lunes, 28 de septiembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (12): POR ENCIMA DEL OKAVANGO

Surcamos el aire, sobrevolando el delta del Okavango. Las alas que nos faltan nos las presta una avioneta de apariencia frágil. Todo un espectáculo se despliega 500 metros debajo de nosotros. A vista de pájaro, sólo existe una inmensa llanura cuyos límites no abarca la mirada. Pero el protagonista, nada más despegar de la localidad de Maun, es un río que finaliza su andadura sin desembocar en ningún mar. Se acaba, sumergido entre la arena omnipresente del Kalahari. Algún movimiento de placas tectónicas debió de cerrarle el paso al Océano Índico, adonde, desde su nacimiento en la lejana Angola, se dirigiría.
   En un principio nada queda, que veamos, del curso fluvial, la noción misma de cauce se pierde. Únicamente hay ciénagas, lagunas en las que se dibujan isletas, pozas dispersas en la planicie, canales de muy escaso caudal que a veces sirven de enlace entre una charca y otra, y un entorno verde de plantas acuáticas, con el despuntar de algún árbol aislado.
   La fauna se empequeñece desde arriba, nada importa lo grande que sea. Chapotean los elefantes en el limo, un hipopótamo emerge chorreando de su buceo, las jirafas caminan muy erguidas. Todos semejan poco más que las figuras en barro de un belén. Los impalas suman sus seres menudos al integrarse en la manada, y resultan, así, visibles. Las garzas en vuelo remedan nieve cayendo de un cielo muy azul.
   Cuanto más remontamos el delta, más se alargan y más anchas se vuelven las láminas de agua de ahí abajo. En un punto, se despliegan, al fin, lo que parecen varios brazos de río. Es muy hermosa la imagen que componen. Para abrirse camino por entre el suelo arenoso y de hierbas altas, empalman una curva en otra, en una ondulación sinuosa, que llega, en ocasiones, a esbozar el trazado de una circunferencia que no acierta a cerrarse. Fluyen despaciosamente, sin apremio, se diría que con escasa prisa por alcanzar su término.
   Se acaba nuestro vuelo. Durante cuarenta y cinco minutos, hemos asistido a la huella que deja el Okavango al entregarse al desierto. Hemos sido privilegiados testigos de cómo se va difuminando, expandiéndose en un espacio que necesita ser sin medida para acogerlo en su seno. Ahora, llegados al punto donde todavía es identificable como río, lo navegaremos. Pero esa es ya otra historia. Antes habrá que aterrizar sobre una pista de tierra, que no de asfalto, abierta en un claro. Nos posaremos con la misma suavidad con que lo haría una libélula sobre la hoja flotante de un nenúfar...

lunes, 21 de septiembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (11): APRENDIENDO DE LOS BOSQUIMANOS

Estamos muy dentro del desierto de Kalahari. Hemos pasado la noche en tiendas de campaña. Confieso que mi dormir ha sido inquieto. De cuando en cuando, me despertaban voces de hienas o pisadas que no me parecían humanas. Tiene su morbo saber que no estás solo en medio de este inmenso vacío y que te acompañan seres en nada tranquilizadores.
   Al poco de levantarnos, llegan los bosquimanos. Son cuatro, tres chicos y una muchacha. Ella se encoge, como si tuviera frío, y calla. Ellos ríen de continuo, seguramente debemos de hacerles mucha gracia. Me llaman la atención los numerosos chasquidos que intercalan en su habla.
   Nos echamos a andar tras sus pasos, con la precaución de no aislarnos los unos de los otros. Pisamos siempre arena y nos movemos entre una  vegetación arbustiva y dispersa. Escruto cuidadosamente ese entorno, pero no distingo rastro alguno de vida animal. Me pasa eso por no mirar lo que tengo delante, porque nuestros guías acaban de localizar unos excrementos que resultan ser de impala y de kudú, y nos los muestran. Desde ese momento, nos detendremos con frecuencia a leer en la naturaleza. ¡Vamos a asistir a una clase de botánica aplicada en pleno Kalahari!
   Las grandes hojas de una planta son su papel higiénico, y de otras, en cambio, transmutados en boticarios naturalistas, se sirven para curar fiebres, o para bajar la temperatura del agua. Hay bayas que resultan  mortíferas si se ingieren, y no faltan especies a partir de las que elaboran  bebidas que usan como café o como alcohol, dicen que muy fuerte.
   Me asombra el partido que sacan al palo afilado que portan consigo. Pensé al principio que lo traían como defensa frente a las fieras. Pero veo cómo se auxilian de él para excavar en la arena en busca de raíces, o para pelarlas con suma destreza. Precisamente, de la de un arbusto, que es bulbosa, enorme, obtienen agua, muy útil en tiempo seco, entre 10 y 20 litros por ejemplar.
    El desierto les provee hasta de sonajeros para los bebés: frutos que, agitados en el aire, suenan. Y también de paraguas de usar y dejar donde los encontraste. Son arbustos de follaje espeso, duro, apto para refugiarse en época de lluvias, que en Botsuana coincide con su verano. Bajo las ramas, tal vez consigan que no se les moje la bolsa de piel de gacela saltarina donde guardan la carne.
   Este de los bosquimanos es, o, ay, quizás ya fue, un pueblo nómada, recolector y cazador. La naturaleza también les proporciona sus armas. Vacían una rama y la convierten en carcaj, que cierran con un testículo de impala. Las flechas las componen de dos tramos, de los que el mayor se desprende al impactar con la presa, cuya piel sólo taladra la punta (así impiden que al frotarse contra un tronco o un termitero se desprenda la totalidad). El veneno lo elaboran a partir de huevos y larvas que deja un escarabajo en un matorral del que se alimenta.   

