viernes, 31 de mayo de 2013

TORTILLA DE MIGA DE PAN

Cómo multiplicar panes y peces, sin que fuera en los Evangelios, lo veía yo en mi casa cuando niño, y otros muchos seguro que también. En mi caso, quien obraba tal prodigio era mi madre: lo hacía para alargar la vida útil de los alimentos, no tirando a la basura los sobrantes, que aprovechaba para crear otros platos.
  El milagro se llama aquí imaginación, manifestada al transformar un resto cualquiera de comida en ingrediente principal de otro menú. Así debió de nacer, por ejemplo, la tortilla de miga de pan, manjar conventual, de puro humilde.
   Existía en las ciudades de posguerra muchísima escasez, tal vez incluso las patatas fuesen caras. Nada digamos del aceite con que se freían para convertirlas, con el auxilio de huevos, en tortilla española.
   La inventiva femenina hacía frente, no obstante, a esas carencias y se afanaba en desafiar las leyes de la física y la química. De esa manera, alcanzaba a descubrir algo que, si no era la transustanciación de una materia en otra, se le parecía bastante. Y así fue, tal vez, cómo llegó a ser patata el pan.
   Dudo que encontréis en recetario alguno la forma de proceder para lograrlo, pero no os quedaréis sin saberlo:
   Como en las buenas historias, ha de tener la barra de pan mucha miga y en nuestro caso un algo de antigüedad. Ella es, y no la corteza que la recubre, y de la que debemos desproveerla, nuestra principal materia prima. Un tazón de leche será el destino que la espere de inmediato. Enseguida pasará, luego, del blanco al amarillo, justo cuando, convenientemente exprimida, se la sumerge en huevo batido y salado a conveniencia. De volver consistente esta última mezcolanza, encargaremos a una sartén, previamente untada de aceite en su fondo. Cuajado que se haya todo el mejunje al calor del fuego, se le dará vuelta y vuelta hasta que una tonalidad levemente dorada nos anuncie que el proceso de elaboración ha culminado.
   Los dulzaineros pueden, todavía, espolvorear esa tortilla con azúcar y un poco de canela.
   Tiene esta receta un precio. Que me dejéis dicho si conocíais la existencia de tan sencillo manjar. Me gustaría constatar si fue hallazgo de mis ancestros o si hay en sus orígenes una sabiduría culinaria compartida.
   Doy palabra de que en ningún caso  reclamaré derechos de autor. 

domingo, 26 de mayo de 2013

 TEATRO Y PÚBLICO: EL PAPEL DEL ESPECTADOR

Salen los actores al escenario al término de la función y el público los ovaciona. Y no siempre, pero sí con cierta frecuencia, los aplaudidos aplauden también. ¿Por qué, si quien ha actuado han sido ellos? ¿Por disimular los nervios, para expresar su satisfacción por  haber salido todo bien? ¿O será, simplemente, para tener las manos ocupadas?
   Es posible que haya algo de todo eso. Pero yo creo que en ese gesto se manifiesta también el agradecimiento a los espectadores. Es un reconocimiento a su papel, que lo tienen, y no es nimia su importancia.
   Siempre se ha dicho que no hay en el teatro dos actuaciones que resulten iguales. Podría pensarse, en principio, que ello guarda relación con el mayor o menor acierto de los intérpretes. A mí, sin embargo, y sin negar esa evidencia, me parece que el quid de la cuestión se sitúa en el patio de butacas. Y me explico.
   El teatro es arte presencial. Quiero decir con ello que exige la inmediatez entre emisión y recepción. No se trata de un espectáculo en diferido, como, por ejemplo, lo es el cine. En este último, no afecta al actor la actitud de la concurrencia: indiferente a su entorno, hace lo mismo si le atiende y se emociona que si pasa de lo que sucede en pantalla. ¡Qué diferencia con el teatro! Todos se encuentran físicamente en la sala, actores y espectadores, compartiendo espacio y tiempo. El intérprete, en carne y hueso, está dando vida a su personaje a dos pasos de donde te sientas, casi podrías tocarlo, o él a ti.
   Esa simultaneidad de presencias implica que la comunicación no se dirige en exclusiva desde el escenario a la platea, no es unidireccional. No son solo los cómicos –utilizando esta palabra en sentido amplio- quienes transmiten. Su hacer viene condicionado por la gente que tienen delante. Se diría que al escenario llegan hasta las lágrimas de alguno que se conmueve, sus suspiros o sus sonrisas, la tensión de sus silencios también. Los actores se vendrán a más si advierten esa complicidad, decaerán ante una actitud pasiva. Calidez o frialdad, atención o desentendimiento influyen decisivamente en su trabajo. Se saben asistidos o –¡ay!- desasistidos por quienes los contemplan.
   Esta es una de las grandezas del teatro, el papel activo de la audiencia, que de alguna manera interfiere en la representación, ese hilo invisible que se tiende entre la oscuridad del patio de butacas y un escenario de luz. Un barco en el que nadie queda sin navegar.

