domingo, 31 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (8)): EL TEATRO COLÓN

Venía en el grupo de visitantes –escaso, cabíamos en un palco- un invidente. Lo observé nada más iniciar nuestro periplo por el teatro Colón. Estaba palpando con suma delicadeza una maqueta expuesta en la enorme antesala que nos recibió. Parecía ver con las manos. Nada más ponernos en marcha, me llegaron los ecos de su bastón tanteando el suelo suavemente, como si quisiera no hacerse notar en aquel templo dedicado a la ópera, a la danza, a la música. Al principio, me preguntaba qué sacaría él en claro del recorrido, con qué se quedaría. Luego resultó ser, con diferencia, de entre nosotros, el  mejor conocedor del teatro, tal vez con la excepción de quien nos conducía. Hacía comentarios sabios, formulaba interrogantes que denotaban cuán docto era, más que aprender parecía enseñar. Recordé, entonces, que hay muchas formas de acercarse a la realidad, de ir al encuentro del fondo de las cosas.
   ¡Y qué cosas…! Siento mi pequeñez donde todo es inmensidad. Mientras subo escalinatas o camino entre columnas de mármol de diversos colores y procedencias, y vislumbro  de pasada ampulosos salones, voy haciendo un ejercicio de imaginación. Desde los corredores de arriba o desde sus balconadas, se puede mirar a los de abajo o ser visto por ellos. Aquí se escenifica  una obra sin argumento, cuyos motivos son encuentros y desencuentros, la presunción y la soberbia, la admiración o la envidia. Las grandes pasiones cuentan, ya antes de entrar en la sala de espectáculos, con su representación, y es (y era) el público quien la protagoniza.   
   En el teatro propiamente dicho, todo está en penumbra, y nos lo habían advertido, pues es momento de poner a punto luz y sonido para una próxima actuación. Hablamos bajo, que este espacio es mundialmente famoso por su acústica, y no es cuestión de interferir en las voces que, desde el escenario, para hablar, están cantando.
   Enseguida nos damos cuenta de que la magnificencia no se ha quedado fuera de la sala. También en ella es como si no existiera el sentido de la medida, si no fuera para sobrepasarlo. Son siete plantas  las que vuelan sobre la platea, y el escenario, de abrirse en su totalidad, no sería menor que el patio de butacas. En el centro del techo, una cúpula eleva la mirada hacia sus pinturas, referidas a las artes. Desde su altura, disimulados en un balcón, diz que tocan músicos o cantan intérpretes, y son como armonías y voces que procedieran del cielo, y aún algún actor puede descolgarse como ángel.
   Me gustaría ser uno más entre los 2500 espectadores que tomarán asiento en sus butacas, incluso de los 500 que asistirán de pie a alguno de los montajes de la programación. Esta vez no podrá ser, pero no creáis que lo lamento. Ya tengo un motivo más para volver a Buenos Aires.

martes, 26 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (7): LA CIUDAD PALACIEGA DE LOS MUERTOS

