LUCES DE BOHEMIA,
de Ramón María del Valle-Inclán
Esta
vez no la leí, como sí había hecho en ocasiones anteriores. La escuché, la vi
sobre el escenario del María Guerrero, en Madrid. El recinto es un elogio a la
hermosura, con palcos que vuelan sobre la platea, butacas vestidas de rojo y
dorados adornando frontales y techumbre. A uno, que es un clásico, le gustan
sobremanera estos teatros concebidos al modo italiano.
Me arrellané en mi asiento, con la
curiosidad de averiguar cómo el Centro Dramático Nacional llevaría a escena una
obra que siempre he considerado grande entre las grandes, maestra, y de muy
difícil representación.
Luces
de Bohemia da cuenta del viaje desgarrado de un poeta ciego –Max Estrella-
por los entresijos del Madrid de los primeros años del siglo pasado, con la
guía de un canalla ilustrado, don Latino de Híspalis. Durante la noche en que
transcurre el recorrido le saldrán al encuentro, o él mismo los buscará,
variados y a menudo estrafalarios personajes (desde la marquesa del Tango, que
vende lotería por las calles, a don Paco, ministro de la Gobernación; desde un
preso, obrero catalán que sabe que le aplicarán la ley de fugas, a Rubén Darío
o unas prostitutas), se sumergirá en ambientes diversos (la librería de
Zaratustra, la taberna de Pica Lagartos, un calabozo, las calles), y vivirá
situaciones que, si a veces son grotescas, por momentos se revisten de un
extremo dramatismo.
Sorprende la técnica utilizada por
Valle-Inclán, de un expresionismo feroz, y que él mismo bautizaría como Esperpento. En palabras del propio Max
Estrella: “Los héroes clásicos reflejados
en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida
española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada […] Mi
estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas
clásicas”.
Véase, por ejemplo, cómo se presenta al
ministro de la Gobernación:
“Su Excelencia abre la puerta de
su despacho y asoma en mangas de camisa, la bragueta desabrochada, el chaleco
suelto, y los quevedos pendientes de un cordón, como dos ojos absurdos
bailándole sobre la panza”.
Un retrato que nada tiene que envidiar al de
don Filiberto:
“Al extremo, fuma y escribe un
hombre calvo, el eterno redactor del perfil triste, el gabán con flecos, los
dedos de gancho y las uñas entintadas”.
O al de El Conserje, del mismo periódico, “vejete
renegado, bigotudo, tripón, parejo de aquellos bizarros coroneles que en las
procesiones se caen del caballo. Un enorme parecido que extravaga”.
(Adviértase, de paso, cómo la degradación afecta también a los coroneles con
que se compara al Conserje).
¿Toda “la
vida miserable de España” de la época aparece tratada de igual modo? No.
Llaman la atención personajes trágicamente ennoblecidos, como el Preso o la “mujer, despechugada y ronca” que “tiene en los brazos a su niño muerto, la
sien traspasada por el agujero de una bala”. Aquí no hay fanttoches,
muñecos de guiñol: hay gentes que sufren la España bárbara y brutal. Como
sucede con la mujer y la hija del propio Max Estrella, o con éste mismo. Y hace
aún mayor el drama que se representa saber que quienes lo protagonizan en la
ficción tuvieron su correlato, su alter ego, en la vida real. Es al país a
quien se caricaturiza y desfigura, para, paradójicamente, poner de relieve su
ser.
¿Qué
decir del lenguaje? Tanto en las acotaciones como en los diálogos, destaca por
su riqueza y por la variedad de sus registros. Gitanismos y modismos del habla
popular madrileña conviven con latinismos y expresiones que son citas
literarias. Valle-Inclán era un verdadero estilista, que trabaja la lengua como
un artesano y deviene en artista. ¡Cuánto me gusta! Quizás ese sentimiento me
ha hecho olvidar que mi primera intención al escribir esta entrada del blog era
hablar de la escenificación que de esta obra vi en el María Guerrero. Lo
recuerdo ahora, cuando ya es tarde.