sábado, 29 de marzo de 2014

LENGUA ESCARLATA

A mí, este fiambre me trae el recuerdo del día de Santiago, patrón del pueblo materno, cuando se abría el comedorón de la casona de mis abuelos, donde solo se entraba en las grandes ocasiones.
   Una amplia mesa ofrecía cálido acogimiento a los invitados, y desde dos aparadores trinchantes aguardaba su momento una generosa exposición de vajillas y cuberterías. Pendían del techo lámparas y timbres de llamada a la cocina. Del jardín de los tilos llegaba el frescor de la umbría y por otro ventanal se colaba un olor a fruta de huerta
   Como un eco en la memoria, oigo, todavía, los estampidos de los cohetes que saludaban a la fiesta, el ruido acompasado de las campanadas que acompañaban a la procesión del santo en torno a la iglesia, las notas de una orquesta amenizando la romería.
   Pero esa evocación se quedaría incompleta sin la mención de la lengua escarlata, de hermoso nombre y aún mejor sabor. Dispuesta en fuentes, ponía mis ojos en blanco cuando llegaban los entremeses. La escritura azul de mi madre rescata su receta de tiempos pretéritos. Gracias a ella, enseguida seréis partícipes del modo de proceder para obtenerla. Si no os animáis a elaborarla, y haríais mal, veneradla, al menos, en lo que tiene de sabrosa intrahistoria.
   Siguiendo sus indicaciones, adquirid una lengua bien fresca, de ternera, y, desechando lo que vuestro instinto os demandará, venced la tentación de lavarla. En cambio, encaminaos a una droguería y haceos con un poco de sal nitro (antes se vendía en farmacias) con que frotarla. Así, no en el momento de este masajeo, pero sí cuando se sirva, será escarlata .
   Luego irá a una cazuela, donde se dispondrá entre dos capas de sal gorda que la cubran bien por arriba y por abajo. Una vez al día, y por espacio de siete u ocho, se le ha de dar la vuelta. Culminada la semana, se lavará para liberarla de la sal.
   A renglón seguido, se pondrá a cocer, no sin antes echar en la olla todo un muestrario de condimentos necesarios, cuya enumeración constituye para mí un gozo añadido, porque es como si fuéramos a degustar medio campo: una cebolla, dos dientes de ajo, un algo de perejil, media hojita de laurel, una de hierba luisa; y un poquito de tomillo, de menta, de orégano y de mejorana: porquito, por que no amargue, y no importa si alguna falta.
   Para ver si está en su punto, no hay mejor que una comprobación empírica, esto es, pincharla y verificar su blandura. Si ya está lista, se retirará de la olla  y, envuelta en una servilleta, se la prensará con una tabla de cocina y bastante peso encima. Así apretada,  se la mantendrá hasta el día siguiente, cuando se la corta en lonchas finas y se lleva a la mesa. La piel no se moleste el cocinero en quitarla, que es ese menester reservado a los comensales, que algún peaje han de pagar por catarla.

domingo, 23 de marzo de 2014

MARCHA DE LA DIGNIDAD

Me envía un amigo un enlace en Internet. Lo pincho en google. Lo que sale en pantalla es una viñeta de cómic de autor italiano. Se ve una inmensa multitud, cuyo fondo se pierde, difuminado y lejano, ni siquiera se adivina adónde llega. Hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, niños, marchan pacíficamente, entre un mar de pancartas que reclaman igualdad, trabajo, honestidad, justicia... Es una imagen hermosa, que transmite unidad y determinación. ¿Recordáis esa frase, que tantas veces oímos, o pronunciamos ante la que se nos está viniendo encima, “Deberíamos salir todos a las calles”? Pues la multitud del dibujo ha pasado del dicho al hecho.
   Pero no es lo único que avistamos en la ilustración. Justo junto a esa legión de manifestantes, se ubican otras figuras. La simplicidad del trazo no impide que sepamos de quiénes se trata: portan cámaras de grabación o de fotografía, micros. No se necesitan más elementos para constatar que son periodistas en pleno ejercicio de su función.
   Lo llamativo del caso es que, contra lo que cabría esperar, no miran al gentío que camina a su lado. Apuntan sus objetivos hacia un individuo que, embozado y fuera de la muchedumbre, al margen de ella, se dedica a destrozar a conciencia un automóvil con una barra de hierro. Para esos informadores, la noticia no parece estar en la manifestación, a la que dan la espalda, sino en la violencia de unos pocos.
   ¿Lo suyo es cortedad de miras? ¿Interés por destacar lo que mayor impresión produce? ¿Y por qué ha de resultar más extraordinaria una agresión minoritaria que la movilización reivindicativa de muchísimas personas?
  ¿Solo hay ceguera, incompetencia profesional? ¿O se intenta distraer la atención del lector o del televidente, más aún, reorientarla, con fines espurios?
   Mi amigo me remitió ayer el chiste que me ha sugerido estas preguntas, con una apostilla: “Adelantándose a la prensa del régimen (Para digerir el día de mañana)”, decía.
   Y hoy, 23 de marzo, echo una ojeada a las crónicas sobre la Marcha de la Dignidad (22M) y veo más imágenes de enfrentamientos entre grupos pequeños de gente y policías que de la masiva demostración de rebeldía que recorrió pacíficamente las calles de Madrid. Y vuelvo a formularme las mismas interrogantes que me hice al comentar la historieta gráfica.
   Ojalá estos reporteros fueran simples personajes de cómic. Aunque más bien tiendo a pensar que es al revés, que la ilustración refleja la realidad y pone a cada uno en su sitio. A los manifestantes reclamando pan, trabajo y techo (y muchísimas cosas mas), y a algunos periodistas –o directores de periódico- mirando para otro lado (y orientando nuestra mirada)…