   Llegamos a un claro, donde hay una cabaña pequeñísima, toda vegetal, con dos huecos diminutos a modo de entradas. Ante ella nos demostrarán cómo, si se sabe, puede hacerse fuego frotando unos palos que apenas pesan. Es el remate a esta aula abierta, que ha durado dos horas. Todo nos lo han ido enseñando en un avance despacioso, que ignora la prisa. De una forma práctica, sencilla, nos han transmitido conocimientos que ha costado milenios descubrir. Una sabiduría ancestral que ha hecho posible la vida humana en este espacio, en principio inhabitable…

martes, 15 de septiembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (10): KALAHARI ADENTRO

El cuerpo se me hizo depositario de la memoria en el desierto de Kalahari. Según nos internábamos en su seno, iba dejando una huella dolorida en el trasero y la espalda, en  cervicales y costillas. El minibús de grandes ruedas y cabina de camión se convertía en batidora de músculos y huesos, a efectos del traqueteo que imponían los desniveles de un carril de arena.
   Pese a llevar ajustados los cinturones, saltábamos en el aire a cada paso, mimábamos contorsiones imposibles y, obedientes a la ley de la gravedad, caíamos de nuevo, pesadamente, sobre los asientos. El secreto para no deslomarse consistía en aprender a dejar el cuerpo muerto a merced de la inercia, sin ofrecer resistencia a los caprichosos saltos circenses que nos veíamos obligados a ejecutar.
  Afuera, desfilaba un paisaje sin apenas colinas o depresiones, como un gigantesco decorado siempre igual a sí mismo, reiterado kilómetro tras kilómetro, repitiéndose cada  hora que pasaba. Algún dios vengativo parecía haber cubierto la planicie con un  manto arenoso, sin olvidar parte ninguna, en lo próximo o en lo lejano. Pero ahí, y en la obsesiva falta de agua, terminaba  lo que, en nuestro imaginario aprendido en la escuela, haría a este escenario merecedor de llamarse desierto. Por extraño que pudiera parecer, sobresalía en esa obstinada sequedad un sinfín de matorrales con espinas, de arbustos Kalahari hoja de manzano, de árboles que para mí no tenían nombre, si no eran las acacias con forma de parasol que surgían de cuando en cuando para alivio de la mirada. No se apelotonaba la vegetación en marañas impenetrables, pero tampoco se dejaban mucho espacio entre sí troncos o tallos y enramadas. Podríamos andar por entre el infinito boscaje sin temor a que nos atrapase la espesura. Otra cosa es hasta dónde seríamos capaces de llegar, pues se extiende tanto este desierto que si en un punto es Botsuana,  más allá está en Namibia, o forma parte de Sudáfrica.
   Nadie con quien intercambiar una sonrisa, a quien formular una pregunta se nos aparecerá en este territorio inhóspito, ni un poblado, ni siquiera una cabaña aislada. Hasta la fauna salvaje se muestra remisa a mostrarse en estas soledades. De algún sitio sale un elefante, que no parece nada contento del encuentro con nosotros. A veces, se dejan ver raficeros, los diminutos antílopes que no abultan mucho más que una liebre y desconocen lo que es disimularse en la manada; vuelan aves, tan fugaces que no conceden tiempo para darnos las señas de su identidad. Qué beberán en el yermo de arena es un misterio que me confieso incapaz de descifrar.