Aparte de estar muerto, se precisa de un requisito esencial para ser enterrado en el cementerio de La Recoleta: haber alcanzado la fama. Por fortuna, a los vivos no se nos exige esa segunda condición para traspasar su umbral y pasear entre sus muros.
    Los da Dios y ellos se juntan, aun después de exhalar el último de los suspiros. Nadie reposa aquí que no haya sido una celebridad. Según avanzamos, nos salen al paso espadones que fueron. Y jurisconsultos, estadistas, científicos, deportistas, literatos, músicos, cómicos, pintores… y hasta Evita Perón. Vivieron en olor de multitudes, y se diría que no se resignan, ya fallecidos, a perder esa prebenda, pues somos muchos quienes, venidos de todo el mundo, nos constituimos en su público, según deambulamos por esta ciudad palaciega de los muertos.
   No obstante, una cripta marca la diferencia, y la regla se hace excepción. La escultura que reproduce al joven enterrado en ella no casa con sus ilustres vecinos. Es la de un  humilde trabajador con una regadera y un escobón a sus pies. En el relato de su historia, viene en nuestro auxilio la leyenda. Se llamaba David y era cuidador del camposanto. Dicen que se obsesionó con la idea de que allí reposasen sus restos. Y que ahorró, y levantó con sus manos la que había de ser su última morada. Concluida la construcción, no aguardó a que la naturaleza siguiese su curso y diese fin a su existencia, y se suicidó, por habitarla cuanto antes. ¡Lo que habría hecho Bécquer de este argumento!
   Pasa la suntuosa necrópolis por encima de cualesquiera expectativas. Pensaba encontrar de cuando en cuando, entre lápidas y nichos, monumentos que me abrieran la boca y me agrandaran los ojos. No entraba en mis cálculos que la una y los otros no retornarían a su estado habitual hasta salir de allí. Y es que a lo mejor la hay, pero no he visto una sola tumba corriente.
   Caminé calles y calles y todo fueron, para flanquearlas, bóvedas, mausoleos o panteones. A unos los hacía vistosos su desmesura, otros brillaban por su refinamiento, en los de más allá destacaba el buen gusto del diseño. Se sucedían escalinatas, columnas, torres, se adintelaban las entradas o las enmarcaban arcadas. En consonancia con tal magnificencia, la fábrica de esas sepulturas se hacía de materiales nobles. Y eso mismo ocurría con las placas que identificaban a las personalidades o sus familias, o con las estatuas esculpidas en piedra, bronce o mármol, que, si se juntaran todas, harían multitud.
   Entre las  tallas de ángeles o de prebostes, llamó mi atención la de una muchacha con su perro, y aún más cuando conocí su historia. Liliana Crociabi expiró durante su viaje de luna de miel y cuentan que el can, que se había quedado en Buenos Aires, no la sobrevivió ni un día. Modeladas en bronce, sus figuras abren, en medio de tanta ostentación, un espacio para la ternura.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (6): UN CAFÉ EN LA BIELA

Me adentro en el café La biela de La Recoleta y al pronto casi me da un pasmo. A escasos metros de la puerta, comparten velador dos parroquianos singulares. Visten con una elegancia exquisita, que contrasta con el atuendo informal de los turistas que van y vienen a su alrededor. Uno de ellos sonríe y posa las manos sobre un libro entreabierto; su contertulio tiene el gesto grave y la mirada como vacía y reconcentrada, y se apoya en un bastón.
   Son Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, y qué de extraño tiene, si estoy en Buenos Aires, que los inmortalicen, cuando por mérito propio ya son inmortales. Eso me digo, mientras, como hay una silla libre, me siento a su lado y entablo con ambos una conversación imaginada.
   Cuando aún no existían como estatuas, en carne y hueso frecuentaban La biela. Algo hay en este establecimiento para que de alguna manera lo hicieran suyo, y en su búsqueda indagan ahora mis ojos. Y sí que tiene encanto.
   Sobra el espacio en torno. Alberga su amplitud numerosas mesas, sostenidas en el aire por un solo soporte central. Son de madera, como sus sillones, de brazos curvos  y respaldo aéreo. Si estuviesen todas ocupadas, estaríamos entre cuatrocientas personas. Sin embargo, no se apretujaría esa multitud y apenas se oiría sino un murmullo, salvo que se hable muy alto, como ahora un grupito de alemanes, que se acomodan en nuestra vecindad y ríen y gritan como si una gran distancia separase  a los unos de los otros.
   Veo columnas que, truncadas, no aguantan techos. Ofician como peanas de plantas, que se exhiben desde la altura. A su encuentro viene de todas partes la luz. Entra, tamizada ya afuera por la sombra de toldos de franjas blancas y verdes, a través de enormes ventanales, enmarcados por cortinones; y se agranda con la proveniente de lámparas esféricas y amarillas que, en racimos de a tres, penden de la techumbre. Entre ellas giran, incansables, las largas aspas de los ventiladores.        
   Por entre el público, se deslizan discretos y callados camareros, que toman nota o traen en bandejas lo ya encargado. Parecen, como el propio local, formar parte de un decorado finisecular, que chocara con quienes hubiéramos dado un salto atrás en el tiempo olvidando cambiar de vestimenta.
   Testigos mudos, y sin embargo elocuentes, de otra época, ilustran las paredes piezas de coches antiguos. Es la impronta que dejaron quienes, allá por los años 50, trajeron a sus conversaciones la afición por las carreras de automóviles. Tal hubo de ser su peso, que incluso rebautizaron el establecimiento, cuya existencia venía de atrás. Dicen que por aquí pasó el mismísimo Fangio.
   Pero ¿y Bioy Casares y Borges? Ah, sí, detrás del mostrador que está al fondo volvemos a saber de ellos. Las fotografías que se exponen fueron tomadas por el primero y sirvieron para un libro que escribieron los dos...