miércoles, 19 de marzo de 2014

UN SUCESO (CASI) INVEROSÍMIL

Un amigo me contó esta historia como si fuese verdad. Más todavía, aseguraba haberla vivido asumiendo el papel de protagonista.
   Decía que, en un viaje a Madrid, había decidido seguir el consejo de un colega más  aventurero que él. Para un conocimiento mejor de la ciudad, recomendaba entrar en la primera boca de metro a la vista y tomar cualquier tren. La cosa consistía en apearse en la última estación de la línea elegida al tuntún y, vuelto de nuevo a la superficie, retornar a pie, plano en mano.
   Eso había hecho, cuando ya oscurecía. Al final del trayecto de ida, le aguardaban calles mal iluminadas, que no transitaba un alma. “Si sentía algo de miedo –me confesó, sin ningún recato, pues es muy sincero- no se debía a que estuviera solo, sino precisamente al temor de no estarlo, en medio de aquel apartamiento”.
   Caminaba mirando a todas partes, y pronto constató, inquieto, que, en efecto, se encontraba acompañado. Un sujeto con pinta escasamente recomendable había salido de alguna esquina y, o bien era, como él, devoto de la aventura, o bien se dedicaba a seguir sus pasos sin la menor cautela.
   Para colmo de males, no se atrevía a consultar su callejero, no fuera a ser que ese acto delatase su condición de turista y lo fijara definitivamente como víctima propiciatoria de un atraco. De modo que nada tenía de extraño que cada vez se encontrara más perdido, sin pistas que lo condujeran a lugar seguro.
   La inspiración, aseguró, le llegó de repente, pese a su susto. Aunque no descartaba que le hubiera sobrevenido precisamente gracias al temor que lo embargaba. Pensó que si al fuego se le combate con fuego, según oyera, a un maleante bien podía disuadirlo de sus malos propósitos el descubrir que su objetivo era uno de su calaña. Sólo quedaba, entonces, ver qué hacer para convencer a quien se había convertido en su sombra de que él era otro facineroso.
   “Supongamos que soy un ladrón de coches”, se dijo. Y se dedicó a tirar de las manillas de las puertas, afectando disimulo y rogando que ningún conductor hubiera dejado alguna abierta. Eso hizo, hasta que su perseguidor, que se le había ido acercando, lo alcanzó. “Así no conseguirás nada –le advirtió, entre solidario y bravucón-. Fíjate...”.
   En lo que debía poner su atención era en la patada que propinó a una ventanilla, a efectos de la cual rompió el cristal, pero también comenzó a sonar el estrépito de una alarma, que encendió luces de ventanas y los puso a ambos en fuga, en direcciones opuestas.

   “Prefiero mi método, tío”, le dio aún tiempo de baladronar a nuestro héroe, libre de otras asechanzas que no fueran las de la policía.   