miércoles, 22 de mayo de 2013


CON LA IGLESIA TOPAMOS

Para aportaciones singulares a la política de recortes gubernamental, ahí está la del señor Gallardón. No hay constancia de que en su caso ande por medio intención ahorrativa alguna, por más que algo sí podría economizar si sale adelante su proyecto. Afecta la medida que quiere perpetrar a la libertad reproductiva de las mujeres. En efecto, se propone modificar a la baja la ley que regula la interrupción voluntaria del embarazo, eliminando o restringiendo posibilidades.
   De salirse con la suya, lo menos que puede decirse es que va a contribuir al desplazamiento de españoles más allá de nuestras fronteras. A los jóvenes que buscan en el extranjero el trabajo que aquí se les niega, se añadirá un número indeterminado de mujeres, condenadas, como antaño, a viajar fuera, donde rige una normativa sobre el aborto similar a la vigente en España hasta que él meta la tijera.
   Jalea al ministro de Justicia un coro de autodenominados defensores de la vida y lo bendicen los obispos. Las palabras las cargan de ideología, se les hace decir lo que no dicen. Con tales tergiversaciones intentan conducir el agua a la propia aceña, para que comulguemos todos con las ruedas de ese molino suyo.
   Torticeramente, identifican los vocablos embrión o feto y bebé, y así creen tener ganada la partida de la opinión pública. Nadie, como es lógico, se mostraría conforme con que se legalice matar a un niño. Sucede, sin embargo, que un embrión o un feto todavía no lo son. Si lo fueran, todo aborto intencionado, sea cual sea la circunstancia que condujese a él, habría de ser penalizado.
   Esa es la contradicción en que se mueven quienes pretenden recortar la casuística de la ley vigente. Porque si lo que habita en el vientre de la madre fuera, como ellos defienden, una persona, ¿cómo admitir la licitud del aborto, aunque solo fuese en determinados supuestos? Sería lo mismo que permitir un crimen atendiendo a las motivaciones que tuviera. Claro que se trata de una contradicción aparente. Porque lo que en el fondo les gustaría, y a lo que no van a renunciar, es que abortar esté absolutamente prohibido.
   Eso tienen los fundamentalismos, que no se conforman sus adeptos con ser coherentes con sus principios (derecho que nadie les niega), sino que pretenden que todos los sigamos, y si no es de grado, que sea por fuerza.

      