    Quizás mañana los bosquimanos, a cuyo encuentro vamos, nos enseñen las claves de este mundo perdido…

jueves, 10 de septiembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (9): EN EL BOTETI Y SUS ALEDAÑOS

Los buitres nos ponen en alerta. Volando en círculos bajos o posados sobre  ramas de  árboles, anuncian un drama y componen una imagen siniestra. Algunos salen a escape del suelo, cuando nuestro jeep se detiene. Serán los que han llegado tarde al banquete y apuran las migajas. Tiene su punto que del primer ñu que encaramos en nuestro periplo  africano sólo sean reconocibles la cabeza y las pezuñas. Y más aún que, en adelante, nos aguarden otros restos. El reguero de cadáveres habla de una noche pródiga en escenas de caza, con mugidos de espanto y desenlaces trágicos.
   Los leones han dejado tras de sí su impronta. Si sobre el terreno arenoso sus huellas se solapan con las de los necrófagos alados, los despojos de sus víctimas son reveladores de sus andanzas, y también informan de su número. Muchos debe de haber para precisar de tanta carne, pero, por más que aguzo la vista, no distingo a ninguno en derredor. Tal vez nos estén observando ellos a nosotros con sus ojos amarillos desde detrás de un matorral espinoso o disimulados entre arbustos cuyas hojas tan bien imitan a las de los manzanos.
   Al pronto, ahogamos exclamaciones de asombro. El espacio se abre a nuestros pies, para contento de los ojos. Debajo del talud donde nos paramos, acaba de hacer su aparición el río Boteti. Es como si fluyese sin corriente, de tanta calma como se lo toma. El anchuroso cauce alberga islas verdes, que rompen el azul de las aguas, más oscuras que claras. A la superficie de ese archipiélago han llegado ñus y cebras, que pastan, a veces entremezclados el marrón de los bóvidos y el rayado en negro de sus vecinas, la basta pinta de los unos y la finura de las otras. Componen una estampa apacible, olvidados de su condición de despensa de felinos. Cuando iniciamos el descenso a la ribera, dejan momentáneamente de comer para calibrar cuánto de amenaza suponemos.
   Unas plantas acuáticas, de pequeñas hojas y extraño color cobrizo, resultan ser nenúfares, que desde las profundidades buscan el aire. Sobre ese follaje que flota, corretean purpúreas jacanas de largas patas, tan livianas y escasas de peso que no se hunden. El ibis sagrado, que juega a imitar a la luna en la curvatura de su pico y la blancura de su cuerpo, prefiere, en cambio, para mostrarse las orillas, como sus vecinas las garzas. Algo más lejos, ese prodigio cromático que son los gansos del Nilo navega aguas ajenas a su apellido. Y del cielo cae a plomo la visión fugaz de un martín pescador pío, que por un instante bucea, para emerger de nuevo con un pececillo como captura. Desde su posadero, un águila pescadora vocinglera dedica un interés pasajero al lance.
   Al abandonar el entorno del río Boteti, hemos de abrirnos camino entre un bando de carroñeros a la rebatiña por hacerse con los últimos bocados de unos despojos. También aquí los fantasmas de la noche hicieron su trabajo… 

sábado, 5 de septiembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (8): DE LA SAL A LAS ESTRELLAS

