martes, 21 de febrero de 2017

YA EN SANTO ESTEVO

En realidad, no debería extrañarnos hallar un parador nacional en sitio tan remoto. No, si consideramos que fue antes monasterio de frailes benedictinos, y en tiempo aún anterior, sin la apariencia que hoy tiene, refugio de eremitas, que buscaban soledad y apartamiento. Asombra, sin embargo, su monumentalidad, precisamente por tan fuera de todo como está, señoreando montes desde la cima de una montaña lejana.
   Las mitras de nueve obispos nos hablan, desde el escudo que las aloja en la fachada barroca, de que es éste un buen lugar para quien guste de un retiro no exento de comodidades. Intramuros encontraron, sin duda, cuanto un príncipe de la Iglesia pudo apetecer en el final de sus años, como un anticipo del paraíso al que aspirarían. Una leyenda verbaliza esa historia, que sitúa a caballo de los siglos X y XI.
   Nada más traspasar la portalada, en un acto instintivo, sujeto la maleta en el aire, aunque me pese. El ruido de sus ruedecillas sobre enlosados y tarimas se me ha antojado una profanación. A nuestro paso, la piedra se comba en arcadas y dibuja columnatas y capiteles o se adintela, y siempre nos traslada al medievo, si no es por el mobiliario, de una modernidad que sorprende.
   Caminamos corredores a menudo porticados, subimos hermosas escalinatas, nos perdemos en la amplitud de   estancias que son comunitarias, ya se trate de salones donde conversar, ya de salas de exposición. Por tres veces, el espacio se abre y la techumbre desecha la teja y es puro cielo: son otros tantos claustros monacales. Al atravesarlos, vamos del románico al gótico, y de éste al Renacimiento, sin otra transición que la que nos lleva a detenernos, embobados en esta lección de historia del arte que se  materializa ante nuestros ojos.
   En este contexto, dan ganas de llamar refectorio al comedor, que despliega una inverosímil largura bajo una bóveda inacabable y tiene paredes de ladrillo rojo. Suena una música suave, remedo de otras épocas. Y el pulpo viene a nuestra mesa, preparado a la gallega manera, y no lo desmerece el bacalao, que, se acompaña de cebolla caramelizada y se deshace en lonchas y sabe a gloria. Bocatti di cardenale! No puedo por menos que imaginar a los nueve prelados disfrutando de estas o similares exquisiteces, cuando entramos en la primitiva cocina conventual, ya en desuso y vacía, apenas un hogar cobijado por cuatro columnas…

  Abro la ventana de la habitación a la mañana. Veo un cementerio diminuto, una pequeña explanada que se eleva, tan cubierta de flores que semeja un jardín, como un adorno que se empeñase en poner una nota de color a la iglesia románica que levanta a su lado muros, ábsides y torres de campanas. A la vista de ese camposanto, pienso en cualquier cosa que no sea la muerte. 

lunes, 13 de febrero de 2017

YENDO A SANTO ESTEVO

Era una noche cerrada del último otoño. El coche trepaba curvas, que se enlazaban una en otra sin darnos  respiro. La carretera se abría camino con dificultad por entre una espesura de árboles. Resignada a estrecheces sin cuento, zigzagueaba, como si fuese un sendero sinuoso en medio de un bosque muy tupido, y siempre cuesta arriba. Concentrábamos la mirada allá donde el haz de los faros sacaba fugazmente el frente más próximo de la oscuridad. Yo aguzaba la vista, temeroso de que un jabalí obtuso o un cérvido deslumbrado viniese a morir contra nosotros. O buscaba, pero en vano, un punto de luz que me revelase la presencia de una casa y rompiese la soledad de aquellos parajes. Kilómetro tras kilómetro, la sensación de estar yendo a ninguna parte se acrecentaba, aunque pensáramos que, en tanto hubiera asfalto bajo las ruedas,  no estaríamos perdidos del todo.
   El tiempo que duraba aquella ascensión continuada se me estaba volviendo eterno, tal vez por la tensión con que lo vivíamos, o quizás lo estuviéramos alargando con un avance que nuestra prudencia hacía muy despacioso. El problema no era, en todo caso, que no acabáramos de encontrar nuestro destino. Es que, cuanto más nos sumíamos en  tinieblas y lejanía, más atrás iba quedando el recuerdo de espacios habitados. Y, aunque no lo dijéramos, no contribuía a tranquilizarnos que ya hubiéramos olvidado la última señal indicadora de que íbamos hacia donde queríamos.
   Entonces surgió repentino, tan visible como insospechado. Estaba en un alto amurallado, que se abría en un portón que nos pareció la entrada a la gloria. Si París bien valió en su día una misa, se me antojó que, por alojarnos en Santo Estevo, había merecido penar en una negrura que semejara no tener fin. Y eso que aún no habíamos catado las delicias que nos aguardaban tan fuera del mundanal ruido como sólo fray Luis de León cantó…

lunes, 6 de febrero de 2017

A VUELTAS CON AMADORA Y SU CUARTO

   Dicen –y suscribo esa opinión- que escribir comporta sufrimiento. El que causa la búsqueda de la palabra exacta, ésa que precisas y no encuentras; o que un personaje no acabe de revelársete, o, ay, que cuando crees que ya lo ha hecho se rebele y tuerza tus planes. Por no hablar de una trama que –al menos en mi caso- se forja día a día y me trae y me lleva, entreteniéndome en un nuevo avatar que surge en el camino, o en el camino mismo. Y aún estará la incertidumbre de un desenlace, que para mí sólo surgirá con el punto y final.
   A esos problemas inherentes a la escritura de ficción sumé en la novela “Desde el cuarto de Amadora” una dificultad más. Trabajé en ella a lo largo de varios veranos, o sea, de forma discontinua, y no porque lo quisiera así. De otoño a primavera, el curso lo ocupaba en otros menesteres, literarios –el teatro- o profesionales, las clases en el instituto. De modo que cuando al fin las vacaciones me daban un respiro y podía retornar a la labor narrativa, había de releer lo ya escrito para volver a hacerlo mío y ponerme en condiciones de continuarlo.
   Ahora estoy entrando en otra fase. Nadie escribe para sí mismo, no hay autor que no aguarde a su público. Una voz siempre espera un oído que la escuche; la palabra escrita, la atención de unos ojos. Es un viaje, éste de la comunicación literaria, que, habitualmente, sólo es de ida. Pocas veces el receptor entabla un diálogo con el hacedor de la obra que ha leído.
   A mí me está pasando. ¡Cuánto se agradece que alguien deje su opinión en la página de Amazon donde se oferta la novela! Y que te llamen a una tertulia (siempre voy) para que escuches de labios de quienes se han adentrado en las páginas del relato cómo han vivido las peripecias de los protagonistas… O que, en fin, hayas dado pie a valoraciones tan hermosas como las vertidas en sus blogs respectivos por miradas expertas como las de Rosa Berros (http://elblogdelafabula.blogspot.com.es/), o Isabel Tejerina (http://isabel-tejerina.blogspot.com.es). Cuando veo lo que dicen, hasta a mí me cuesta no abrir “Desde el cuarto de Amadora”, esta vez para leerla…