lunes, 20 de mayo de 2013


RECTIFICACIÓN, A MI PESAR

Hace unos días, escribí un artículo que titulé “El coste de la ropa”, una reflexión amarga tras la tragedia ocurrida en Dacca, Bangladesh, donde el derrumbe de un edificio en el que se hacinaban los trabajadores, mayoritariamente mujeres, de varias industrias de confección, mató o hirió de suma gravedad a centenares de ellos.
   Incurrí en un error de previsión, que ahora lamento. Y no lo siento tanto por haberme equivocado cuanto porque la realidad, al desmentirme, nos sitúa ante un panorama aún más atroz que el que se preveía, ya de por sí pavoroso.
   Decía yo, siguiendo informaciones de prensa, que el recuento de cadáveres extraídos de los escombros iba por los 400, si bien se esperaba que al final de las labores de rescate se duplicaría ese número. Los heridos se contaban por cientos.
   Pues son 1.127 los fallecidos y dos mil quinientos los lesionados, muchos tan destrozados que, si no se suman a los muertos, quedarán tullidos de por vida.
   A vestir enteramente de rojo, que es color de sangre, nos han estado condenando multinacionales del textil y empresarios autóctonos de que se sirven, negreros sería mejor decir. Cuanto más económica les resulta la ropa, más se agranda su coste humano. Porque para que unos compren barato, otros producen baratísimo, y ya se ve a costa de qué, o, lo que es peor, de quiénes.
   Un certificado de calidad, deberíamos exigir cuando adquirimos una camisa, unos pantalones, un jersey: la certeza de que sus hacedores trabajan en locales seguros y en condiciones dignas, que no cobran la miseria de 30 euros al mes, que su jornada laboral no sobrepasa las ocho horas, que se les reconoce el derecho a sindicarse y levantar su voz.
   No queremos oír más los gritos de auxilio de los quemados o los enterrados, ni el silencio de los muertos. Que no nos hagan, a la fuerza, cómplices de tamaños desmanes. 

jueves, 16 de mayo de 2013


PESADILLA EN LA COCINA, de Lasexta

Mejor que bueno en lo suyo, que es el arte de los fogones, llanote en sus maneras hasta rayar en la brusquedad, con ese hablar viejo castellano que no hace ascos al taco; por veces desesperado, pero también con esa ternura que le pone a la faena, se dedica el chef Chicote a sacar a flote restaurantes de existencia dolosa.
   Yo no entiendo que haya sitios así en la España de hoy, pero ahí están. Destacan algunos por su suciedad, otros por la indolencia o la falta de preparación de su personal. A menudo resulta llamativo lo mal que se llevan entre sí, cómo se enfrentan y discuten, lo que de puertas adentro se dicen. Y para qué hablar de los dueños, muchos francamente enajenados, fuera de sitio.
   Todo un catálogo de miserias sale a la luz del día, qué opinará el turismo de casos como estos, que afectan a la industria nacional por antonomasia.
   Transcurren los minutos del programa y uno se pregunta si no existen inspectores que inspeccionen, dónde se formaron cocineros y camareros, qué idea tienen del negocio quienes lo montaron.
   Muy en su papel, trata Chicote de enderezar un rumbo a la deriva. Se sirve en ocasiones de las mismas malas formas que sus pupilos, (que muchas veces parece, por cómo se le enfrentan, que lo son contra su voluntad), pero con una gran ventaja, que le viene dada por sus saberes.
    Corrige malas prácticas en la cocina, organiza el servicio, ejerce de psicólogo para mejorar la comunicación y al final siempre da la impresión de que triunfa en su empeño. Su gran argumento, la traca última que remata  quehacer tan laborioso, es la elaboración, a su cargo, de una nueva carta e, incluso, la remodelación del local por su  propio equipo. Y es de ver cómo se emocionan los otrora desafectos, cómo se vuelven palmas lo que fueron lanzas.
   Un gran interrogante es cuánto durará ese estado seráfico una vez que el chef se haya ido en busca de otros menesterosos a los que remediar. Sería interesante que las cámaras volvieran a pasarse por esos restaurantes transcurridos unos meses, claro está, sin previo aviso. A lo peor, sigue sin ser oro lo que antes, cuando los dejó Chicote, tanto relucía.