Unos avestruces nos escapan, corriendo a toda prisa. Acabamos de alcanzar el salar de Makgadikgadi cuando decae el día, y acampamos en sus bordes. Es un desierto sin dunas, y ni siquiera arena, donde no enraíza vegetación alguna. A un espacio poblado de árboles, ha sucedido una tierra que, más que estéril, parece hostil a la vida. En este territorio raso, los ojos se pierden en la búsqueda de referencias y sólo encuentran una horizontalidad desnuda. Nunca he visto materializarse con mayor plasticidad el concepto de infinito. Mires para donde mires, únicamente vislumbras lejanías carentes de límites. Tras ellas, se adivina que no existe nada distinto a lo que son capaces de abarcar tus pupilas.
   El último sol de la tarde arranca al suelo reflejos de plata, como si esa luz que ya agoniza reflectase en un agua que, paradójicamente, no hay. Del lago inmenso que aquí hubo, sólo ha quedado una pátina de sal, que vuelve  blanca la llanura interminable y crepita bajo los pies, si andamos.
   Ejerce una extraña fascinación, una atracción tan fatal como la de las sirenas, que atraían a los navegantes con su canto para devorarlos luego. La sed y la locura del extravío podrían aguardar a quien se aventurase en tan inhóspitos dominios. Ningún camino, ni siquiera formado por rodadas de vehículos, orientaría los pasos de quien osase adentrarse en el espacio vacío que se abre ante nuestros ojos, hecho solo de horizontes.
   Sobrecoge la soledad, se oye el silencio.
   Heraldos de la noche, unos cuervos traen en la negrura de sus alas el anuncio del ocaso. En el oeste de sabanas, de donde nosotros y ellos llegamos, y a donde de inmediato retornan, el sol hace sangrar al cielo. Pronto desharán la oscuridad más próxima las llamas de una hoguera. En derredor, sentados en un círculo de sillas, cenamos y hablamos, confianzudos, olvidados de que, más allá del alcance de la luz, por todas partes se extiende la nada.

   Nos acostamos al aire libre, con todo el firmamento para nosotros como único techo. Cierro la cremallera de la lona que envuelve mi lecho y quedo a modo de crisálida, con tan sólo la cabeza al descubierto. Me cuesta dormir, y no por el frío o porque no tenga sueño. Es que, ahí arriba, han empezado a reclamar mi atención las estrellas, que nunca brillaron tanto.

martes, 1 de septiembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (7): ODA A UN BAOBAB

Me gusta pronunciar el nombre del baobab, que parece sacado de un canto africano. Su sonoridad es al tiempo rotunda y suave, tan rítmica que casi incita a danzar. Bajo su copa me sumo, sin embargo, en una perpleja inmovilidad, nacida de la contemplación de lo nunca visto.
   Llegamos a sus pies a bordo de dos jeeps, cuando desde el pueblo de Gweta nos dirigíamos al salar de Makgadikgadi. El camino se había hecho laberinto, sin que hubiera señal alguna que sirviese de orientación, ni nos saliese al paso ninguna Ariadna con un ovillo de hilo que ir soltando para volver atrás en caso de pérdida. En los cruces y bifurcaciones que se sucedían sin pausa, habían de fiarse los conductores únicamente de sus recuerdos para no errar el rumbo.
   Enseguida que lo vimos, nos pusimos, como empequeñecidos, a mirar para arriba. Asomaba por encima de todos los demás árboles, por altos que fuesen. Ya desde muy lejos se le divisaba, como si fuera un faro que a partir de entonces nos guiara sin necesidad de luz.
   En el grosor inconmensurable de su tronco, se encarnaba el tiempo. Produce vértigo imaginar de dónde viene, cuántos siglos lo hicieron, qué de sucesos presenció, la de cantos que albergará su memoria. Lástima que no pueda hablar, con tanto como tendrá que contar. Para llegar a este ahora, resistió sequías, disuadió al rayo de que lo buscase desde la nube, asombró tanto al leñador que apartó de su corteza el hacha.
   Desde su altura, ve pasar el mundo. Hasta un ave sentiría vértigo si alcanzase a posarse en su cúspide. Camina hacia el cielo con el mismo tesón con que el viajero encara el horizonte, sabiendo que nunca lo alcanzará, pero sin que nadie le quite la ilusión de hallarse cada vez más cerca.
   Deshojado como está, parece un árbol seco, un mausoleo vegetal. Pero es solo la apariencia que le da el invierno, y si hipnotiza ahora la mirada, qué no ocurrirá cuando la primavera se asiente en sus ramas y las colme de verdor. Entonces, él solo será un bosque, verticalmente expandido.
   Lo veo irse según nos vamos, embobado en su grandeza. Hasta que un nuevo encuentro sustituye la admiración ante lo inabarcable por el sentimiento de ternura que proporciona la contemplación de lo pequeño. En este continente de contrastes que es África, acabamos de toparnos con una familia de diminutos suricatos. Avanzan campo a través, como un ejército en miniatura. A cada poco se detienen, unos erguidos, vigilantes; los otros, escrutando entre la hierba insectos que sacien su hambre. También ellos, cuando nos alejamos, dejan en el ánimo la impresión de que, una vez más, hemos vivido, sin dormir, un sueño.