viernes, 31 de octubre de 2014

EN MEMORIA DE JOSÉ MIGUEL CAVIA

Mucha gente lamenta en Cantabria una pérdida. Todos los que conocimos al profesor José Miguel Cavia, que falleció anteayer. Era una persona que se hacía querer sin pretenderlo, simplemente siendo él mismo.
   Tuve la suerte de ser compañero suyo en el instituto “Ría del Carmen” durante años, hasta que le llegó la jubilación. Eché entonces en falta su apariencia sólida, su bonhomía, la sonrisa apenas esbozada en los ojos, el valor de sus opiniones.
   Impartía matemáticas a sus alumnos y se ganaba su atención y su respeto no desde el distanciamiento y la severidad, sino desde el trato afable y el saber. Entre clase y clase, con los dedos todavía blancos de tiza, buscaba el calor de una conversación, se sumaba a la complicidad de una risa, evaluaba con mirada crítica y social la España que vivíamos.
   Fuera del aula, hacía del tiempo un espacio que compartir. Acaso sin proponérselo, seguía siendo un enseñante.
   Un sábado al mes, cambiaba la escritura de números en el encerado por las botas y un chubasquero y nos llevaba a docentes y estudiantes, también a padres, a la montaña, a aprender de Cantabria y sus caminos. Nunca le oí reivindicar, en cada una de esas salidas, las horas de preparación previa y minuciosa, cristalizadas en apuntes sobre la comarca adonde íbamos, que siempre nos entregaba; pero resultaba evidente para todos que allí había mucho trabajo callado, laborioso, impagable.
   Estarán ya notando su ausencia sus compañeros de tertulia, las mujeres de la asociación Quima, donde difundía su amor por la naturaleza, o los oyentes del programa de radio Camargo que convertía en una cátedra dialogante y cálida. A todos alcanzaba el abrazo de ese ser entrañable que fue, que seguirá siendo en nuestros corazones. Porque Miguel Cavia nos ha dejado, pero su impronta permanece en cuantos lo tratamos. En la pena por haberlo perdido, nos queda el consuelo de haber disfrutado de su amistad.
   Descanse en paz. 

domingo, 26 de octubre de 2014

EL PEQUEÑO NICOLÁS

Una vez vi en Barcelona una obra teatral donde los actores salían de una pantalla de cine o volvían a ella desde el escenario. Personajes que eran imágenes se volvían de carne y hueso, o viceversa, creando una extraña sensación de continuidad entre ficción y  realidad.
   Traigo a colación esta anécdota para hablar de nuestro hoy. Es como si en España, estuviéramos viviendo en una película, cuyos intérpretes viniesen, de cuando en cuando, a habitar entre nosotros. Son seres inverosímiles, que protagonizan tramas imposibles, de no ser en un contexto literario, y que, no obstante, cuando menos lo esperamos, se materializan, se hacen verdad.
   Un caso es el del Pequeño Nicolás. Llama la atención por lo muy descabellado del argumento que ha venido protagonizando. Un chico de veinte años que desempeña un papel de agente secreto, con contactos al más alto nivel en el mundo de la economía y de la política. Que viaja a bordo de coches oficiales con chófer (y, al menos en una ocasión, en una caravana de tres, el suyo en medio). Que alquila un chalet en la mejor zona de Madrid, por una millonada. Que un buen día pone protección a un miembro de Manos Limpias, bajo pretexto de que podría correr peligro a manos de sectores del catalanismo. Que le muestra al susodicho grabaciones de conversaciones familiares, como si tuviera el teléfono intervenido y él accediera al fruto de ese espionaje. Que le pide que su organización retire la acusación contra la infanta Cristina, como cuestión de Estado. Que aparece en fotografías al lado de grandes empresarios, o de Aznar, de Aguirre, de Rajoy, de Dolores de Cospedal, de Arias Cañete, saludando al Rey en un besamanos…
   Era un farsante, diréis, pero ¿puede haber farsante sin farsa? Yo, cuanto menos, lo dudo. Sobre todo cuando caigo en que alguien hubo de proporcionarle cobertura para su actuación (dinero, automóviles, contactos…). No parece que estuviera interpretando un monólogo, sino un texto coral, aunque aún ignoremos si sus compañeros de reparto eran coprotagonistas o meros comparsas…
   Su pretexto era hacer gestiones, ¿de qué tipo, en beneficio de quién, a cambio de qué (se le acusa de solicitar comisiones, aprovechando sus relaciones)?. Ahí es donde la película se torna realidad. O quizás no, tal vez es la realidad la que se vuelve guion disparatado. A nosotros, la gente del común, nos toca el papel de espectadores. Lo peor es que, como siempre, la función no es gratuita, es a nuestra costa.  

