una chica se levantó con la pretensión de cedernos su asiento en un suburbano, y otra se prestó a guiarnos hasta el hotel cuando nos vio bajo la luz de una farola, perplejos ante un plano de la ciudad de Tokio.
   He perdido la cuenta de cuantos nos sacaron el billete de metro eligiendo por nosotros las monedas o la de quienes consultaban en sus móviles direcciones que necesitábamos, con una paciencia infinita. Y todavía hoy, pasados ya días, no sé si hicimos bien rehusando la invitación que nos formuló un hombre, partícipe en un desfile festivo, para que nos agregásemos a su comparsa, como uno (dos) más.
   Según transcurría el tiempo, se multiplicaban los ejemplos. Uno me impresionó de manera especial. Un señor entrado en años, sin que le preguntáramos nada, percibiendo nuestra desolación al no ser capaces de dar con una estación de ferrocarril, no pudiendo explicarse sino en japonés, que no entendíamos, nos acompañó bajo un sol de fuego hasta el lugar que buscábamos y aún nos encomendó a unos estudiantes de música para que nos dejasen justo en el andén preciso, mandamiento que cumplieron entre sonrisas. Practicaba un lenguaje tal vez más antiguo que el de la palabra, el del acogimiento y la solidaridad con el otro. No sé si acertamos a corresponderle con la emocionada gratitud que quisieron transmitirle nuestra mirada, nuestra sonrisa.
   Así, puede ser uno diferente. Gracias, japoneses.