domingo, 12 de mayo de 2013


UNA HISTORIA PLÁSTICA

La vida da a veces extrañas vueltas y esta que os voy a contar ahora lo es. No reclamo su invención, que no es fantasía, sino realidad. Me la refirió en su casa de La Habana una señora ya entrada en años y, para mayor verismo, le puso nombre y apellidos a su protagonista. Si no los proporciono es solo porque el paso del tiempo ha hecho su labor en mi memoria y los he olvidado.
   Sucedió en la Cuba posrevolucionaria, cuando toda la historia que estaba por venir semejaba a sus gentes un libro en blanco, donde todas las ilusiones podían escribirse.
   Imaginaos –es solo una llamada para que os pongáis en situación, porque existió, fue real- a una muchacha de pueblo, casi analfabeta, (tal vez sobre ese casi), sin trabajo pero con ganas de obtenerlo, que un día se entera de que ofrecen unas ayudas para formarse en algo relacionado con la producción de plásticos. Apenas sabía lo que era un plástico, pero disposición no le faltaba y ya se veía en una fábrica, atendiendo a una máquina de la que saldría una especie de papel transparente, acompañada en ese trajín por un sinfín de obreros como ella.
   Debió de parecerle raro que, como prueba, le pusieran delante un papel y un lápiz y le pidieran que dibujara. Seguramente no entendió qué tenía que ver eso con su futuro empleo, pero también es cierto que, como queda dicho, ella lo desconocía todo sobre el mundo del plástico. Además, descubrió enseguida que pintar se le daba bien. Así  que no tuvo nada de extraordinario que la seleccionaran.
   Salta la liebre donde menos se la espera. A donde la mandaron a prepararse fue a un centro de dibujo. A lo mejor le vieron dotes especiales y por eso la encaminaron a esos estudios. Aunque es más probable que en el principio de todo, ella hubiera confundido plásticos con artes plásticas.
   No se requieren dotes de adivino para saber cómo terminó todo. Y es que hay historias a las que solo las diferencia de un cuento con final feliz el que son reales. Y que no siempre sus personajes acaben comiendo perdices, claro.

jueves, 9 de mayo de 2013


LOS PÁJAROS DE AUSCHWITZ, de Arno Surminski

Campean por las páginas de esta novela dos personajes. Uno es polaco y está preso, Marek Rogalski; el otro, Hans Grote, guardia nazi. El último se sirve del primero para que ilustre sus investigaciones ornitológicas.
   El contexto, en sí mismo paradójico, muestra cómo cohabita el paraíso con el infierno. Viene dado por un espacio físico cerrado, de muerte y destrucción, y por las aves, que vuelan obedeciendo a su libre albedrío.
   Se utiliza a los prisioneros en trabajos forzosos;  de cuando en cuando se les ejecuta en la horca o se les fusila, son introducidos en cámaras de gas, incinerados: esa omnipresencia de la ceniza humana todo lo colma. Por contra, las criaturas aladas utilizan  las alambradas como posadero, van y vienen por los humedales circundantes,  migran en viajes que son de ida y de vuelta, acompasados sus desplazamientos al ritmo de las estaciones.
   Este libro, que en mi opinión merece la pena leer,  constituye una manera sorprendente de acercarse al horror que supusieron los campos de concentración alemanes. Lo último que se nos pasaría por la imaginación es que, justamente en esa circunstancia, a uno de los carceleros se le ocurriese seguir a los pájaros, observarlos e inventariarlos y llevarse en sus correrías consigo a Marek, que se los ha de dibujar.
   Y se abre una constatación inquietante: la barbarie no excluye la espiritualidad más refinada. La afición por las aves, el gusto por el canto y la música parecen fuera de lugar en el mundo hostil y terrible de Auschwitz y de los soldados de las SS y sus mandos, que, indiferentes a la tragedia que causan, sin embargo se conmueven hasta las lágrimas en un concierto. Eso es lo verdaderamente absurdo, y no lo que en condiciones normales lo sería, como la sordera ocasional de Marek, que, cuando tocan, ve los movimientos de quienes interpretan, pero es incapaz de oír nada: ¿cómo sentir a Mozart en un campo de concentración?
   Aunque tal vez la pregunta podría formularse al revés. Resulta incomprensible que un alma sensible -¡tantas!- pueda actuar de una forma tan monstruosa.

