jueves, 23 de junio de 2016

ORLANDO (EE UU): DOS VECES CRIMEN

El del club nocturno Pulse fue un atentado indiscriminado: Omar Mateen no conocía a sus 49 víctimas mortales, ni a los 53 heridos de bala que dejó tras de sí, y que podrían haber resultado, también, muertos. Y, sin embargo, aunque no los hubiese seleccionado uno a uno, con nombres y apellidos, individualmente considerados, no se trató de objetivos tomados al azar. No estaban en el lugar y el momento equivocados, no fue una casual fatalidad lo que los puso en el punto de mira del asesino. Los había elegido por su pertenencia a una determinada comunidad, pues esa discoteca la frecuentan homosexuales. Terrorismo islamista –el criminal había jurado lealtad al Daesh- y homofobia cruzaron  aquella madrugada sus caminos.
   Por un lado late en tamaña monstruosidad un afán por conformar el mundo como no es, por negar su diversidad, por uniformizar la vida. La policromía del arco iris se reduce a un solo tono. Gais o lesbianas son, en lenguaje religioso, pecadores. De pervertidos o enfermos se les ha llegado a calificar.
   No cabe el respeto a la diferencia, ni siquiera la diferencia misma, en cabezas tan dogmáticas, incluso en algo íntimo, personal, como la orientación sexual.  Mentes estrechas como ésas no tratan de comprender el mundo; quieren, por el contrario, imponérsele, hacer que encaje en sus principios sectarios, encorsetarlo.
   Para estos cráneos privilegiados, si el zapato no se ajusta al pie, mejor recortar ese pie que cambiar de calzado buscando mayor amplitud. Y, andando de por  medio el fanatismo, esa imagen deja de ser una metáfora para volverse realidad trágica. De una condena moral, se pasa a disparar a mansalva para castigo de los estigmatizados, para su aniquilación.
   Vano intento el de ese afán homicida. Crecerá la hierba tras el paso de Atila. De sus propósitos tan sólo quedará el sufrimiento que han provocado. No dejarán otra huella que la de la sangre que han derramado.  

jueves, 16 de junio de 2016

ORLANDO,  REFLEXIONES A POSTERIORI

Uno puede entender que a veces pase. Que un individuo o varios burlen los controles establecidos por la ley y se haga, se hagan, con armas, ya sea recurriendo al mercado negro o sustrayéndolas. Lo que es difícil imaginar es que se puedan comprar, como si nada, legalmente. Y ya parece rizar el rizo de lo absurdo que formen parte de la oferta fusiles de asalto de los utilizados en las guerras, de esos que matan a decenas de personas en cuestión de instantes.
   Resulta impensable semejante cosa, si bien con una salvedad: que el interesado en adquirir dichos artefactos mortíferos sea estadounidense y viva en su propio país. Entonces todo es posible, incluso si el sujeto en cuestión ha sido investigado por el FBI dadas sus simpatías yihadistas. O aunque su exmujer lo haya dejado por las palizas que le propinaba. Hablo de Omar Mateen.
   No se trata de un hecho aislado. Pero por mucho que se multipliquen las matanzas en Estados Unidos, la Asociación Nacional del Rifle se sale con la suya frente a cualquier intento de prohibición de venta de armas. Peor aún, encuentra en esas atrocidades un desquiciado argumento para promover la sinrazón del negocio. Estando todos los ciudadanos armados, claman, podrán enfrentarse a cualquier ataque. Qué miedo da, ese caminar en dirección contraria al sentido común y a la conveniencia general.
   Como también lo produce la atribución de culpabilidad a más allá de los responsables  de las agresiones. Porque ésa es otra. En lugar de precisar de quién prevenirse, no faltan sectores sociales influyentes en EE.UU que hacen a una comunidad entera reo del delito. Si el asesino que acabó con 49 personas en el club gay Pulse de Orlando se declaró seguidor del DAESH, y el DAESH dice ser musulmán, todos los musulmanes pasan a situarse en el punto de mira. Lo cual, aparte de una injusticia, constituye un error de proporciones colosales.
   Criminalizar a toda una comunidad implica desenfocar el objetivo contra el que dirigirse, facilita que éste se disimule dentro del conjunto al que se señala con dedo acusador. Esa demonización favorece, además, una dinámica de confrontación. Nada mejor para conseguir enemistades que ponerse, gratuitamente, enfrente de los otros, atribuyéndoles complicidad o aquiescencia con crímenes de los que son inocentes. Se restan aliados donde más se necesitan. En un mundo, el islámico, que, en su inmensa mayoría, es contrario al terrorismo islamista… 

miércoles, 8 de junio de 2016

“LA VÍSPERA DE CASI TODO”, de Víctor del Árbol

Es una sensación un tanto paradójica, de impresiones contradictorias, la que he experimentado al leer esta novela. A veces he llegado a preguntarme qué criterios maneja al jurado del premio Nadal, con el que ha sido galardonada; pero también reconozco que me he sentido atraído por sus intrigas, interesado por cómo se desvelarían.
   Ocurre que, a mi entender, se mezclan demasiadas cosas, y no traídas de la mano de una línea argumental, como aspectos secundarios que deriven de ella. Son personajes que entran en contacto con otros los que vienen, con su pasado –y su presente- a cuestas, a sumar historias, aunque su relación con la trama principal se nos escape. Podrían tener interés en sí mismas, constituirse, por separado, en guiones de otras tantas narraciones, pero su acumulación resulta forzada. Con el añadido, además, del dramatismo que caracteriza a todas ellas. Vamos de un sobresalto a otro, no hay gota que agote el vaso de las tragedias, que, inmisericordes, nos salen al paso página tras página, según avanzamos en la lectura.
   Y todos esos argumentos se cierran, y no sólo en cuanto a las incógnitas que plantean. No hay cabo suelto que estimule la imaginación del lector. Incluso cuando ya nada queda por saber, como si el autor se resistiese hasta el último momento a poner el punto y final, se nos cuenta qué ha sido, qué es, de cada personaje, después de resueltos los enigmas. Todo queda, así, atado y bien atado.
   En el haber de esta novela, yo destacaría la preocupación por el tiempo, una exactitud de calendario, complementada, en ocasiones, por la precisión horaria, una datación que se manifiesta en el encabezamiento de cada capítulo, como si se tratase de una crónica. A mí me parece un eficaz recurso para dosificar la tensión, como lo es la diversidad de escenarios. Esos cambios espaciales favorecen igualmente la introducción de nuevas acciones, con importancia en sí mismas, con una débil ligazón –y a veces sin ella- con la trama principal.
   El estilo es llano, directo, aunque no siempre desnudo de artificio. Nada llamativo, si exceptuamos alguna descripción de un ritmo casi cinematográfico, o ciertas expresiones  especialmente afortunadas. A los personajes no los conocemos sólo –tal vez ni principalmente- por lo que hacen o por cómo se les pinta: el narrador se encarga de meterse en sus adentros, dándonos cuenta de su sentir o sus pensamientos, con una omnisciencia casi absoluta.
   No es que me haya aburrido, pero no la releería, como hago a veces con obras que me admiran.