lunes, 29 de agosto de 2016

POR EE UU (2): UN EXTRATERRESTRE EN LAS VEGAS

O sea, yo. Así me sentí, y no culpo a Las Vegas: era cosa mía. Si no, ¿qué hacía un tipo como el que suscribe, nada aficionado a tentar a la suerte en juegos de azar, en un templo dedicado a su culto?
   Nunca viajo a ningún sitio que no me sorprenda. Ya de antemano, me preparo, siempre, para ir al encuentro de lo inesperado. Pero aquí paisaje y paisanaje no dejaban de arrancarme miradas de asombro.
   Ya desde el aire, me pasmaba que a alguien se le hubiese ocurrido venir a poblar un sitio como éste. Sobrevolábamos zonas desérticas, a un espacio pelado sucedía otro, pasaba el tiempo y no comparecía ante los ojos nada que llamase a la vida. Hasta que, como un espejismo insospechado, surgió un entramado inacabable de casitas bajas, cada una con su poco de jardín y su árbol. Sólo en algún punto perdía esa gran urbe su ser horizontal y crecía hacía el cielo con edificios de mucha altura. Habíamos llegado a Las Vegas.
   Esta ciudad no engaña a nadie. Aunque te hubieran traído sin decirte adónde, nada más pisar el aeropuerto se te revelaría ese secreto. ¿Dónde vas a estar, que te salgan al paso decenas de máquinas tragaperras sin salir de la terminal? Como salteadores que para darte el alto precisasen del amparo de la banda, se agrupan de trecho en trecho, llamándote a golpe de colores e implícitas promesas. Y, por extraordinario que  parezca, siempre hay quien, ilusionado o falto de cabeza, pone en el tablero sus haberes en busca de fortuna.
   Es una escena que se repite en el hotel. Mientras mi mujer y mi hija ponen a prueba su dominio del inglés en recepción, yo permanezco cerca, al cargo de las maletas. Pero los ojos se me van a las inmediaciones y vuelvo a encontrar rutilantes aparatos de juego y - esto es nuevo- mesas con crupieres que, de pie, se aprestan a atender al apostante. Pienso que ni los alojamientos se libran en Las Vegas de esta fiebre del oro. Sólo cuando emprendemos el camino de los ascensores –nuestras habitaciones están diez y once pisos más arriba- me doy cuenta de la magnitud del fenómeno y de que mi primera impresión es, al menos parcialmente, errónea.
   La superficie que recorremos se resiste a cualquier cálculo, por ambicioso que sea. ¿Es como un campo de fútbol, esta planta baja? Pudiera… Porque, además, el inmenso espacio central se abre a otros, de mucho fondo y anchura, que vienen a desembocar en él, y en todos hay equipamientos que harían las delicias de cualquier ludópata. Y tiendas abastecidas de mercadería diversa, y restaurantes, y bares. En la barra de uno de estos últimos, delante de cada taburete, una pantalla pequeña ofrece al cliente la oportunidad de ganar o perder dólares según  bebe. ¡No es cuestión de que el tiempo transcurra en vano!
   Antes de que nos metamos en el ascensor, reconozco que me equivoqué al pensar que en Las Vegas incluso en los hoteles hay casinos. Ocurre justo al revés. ¡Hemos venido a dormir en el hotel de un casino!   