lunes, 11 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (5): EL GOMERO DE LA RECOLETA

Desde la lejana India vino una plantita a dar a Buenos Aires. Eran tiempos en que sólo los pájaros y ciertos insectos surcaban los cielos, o sea que quien la trajo hubo de encomendarse al mar en su viaje. Debía de ser amante de los árboles, sin sus cuidados el pequeño vástago no habría sobrevivido a la larga travesía oceánica. Seguramente lo motivaba el afán de sumar a la vegetación de Argentina una nueva especie, porque aquí no había ningún semejante en que pudiera reconocerse.
   Fue plantado en una chacra, donde la ciudad apunta al norte. Hoy se levanta en esos parajes el barrio residencial de La Recoleta, nombre que le viene de los frailes que  erigieron en esos baldíos un convento. Desconozco si su porteador de entonces se atrevería a sospechar que doscientos años después seguiría en pie aquel mínimo retoño, sólo que transfigurado en mole de madera y espesura. Lo que hace dos siglos apenas era, es ahora un coloso descomunal. Con razón le llaman el abuelo: cuando en mi incesante vagabundeo por la capital veo otros ejemplares de buen porte, ya sé dónde está su origen.
   Impone su envergadura. Es tal su frondosidad que la pupila no consigue escalar a través del follaje –verdeoscuro el haz, más claro en el envés- en busca de la claridad del día. Varios troncos parecen abrazarse hasta ser el que son, únicamente uno. Abajo, su metro y medio de diámetro se ensancha considerablemente en la nervadura de raíces que, a la vista, lo circundan.
   Imposible no contener el aliento ante esta presencia, si no es para exhalar una interjección admirativa. Se basta él sólo para sombrear una plaza de no escasas dimensiones, que es, en su caso, la de Juan XXIII. El café La Biela se aorilla a su lado, la basílica del Pilar llama, cercana, a la oración y el cementerio de La Recoleta, también próximo, abre sus puertas de la eternidad a muchos próceres que han sido.
   Desparrama este gomero sus ramas, que discurren paralelas a tierra, y que se aproximan a los treinta metros de longitud y uno de diámetro, dónde se ha visto cosa igual. Podrían quebrarse, si el ingenio humano no corriese en su ayuda. En algunos de sus tramos se han dispuesto unos soportes ahorquillados, que las apuntalan. En uno de ellos se detienen la atención y las cámaras de fotos de los visitantes: tiene forma humana, es un Atlas quien ejerce de contrafuerte y aguanta el peso, que si no es el del mundo como en el mito griego, ya le llega. Como únicamente lo viste un taparrabos, es perceptible la tensión que el esfuerzo provoca en su musculatura de titán. Es tan verosímil, que dan ganas de prestarle ayuda. Estoy por asegurar que, si le paso un pañuelo por la frente, lo retiraré humedecido por su sudor. Me parece el otro gran protagonista de esta historia, una obra de arte urbano, forjada con restos de automóviles, que acude en auxilio de la que esculpió la naturaleza a lo largo de siglos. 

miércoles, 6 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (4): UNA FLORALIS GENÉRICA