martes, 21 de octubre de 2014

PATATAS RELLENAS

Cuando menos lo espero, me vienen a la mente imágenes de El Fontán. Llegan y se van, dejando en mi ánimo sensaciones gratas y un deseo casi incontenible de comer patatas rellenas.
   El Fontán tal vez sea la plaza más emblemática de Oviedo. Es como un corral de comedias alargado, donde refiere la historia que actuó en su día La Barraca de García Lorca. Un espacio limitado por casitas coloreadas, porticado por dentro y por fuera, que ofrece refugio ante la lluvia y encanta a los sentidos.
   En ese entorno se aposentan a diario y desde hace siglos mercaderes, mayormente de fruta y hortalizas, que dan fe, en la diversidad siempre cambiante de sus productos, del sucederse de las estaciones.
   Yo me recuerdo picardeando entre los puestos, acercándome a las tiendinas que se abren bajo los soportales, haciendo un alto para beber un culín de sidra en algún chigre. Al filo del mediodía, mis pasos me conducían inevitablemente a un restaurante pequeño, casi de forma inconsciente, como si fuera una de esas reses que salen de o retornan al establo a una hora convenida, sin que nadie las conduzca, solo porque saben lo que quieren, sea descanso o pación en los prados.
   En mi caso, buscaba averiguar si en el menú ofertaban patatas rellenas. Si era así,  me sobrevenía un callado contento, y a continuación me tentaba el bolsillo, por ver si estaba al alcance de mi economía saborearlas. Al entrar en aquel local, no solo quería satisfacer al paladar; también rendía tributo a mi pasado. Yo ya las había comido antes, cuando niño, como un gozoso complemento a las vacaciones estivales, que en los años de infancia me llevaban a la casona de mis abuelos maternos, allá donde Asturias  casi se vuelve Galicia.
   Pero cómo se preparan, os preguntaréis, deseosos, tal vez, de gustarlas, y no voy a dejaros con la miel en los labios.
   Dice mi madre que lo primero es elegir bien las patatas, que no han de ser ni  grandes ni menudencias. Toca, después de quitarles la piel, ahuecarlas, procurando que sea pequeño el agujero por el que sacamos la pulpa. Esta, que sale en forma de diminutas semiesferas, se reservará para luego.
   Ya sabemos que pelar cebolla humedece los ojos, pero no queda otra, pues la vamos a necesitar. Y si no queremos llorar dos veces, mejor guardar una parte para luego, cuando la receta nos la reclame de nuevo. En trocitos, ella y el ajo que la acompañará irán a una sartén con fondo de aceite. Aguardaremos a que cambien su color natural por el dorado y les añadiremos carne o jamón picados, o restos incluso de carne asada...
   Ese será el relleno de las patatas. Para sellarlas e impedir que se les salga, se pasa la parte del agujero por harina y huevo batido, y se fríen por dicho lugar, para que el rebozo adquiera consistencia y ejerza de tapón. De ahí, pasarán a una cazuela, junto a los trozos que antes les habíamos extraído. A la sartén le queda un servicio más que prestar: pochar la cebolla restante, ahora con un poco de perejil. Es sofrito que se verterá en la olla, donde se agregarán también un vasito de vino blanco y algo de caldo limpio, si lo hubiera, y si no, agua para que cuezan lentamente, con una pizca de azafrán y de sal.
   Si no las probáis, que no sea porque no las sabéis cocinar... 