miércoles, 24 de agosto de 2016

EE UU (1), SEGÚN LLEGAMOS

Habíamos respondido ya a dos cuestionarios, uno vía internet, el otro entregado por una azafata  durante el vuelo. Tocaba, ahora, nada más tomar tierra, pasar por la aduana. Mientras aguardábamos, alineados frente al puesto de control, yo veía cómo a cada recién llegado se le pedía, antes de darle el pase, que impresionara sus huellas dactilares en una pantalla, y se le mandaba que mirase a un aparato para inspeccionarle la pupila. Además, se le formulaban preguntas y, por supuesto, se controlaba su pasaporte.
   A mí me inquietaba no conocer del inglés más que palabras sueltas o expresiones prendidas en la memoria desde un lejano bachillerato. Temía verme perdido en el limbo, descolocado en medio de un diálogo imposible, sin saber a qué carta quedarme ante los requerimientos que se me hicieran. Por eso me tranquilizó observar que a quienes viajaban en familia se les permitía cumplimentar el trámite en comandita. Mi mujer y nuestra hija hablan la lengua de Shakespeare y ya me cuidaba yo de situarme en medio de las dos para no quedar desasistido. Claro que también podrían sacarme del grupo para interrogarme aparte, como me habían dicho que hacían a veces, ya aleatoriamente, ya porque algún rasgo del pasajero motivara su desconfianza.
   A los preocupones como yo, nos viene muy bien encontrarnos con funcionarios como el que nos cayó en suerte. Era una de esas personas que no ríen, pero que hablan de tal modo, al menos con nosotros lo hizo, que acabas por sonreír. ¿Conque una familia, eh?, dijo, contestando a mi mujer, que así nos había presentado. Y algo comentó de que el apellido de ella le sonaba a de la India.
   Luego se interesó por si teníamos algo que declarar. ¿Llevábamos jamón en la maleta? No, no traíamos nada de comida. ¿Y vino, vino tampoco? ¡Qué va, ni una botella! ¿Y diez mil dólares? (límite establecido). ¡Para nada! Nos miró, pretendidamente sorprendido: ¿Y cómo íbamos a vivir nosotros sin jamón, sin vino y, por añadidura, sin apenas dinero, durante nuestra estancia en Estados Unidos? ¡Y, para encima, nuestro primer destino era Las Vegas!    
   Quiso saber de nuestra hija en qué trabajábamos. Cuando le contestó que éramos profesores y que, por su parte, se dedicaba al diseño, pareció disgustarle que no hubiera seguido nuestros pasos en la docencia. Qué mal, apostilló, como en un amago de reprensión.
   En otro momento, ella me explicaba cómo debía colocar mis huellas dactilares en el espacio ad hoc. Entonces la interrumpió para indicarle  que me dejase actuar por mí mismo. Yo era, la advirtió, un big boy. un muchacho grande, ya crecido, no necesitado de auxilio.    

    Comprenderéis que, finalmente, entráramos en Estados Unidos con una sonrisa...

jueves, 18 de agosto de 2016

JURELITOS AVINAGRADOS

Sigo instalado, como en el artículo anterior, en el recuerdo de las mejilloneras de Lorbé, cuando todavía no había pasado el  medio siglo que vendría después y me haría lo mayor que soy. Allí estaba el adolescente que era entonces, con mi tío Luis, mentor de esta receta, que a mí únicamente debe el nombre.
   Se bamboleaba el andamiaje de la batea que nos sustentaba sobre el mar, igual que si nos meciese. Tal vez graznasen desde el cielo las gaviotas o crujiera con ruido desacorde el maderamen, pero para mí esos sonidos eran compases de música marinera. Unos cientos de metros atrás, los pinos se detenían justo al borde de la línea de costa y la contorneaban en verde. Aunque les diésemos la espalda, se hacía notar donde estábamos su aroma, que olíamos y respirábamos con fruición.
   La sensación era relajante y placentera.
   Flotábamos sobre un azul que se diluía, si mirábamos a nuestros pies, en la transparencia del agua. Por entre el laberinto submarino que dibujaban las cordadas de mejillones, se movían con galbana, a más de otros peces, los jureles, que en zonas de Galicia llaman chinchos y chicharritos en otros lugares. Los veíamos picar antes, incluso, de sentir en los dedos el tirón del hilo del que pendía el anzuelo, hasta tal punto era translúcido el Atlántico.
   Estábamos en la gloria, pero a un goce sensorial sucedería otro, que sobrevendría ya en torno a la mesa, si bien, si de jurelitos hablamos, aún se demoraría un día la degustación. Os explicaré cómo se preparaban y entenderéis de inmediato el porqué de ese retraso.
   Una vez lavados, habían de secarse, que nunca fueron bien avenidos el agua y el aceite, más si éste estaba muy caliente, como había de ser. Antes de ir a la sartén, se salaban y, después de fritos, se dejaba que enfriaran en un plato.
   En tanto, dorábase cebolla en aceite limpio y, apartado luego el sofrito del fuego y ya tibio, se le echaba, sin muestra alguna de racanería, pimentón dulce. A renglón seguido, se le añadía un volumen de vinagre de jerez que equivaliera a tres o cuatro medidas del aceite utilizado.
   En un táper no muy plano, se le unían los peces e iba todo a la nevera. Al día siguiente los comíamos en frío. Estoy por asegurar que, aunque no hayáis pescado vosotros los jurelitos, no os defraudarán, si hacéis como aquí se os ha indicado.