domingo, 16 de marzo de 2014

MIL SOLES ESPLÉNDIDOS, de Khaled Hosseini

De esta novela me cautivó, antes que nada, el estilo. Sobre todo, por su claridad. Es de una transparencia llamativa. Parece paradójico, pero siendo tan cristalino fuerza a centrarse en él, atrae como el agua pura de un río de montaña. Esa que, bajo su temblor, muestra, sin artificio alguno, el fondo pedregoso del lecho y lo tiñe de frescura.
   Lo narrado con semejante naturalidad nos acerca a un mundo desconocido, como si nos situase tras una ventana, más aún, como si derribase muros y desvelase secretos. Los secretos de la cotidianidad en Afganistán. Muchas veces me he preguntado cómo vivirían de puertas adentro sus gentes, qué sentirían, en particular, las mujeres en ese mundo de hombres. Y ya tengo al menos una respuesta.
   Se novela la vida de dos hogares, y, posteriormente, de un tercero. Aunque llamarles hogares tal vez sea un decir exagerado. Están mediatizados, el uno por los prejuicios, que obligan a la pequeña Mariam y a su madre al apartamiento, por ser la niña una harami, una hija ilegítima. A la otra familia, la de Laila, la determina el momento atormentado de un país siempre en guerra. El último espacio doméstico, el del zapatero Rashid, al que ambas muchachas se verán abocadas, estará dominado por la violencia, la reclusión y el machismo.
   Pero entre tanta devastación, también asoma la ternura, se despierta la rebeldía,  aflorará la solidaridad entre las mujeres. Las mujeres… Ellas son las verdaderas protagonistas de esta narración. Hay que agradecerle a Khaled Husseini que nos las haya desvelado. Aunque, más allá del burka, descubramos a menudo el sufrimiento y la angustia.
   Me gusta que los personajes no sean tan planos como suelen presentársenos en una historia de buenos y malos, aunque haber, los haya. ¡Si hasta ese monumento a la brutalidad que es Rashid se permite embobarse con su pequeño y hacerle mimos!
   Asombra la delicadeza en el contar, que llama a la sensibilidad del lector, sin caer en lo sensiblero o melodramático, por duras o emotivas que sean las situaciones que se recrean. Y es de agradecer que al final se abra un espacio a la esperanza.
   ¿Queréis más? Pues hasta podéis imaginar a qué saben sus comidas, conocer algunas de sus tradiciones, sorprenderos con supersticiones, aprender historia viva.
   Ya os estoy viendo, camino de una biblioteca o una librería. Haréis bien. 

miércoles, 12 de marzo de 2014

EL LUGAR DE ANTONIO MACHADO

   El último verso de Antonio Machado – “Estos días azules y este sol de la infancia...”- lo escribió en el extranjero. Lo encontraron en uno de sus bolsillos, garabateado a lápiz, cuando falleció, el 22 de febrero de 1939.
    Ahora, hablan de trasladar sus restos a España.
    Está enterrado en Collioure, un pueblecito de la costa francesa. No murió allí por casualidad. Casi un mes hacía que había llegado, huyendo de España. Escapaba de los vencedores en la guerra, que eran los mismos que la habían iniciado con una sublevación militar contra la II República. Los que mataron a Lorca, los que propiciarían la muerte de Miguel Hernández, como de tantísimos otros. Los que rompieron la cultura, la libertad y la vida de este país durante cuarenta largos años desolados.
   Yo casi prefiero que lo dejen en su tumba de Collioure. Por agradecimiento al pueblo que lo acogió, de cuya historia, de cuyo ser solidario, forma ya parte. Pero también como testimonio –uno más- de adónde condujeron la intolerancia y la barbarie del franquismo. Es bueno, creo, que lamentemos que esté allí por lo que pasó aquí.
    Además, me parecería un contrasentido que se le trajese. Al menos, mientras queden todavía localidades donde paseemos por calles y avenidas que avergüenzan nuestra mirada al ensalzar en sus rótulos los nombres del dictador y sus secuaces. De esos mismos que condujeron los pasos cansados de nuestro poeta a atravesar a pie la frontera pirenaica, camino del exilio.
   Peor aún. Miles de españoles yacen todavía en cunetas o en los campos, en medio de la nada, en fosas anónimas que manos criminales cavaron u obligaron a excavar en la noche. Tantos años después de aquellas ejecuciones sumarias, los familiares no tienen siquiera el consuelo de saber adónde llevar unas flores o la posibilidad de que reposen en un cementerio. Y nadie ha pedido perdón.
   Me temo que, en tales condiciones, los huesos de Antonio Machado no descansarían en paz en España.

domingo, 9 de marzo de 2014

UNA DE MAGIA (TEATRAL)