Ahora deberíais cerrar los ojos e imaginar la mayor de las flores del mundo. Una que os haga sentiros Gulliver en el país de los gigantes. Y que no se marchite, como si no fuera con ella el devenir de las estaciones y viviera instalada en una eterna primavera.
   Estuve a su vera el 31 de octubre, y, en comparación, yo no era más que una menudencia, una diminuta insignificancia. Mide 23 metros de alto y su diámetro alcanza los 32. Pensaréis que fantaseo, aunque suceda en Argentina y todo en América cobre dimensiones colosales. Pero es cierto que haberla hayla, incluso no siendo del todo verdadera.
   Me explicaré, y veréis cómo en este caso realidad y ficción se hermanan. Son de metal sus seis pétalos, detalle que no los exime de cerrarse a la oscuridad, plegándose de  noche, para abrirse de nuevo a la luz cuando amanece el día. El colmo sería ya que oliera.
   No me preguntéis por qué planta la engendraría, bastante es que exista ella. Floralis genérica, la bautizó el arquitecto Eduardo Catalano, su hacedor, quien quiso que subsumiese en su ser la esencia de todas las flores del mundo. Al contemplarla, creo que lo consiguió.
   Está en un vastísimo parque verde, arbolado al fondo, que lleva el nombre de Naciones Unidas. Emerge en medio de un estanque, cual Narciso que se complaciera en contemplarse a sí mismo, ajena a que, al tiempo,  multiplicará el agua su vistosidad a ojos de quien, sólo con verla, ya no puede sino admirarla. Y mira que es difícil destacar en el barrio de La Recoleta, donde todo asombra.
   Parece Buenos Aires abrirse camino por entre un bosque, hasta tal punto se colma de árboles. Pero ya veis. Como si les supiera a poco y no les bastara esa naturaleza desbordante, aún han cultivado los bonaerenses esta flor, que será de mentira, pero no por ello deja de ser flor.

viernes, 1 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (3): PEQUEÑAS COSAS

A menudo la atención se me queda prendida en los detalles.
   Tomo nota de pintadas que nos salen al paso y me llaman a leerlas con su poético dramatismo: “Ni dioses ni maridos”, proclama, drástica, una; “O libres o muertos, jamás esclavos”, consigna, contundente, otra. Alguna desciende de la filosofía política revolucionaria a la concreción reivindicativa y echa en falta a Santiago (Maldonado) (1), como exigiendo que aparezca o denunciando su pérdida.
   Un letrero pillado al vuelo informa de la razón de ser de un establecimiento, que se dedica a la compostura de zapatos. Poco más allá, alguien habla de un motorista que ha dejado su vehículo aparcado y volverá pronto, y por mucho que busco la moto no la encuentro: es un auto el que aguarda a su conductor. Pregunto por una dirección y me indican, amables, a cuántas cuadras se halla. Oír español a diez mil kilómetros de España requiere de cierto aprendizaje. Y no deja de tener su encanto pedir en un asador un bife de chorizo y que te traigan una sabrosa carne, que creo solomillo de ternera, sin pizca de chorizo.
   Me meto por una calle estrecha y larga, y enseguida me parece haber dado, sin quererlo, con un gremio peculiar. Una tienda tras otra lucen idéntico cartel. Todas compran oro. No sé qué me sorprende más, si este insólito arrimo de competidores o que tanta gente posea el preciado metal y esté dispuesta a deshacerse de él. ¿Significará esto último que a glorias pretéritas se contrapone un presente de decadencia y apreturas?  ¿Y cómo decidirá el vendedor qué establecimiento se quedará con sus joyas?
    Sigo andando e inopinadamente se me ocurre que deben de gustar los argentinos de llevar muy limpios los zapatos. Me tropiezo, al amparo de soportales o al abrigo de una fachada cualquiera, con limpiabotas, que ejercen al aire libre su tarea. Un negocio humilde, que no necesita de más que una silla donde sentar al cliente, un banquito donde pose el pie y un taburete pequeño para el lustrador. Una caja de la que emergen betunes, bayetas y cepillos da fe de un oficio que casi tenía en olvido.
   En una calle que recuerdo como Florida, son legión otro tipo de empresas unipersonales, que no precisan de aditamento alguno para ejercer su función, ni siquiera de local. Tan sólo se necesitan dotes de fisonomista, muy útiles para detectar turistas, y un cierto desparpajo para dirigirse a ellos y ofrecerles cambiar su moneda por el peso del país. Me pregunto si cada uno trabajará para sí o si lo harán por cuenta ajena y a comisión, y concluyo que más bien lo segundo que lo primero, pues no me imagino a un banquero, siquiera sea en ciernes, que no disponga de un capital para el trueque, y no tienen éstos pinta de adinerados. Sin atender a sus cantos de sirena, continuamos nuestra andadura, que nos queda mucho por ver.


(1) Santiago Maldonado ha sido noticia en la prensa internacional. Murió ahogado en el río Chubut. La última vez que fue visto con vida, intentaba escapar de la represión de la Gendarmería sobre la comunidad mapuche. Tardaron tiempo en encontrar su cadáver.