sábado, 4 de mayo de 2013


EL COSTE DE LA ROPA

   No han acabado de contar los muertos, y van ya por los 400, y, para cuando terminen de desescombrar, se baraja la cifra de 800, mujeres en su inmensa mayoría, que trabajaban en el sector de la confección, en Dacca, en Bagladesh.
   La misma localidad donde, en los cinco últimos años, han perecido, víctimas de incendio en sus fábricas textiles, 700 personas.
   Hasta ahora, yo no sabía ni que existiera una ciudad llamada así. Claro que está muy lejos, en el sur de Asia, a miles de kilómetros de España, de Europa, de América. No obstante, tal vez el jersey que me abriga del invierno, la camisa o el pantalón que visto hayan sido cortados y cosidos por una de esas muchachas muertas. O por alguna otra de entre los centenares de ellas que, si finalmente sobreviven, temerán la imagen que les devuelva el espejo, tullidas para siempre, amputadas, lleno de costurones el rostro.
   Tal vez haya sido inevitable que se derrumbase el edificio (al que se habían añadido tres plantas ilegalmente, sin que se lo clausurase), pero podía (debía) haber estado vacío, si se hubiese hecho caso a quienes alertaron de que crujía su estructura y se abrían grietas en las paredes, ya el día anterior a la catástrofe.
   Pero es que tampoco hay sindicatos para defensa de los operarios, ni las inspecciones debidas, ni unas condiciones mínimamente dignas de trabajo.
   Los 32 euros de salario percibidos al mes resuenan como otro clamor más que añadir a tanto desafuero.
  Grandes compañías occidentales abaratan costes, sin considerar que lo barato puede resultar, a la postre, caro. Llevan la producción, textil en este caso, o la encargan para vendérnosla después, a países donde los derechos laborales son inexistentes. A veces firman acuerdos de buenas prácticas con los empresarios locales, a los que poco cuesta burlarlos y convertirlos en papel mojado.
   Y termina pasando lo que pasa, que, como el pescado en el cuadro de Sorolla, la ropa es cara. Al menos para quienes consideramos que cualquier vida humana es única e irrepetible. Más valiosa que nada.

miércoles, 1 de mayo de 2013


EMPAREDADOS (DE PAN)

Yo asocio esta comida a viajes en autobús, no de ahora, de hace mucho, tanto que en el interior de aquellos vehículos había categorías de asiento, primera y segunda, separadas por una mampara de cristal. Y por fuera, sobre el techo, desafiando ramas de algún árbol o inclemencias de la meteorología, todavía se asentaban los pasajeros en tercera clase.
   Yo era niño, y eran verano y vacaciones. El trayecto, muy largo, nos conducía desde A Coruña (que entonces siempre se decía La Coruña, castellanizando el artículo) a Villapedre, entre las villas asturianas de Navia y Luarca. Íbamos a la casa de Don Andrés, el hogar de los abuelos maternos, a pasar el estío.
   Hoy se tardan unas dos horas, que entonces se volvían ocho. Aún no se me han olvidado el olor acre del combustible, el ruido del motor, que no cesaba ni en las paradas, algún coscorrón en la nariz, que pegaba a la ventanilla por ver desfilar ante mis ojos de niño urbano los postes de telégrafos y las vacas, los praos y las arboledas, y en Mondoñedo a los aprendices de curas paseando su manteo en grupos numerosos.
   Pero lo que recuerdo con mayor nitidez son los emparedados. Aparecían siempre en Ribadeo. Allí habíamos de dejar el autobús de la empresa cuyo nombre era réplica exacta de ese topónimo y tomar el ALSA, su relevo. Entonces aprovechábamos para comer, sentados en un banco de jardín, si hacía bueno, los cuatro hermanos que entonces éramos y mi madre (mi padre no disfrutaba de vacaciones). Ella sacaba de una cesta una fuente, levantaba la servilleta que la recubría y allí estaban, dorados de huevo y de sol, y fríos, qué delicia.
   Los había hecho cortando rebanadas de pan, algo endurecido porque no era del día, sino un poco atrasado. Yo asistía a sus manejos en la cocina con la misma seriedad que si estuviera participando en una liturgia. Por eso sé que reblandecía aquellas rodajas con una breve inmersión en un cuenco lleno de leche y que las disponía por pares en una meseta. Después, la veía extender sobre una de las dos tajadas bechamel salteada con trocitos de jamón y taparla enseguida con la otra, como si fuera un original sándwich de otra época. Aún le quedaba, mientras nosotros rebañábamos lo que restaba de la bechamel en la cazuela, rebozar el emparedado en huevo batido y freírlo en aceite...
   No me agradezcáis que os traiga hoy esa forma de proceder. Ya disfruto yo bastante al rememorarla.