Algo más que una duda asomaba en los ojos de algunos profesores, compañeros en el instituto cántabro “Ría del Carmen”: el convencimiento de que la propuesta del recién llegado al claustro, que era yo, estaba destinada al fracaso o a la precariedad.
   Se iniciaba el curso 96-97 y quería formar un grupo de teatro. El centro, argüían para templar mis ilusiones y prevenir el desengaño subsiguiente, se ubicaba en medio de un descampado alejado de todo. Y,  para mayor dificultad, parte del alumnado procedía de pueblos de la comarca, y no solo de las dos localidades más cercanas.
   Así que aquella mañana de octubre, cuando me dirigí hacia el punto de encuentro con quienes pudieran estar interesados, ya iba preparado para lo peor.
   Para colmo de infortunios, al doblar el recodo del pasillo que conducía al aula fijada, vi un inconmensurable número de estudiantes delante de su puerta. Encima de los agoreros pronósticos que se me hicieron, pensé, he ido a convocar la reunión en el sitio equivocado. Si alguien había respondido a mi llamada, a ver cómo lo rescataba de entre aquella turbamulta, que sin duda se hallaría allí para asistir a una conferencia u otra actividad masiva de obligado cumplimiento.
   Suponiendo que me sería imposible sobreponer mi voz a aquel guirigay, decidí que mejor haría en aguardar a que diese comienzo el acto que ellos esperaban. No obstante, pregunté a uno que estaba en la periferia del grupo qué estaba programado. El interpelado dejó de hablar con quienes tenía a su lado y me encaró un tanto sorprendido.
   -Estamos aquí porque tú nos has convocado- La malicia de una sospecha se esbozó por un momento en su mirada- ¿Se te había olvidado?
   -No, yo... –Repliqué, un tanto confuso. Y mis ojos se volvieron platos al abarcar, incrédulos, a sus compañeros- ¿Todos…?
   El interfecto dijo que sí con la cabeza, sospecho que porque tenía la boca ocupada en dibujar una ancha sonrisa.
   -Faltan algunos, que han ido a comprarse un bocadillo a la cafetería-, agregó una chica, para colmo de mi pasmo.
   Tuve que recordar que había ido clase por clase (de COU, de 3º de bachillerato) para explicarles el proyecto e invitarles a asumir el riesgo que implicaba crear una obra de la nada y representarla no una, sino todas las veces que nos fuera posible.
   A la vista estaba que les había hablado con mucho entusiasmo. Y enseguida percibí en sus pupilas la misma ilusión que debían de exteriorizar las mías.

miércoles, 5 de marzo de 2014

VARIACIONES EN TORNO A UNA FRASE OÍDA AL PASO

En las ciudades adonde voy, sobre todo si son del extranjero, y más todavía si están en países fuera de nuestro entorno, me gusta ir siempre a los mercados. Veo qué verduras cultivan o los peces que pescan, las carnes preferidas y las especias con que condimentan sus platos, cómo son las frutas y los panes. Qué comen. También observo a la gente, me fijo en su modo de vender, de comprar, si hacen cola o se amontonan, si son pacientes, si pagan sin rechistar lo que se les pide o bien tienen por costumbre regatear el precio. Y me empapo de olores y colores. Cuando se me escapa esa visita obligada me parece que he regresado a mi cotidianidad sin completar el viaje. Y sin embargo, hoy no hablaré de eso (más de lo que lo acabo de hacer, claro).
   Sí que estábamos aquel día en una plaza de abastos, en la zona asiática de Estambul. Pero lo importante fue la frase que, a nuestro paso ante su puesto, nos regaló un comerciante que publicitaba su mercadería a grandes voces, y que se distrajo en el decir de sus bondades para centrar su atención en nosotros y variar de perorata. Lo que oímos, en un español perfecto, fue: “Entrad sin miedo, que aquí engañamos menos”.
   Todavía sigo dándole vueltas, no al significado, que es bien comprensible, pero sí al sentido de tan original reclamo.
   A primera vista, parece una simple humorada. Previendo que íbamos a pasar de largo, el vendedor se permitía sorprendernos con una broma, a sabiendas de que provocaría unas risas, que lo sacarían a él de su monotonía y le alegrarían, como a nosotros, por un instante la vida. A fin de cuentas, la hilaridad del público es el mejor aplauso para quien cuenta un chiste. Y a nadie le disgusta convertirse, siquiera sea durante unos segundos, en centro de atención agradecida.
   Aunque se me ocurren otras posibilidades. Tal vez fuese su intención buscar, por medio del divertimento, la complicidad, el caernos bien, para que así no se nos pasase desapercibida su tienda. Una peculiar manera de marketing, vamos, que nos obligaría a detenernos.
   Podría ser, pero caben otras interpretaciones menos amables, más intranquilizadoras. ¿No se trataría de una forma de echarnos en cara, de modo jocoso, eso sí, a los occidentales nuestra desconfianza, que siempre pensemos que nos van a timar, sobre todo cuando sabes que debes regatear para adquirir un producto?
    No sé. En cualquier caso, lo que me resulta más improbable es que haya que tomar al pie de la letra ese reconocimiento culposo del engaño, como si el personaje alardeara, como argumento para convencernos, de que estafaba al cliente, pero en menor medida que sus colegas.
   Os estaréis preguntando qué hicimos nosotros. Me acogeré, para responderos, a esa prerrogativa de que gozamos los oriundos de Galicia, que, según prejuicio muy extendido, solemos contestar a una interrogante con otra. ¿Qué queríais que hiciéramos?