MAMÁ
ÁFRICA (10): KALAHARI ADENTRO
El
cuerpo se me hizo depositario de la memoria en el desierto de Kalahari. Según
nos internábamos en su seno, iba dejando una huella dolorida en el trasero y la
espalda, en cervicales y costillas. El
minibús de grandes ruedas y cabina de camión se convertía en batidora de
músculos y huesos, a efectos del traqueteo que imponían los desniveles de un
carril de arena.
Pese a llevar ajustados los cinturones,
saltábamos en el aire a cada paso, mimábamos contorsiones imposibles y,
obedientes a la ley de la gravedad, caíamos de nuevo, pesadamente, sobre los
asientos. El secreto para no deslomarse consistía en aprender a dejar el cuerpo
muerto a merced de la inercia, sin ofrecer resistencia a los caprichosos saltos
circenses que nos veíamos obligados a ejecutar.
Afuera, desfilaba un paisaje sin apenas
colinas o depresiones, como un gigantesco decorado siempre igual a sí mismo,
reiterado kilómetro tras kilómetro, repitiéndose cada hora que pasaba. Algún dios vengativo parecía
haber cubierto la planicie con un manto arenoso, sin olvidar parte ninguna, en lo próximo o en lo lejano. Pero ahí, y en la obsesiva falta de
agua, terminaba lo que, en nuestro
imaginario aprendido en la escuela, haría a este escenario merecedor de
llamarse desierto. Por extraño que pudiera parecer, sobresalía en esa obstinada sequedad un sinfín de matorrales con
espinas, de arbustos Kalahari hoja de manzano, de árboles que para mí no tenían
nombre, si no eran las acacias con forma de parasol que surgían de cuando en
cuando para alivio de la mirada. No se apelotonaba la vegetación en marañas
impenetrables, pero tampoco se dejaban mucho espacio entre sí troncos o tallos
y enramadas. Podríamos andar por entre el infinito boscaje sin temor a que nos
atrapase la espesura. Otra cosa es hasta dónde seríamos capaces de llegar, pues se extiende tanto este desierto que si en un punto es Botsuana, más allá está en Namibia, o forma parte de
Sudáfrica.
Nadie con quien intercambiar una sonrisa, a
quien formular una pregunta se nos aparecerá en este territorio inhóspito, ni
un poblado, ni siquiera una cabaña aislada. Hasta la fauna salvaje se muestra
remisa a mostrarse en estas soledades. De algún sitio sale un elefante, que no
parece nada contento del encuentro con nosotros. A veces, se dejan ver raficeros,
los diminutos antílopes que no abultan mucho más que una liebre y desconocen lo
que es disimularse en la manada; vuelan aves, tan fugaces que no conceden tiempo
para darnos las señas de su identidad. Qué beberán en el yermo de arena es un
misterio que me confieso incapaz de descifrar.
Quizás mañana los bosquimanos, a cuyo encuentro vamos, nos enseñen las claves de este mundo perdido…
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