martes, 2 de agosto de 2016

EL SARGO, COMO LO HACE LUIS

   El sargo es un pez muy voraz, fuerte, prieto de carnes, algo seco en la cocina y una delicia en la mesa. Trae consigo sabores a marisco: gusta alimentarse de pequeños crustáceos,  incluso he leído que se le ha sorprendido comiendo percebes. En cuanto a Luis, es uno de mis tíos, el menor de los hermanos de mi padre, aunque bien podría serlo mío, por edad y apariencia.
   Ya pasa de medio siglo el tiempo transcurrido y en la memoria parece que fue ayer, cuando íbamos de pesca a Lorbé. Yo llegaba desde A Coruña y enseguida se me pasaba el mareo de las curvas y el olor a gasoil del autobús. En la carretera que zigzagueaba sin darse un punto de reposo, había dejado atrás pinares y bosquetes de eucaliptos, campos de hierba verde entreverados de maizales, casas dispersas o que se avecindaban y se volvían pueblo –Santa Cruz, Mera, Dexo…-, y, sobre todo, en las orillas, cientos de hortensias, florecidas hasta ocultar sus hojas.
   Él me aguardaba con algún compañero de fatigas  en una ensenada diminuta, poco más que un pedrero. Empujábamos una lancha de remos hacia el agua y con un chapoteo no por irregular y deslavazado menos eficaz, nos adentrábamos en la ría hasta arribar a una mejillonera.
   Siempre se han valorado los mejillones que se crían en ese litoral. Se arraciman, sujetos a unas cuerdas que se hunden en el mar, y que cuelgan de unos grandes travesaños. Pero no eran los oscuros bivalvos lo que en esas jornadas apetecíamos. Nuestro objetivo estaba también bajo nosotros, submarino y visible. Al ritmo que les marcaba una voluntad incierta, nadaban o se aquietaban los panchos (besugos pequeños), los jurelos (chinchos o chicharritos), las fanecas (éstas muy en lo hondo, casi fundidas con la arena), los sargos…
   Pescábamos sentados a horcajadas sobre los maderos, sin caña, sólo con tanza y un anzuelo en el extremo, que cebábamos con un algo de sardina. Aquellos peces parecían desprovistos de malicia, porque entraban al trapo sin muchos miramientos, y no recuerdo ninguna ocasión en que volviéramos de vacío.
   Luego, ya en tierra firme, mi tío acometía la preparación del sargo (y la de otras especies que habían venido a parar a nuestra cesta, pero de ésos escribiré más adelante). Limpios y abiertos, los disponía sobre una plancha mojada en aceite, con la piel hacia abajo y espolvoreados de sal y poco ajo. El blanqueo de la carne anunciaba que era hora de darles la vuelta y, al poco de hacerlo, los sacaba del fogón. Los rociaba con un chorrito de nada de aceite en crudo y, a gusto de los comensales, con un toque –o no- de vinagre.

   No recuerdo que nunca les diéramos tiempo a enfriar.