jueves, 16 de octubre de 2014

LOS DOS MISIONEROS

 “Hicimos lo correcto al repatriar a los religiosos”. La autoría de esa afirmación es del Ministro de Asuntos Exteriores, que ha desaprovechado una  excelente oportunidad de mantener la boca cerrada. Aunque mentiría si dijera que me ha extrañado. Mantenella y no enmendalla parece formar parte del ADN del Partido Popular. Véase, si no, otro ejemplo, este protagonizado por la Ministra de Sanidad, que, entre una lluvia de peticiones de dimisión por su desastrosa gestión de la crisis del ébola, acaba de declarar que ha actuado “con toda diligencia”. Bien, ya sabemos lo que entiende por diligencia el PP. Ahora solo falta que nos aclaren qué es para ellos, en el vocabulario de Margallo, lo correcto. Porque algo hubo de  fallar en el caso de los dos misioneros traídos a España por el Gobierno para que estemos como estamos.
   Nadie niega que debía prestárseles auxilio. Ellos arriesgaron sus vidas –hasta tal punto que finalmente las perdieron- por salvar las de otros. Y también, como de rebote, protegían las nuestras. Al luchar contra el virus en África, no solo ayudaban a quienes lo padecían: contribuían, además, en la medida de sus escasas fuerzas, a contener su expansión, a dificultar, siquiera sea un poco, su llegada a nuestro mundo.
   Doble motivo, pues, para corresponder a su generosidad (y, si fuera el caso, a la de otros que, desde distintas ONGs sin fines religiosos, guiados únicamente por criterios humanitarios y de justicia social, empeñan sus fuerzas en combatir la enfermedad).
   Otra cosa es que hubiera que hacerlo como se hizo. Porque cabía otra posibilidad fuera de la disyuntiva de trasladarlos a España o abandonarlos a su suerte. Enviar un equipo sanitario y montar un hospital de campaña para que los atendiera in situ parece que habría sido la opción más sensata y también la más solidaria.
   Se habría evitado de ese modo jugar con fuego (y quemarse, como luego se ha visto). Y de los medios aportados para tratar de curar a los misioneros españoles podrían haberse beneficiado otros afectados, que se cuentan entre los muy desasistidos africanos.
   Una gota de agua no apagará un incendio, pero sí puede contribuir, al menos, a atenuarlo. Se seguiría así un camino que otros ya han emprendido y que necesita de que muchos más pies lo recorran, el del apoyo a quienes sufren la enfermedad en origen.

viernes, 10 de octubre de 2014

ÉBOLA EN ESPAÑA

Todos los años, en el último instituto donde trabajé, se repetía el mismo ceremonial. Un día cualquiera, nos sorprendía una sirena sonando de continuo. Entonces interrumpíamos la clase y abandonábamos ordenadamente las aulas. Recuerdo que dejábamos libros y mochilas, incluso prendas de abrigo, por no retardar la marcha. El profesor velaba por que no quedasen ventanas abiertas y apagaba la luz si estaba encendida y, si era el último de su pasillo, debía comprobar, además, que nadie estuviera en los servicios. Cada zona tenía asignada una línea de salida, y había que ir en fila india y pegados a  una de las paredes. Ya fuera, nos dirigíamos a las pistas deportivas y cada docente verificaba que estaban todos sus alumnos. El proceso se remataba con unas palabras del responsable del desalojo, que nos informaba de si  se había detectado algún error. Ese ritual se repetía tres veces cada curso.
   Me ha venido esto a la memoria a cuenta de lo sucedido con el protocolo seguido con el ébola. Esa enfermedad acaba de llegar a España, tras la repatriación de dos misioneros que la padecían y que fallecieron pese al tratamiento que se les dispensó. No voy a entrar ahora en si fue oportuno traerlos o si hubiera sido preferible trasladar a donde estaban a un equipo que los atendiera in situ, a ellos y a otros afectados. Quiero hablar sobre la formación que se impartió aquí a los profesionales para enfrentarse a casos como esos. Ellos mismos la han calificado de insuficiente. Se les dio una charla de cuarenta minutos, cuentan. Y yo me he acordado de cómo se nos preparaba al personal y al alumnado para desalojar el centro si sobrevenía un incendio o alguna eventualidad similar, y he sentido como un escalofrío.
   Por informaciones de prensa y declaraciones de sanitarios, sabemos que el momento más delicado para la prevención es el de vestirse o, sobre todo, quitarse el traje que  impermeabiliza e impide el contagio cuando se entra en contacto con el enfermo. Cualquiera pensaría que, a fin de evitar errores que pudieran resultar fatales, se sometería a los trabajadores a un entrenamiento exhaustivo, con ensayos reiterados, que, controlados por expertos, corrigiesen fallos. Cualquiera, a lo que parece, menos los máximos responsables de velar por la salud de ese personal y de la población en general. ¡Qué lejos quedan los cuarenta minutos que les dieron de las dos semanas que, según un médico español que combate al ébola en Sierra Leona, dedican allí a tales menesteres!
   Otra cosa es si los trajes eran los adecuados, o el control externo del proceso de vestirse o desvestirse resultaba suficiente. Y una cuestión inquietante más: dados los avatares por los que pasó la auxiliar de enfermería infectada, antes de ser ingresada en el Carlos III, ¿se había preparado al conjunto del personal sanitario para actuar contra el ébola ante el más mínimo síntoma que presentase quien hubiera entrado en contacto con él?  ¿Cómo se explica, entonces, que se la derivara a un ambulatorio o a un hospital no especializado? ¿o que la trasladase a este una ambulancia carente de medidas de aislamiento y que, para mayor inri, continuó recogiendo después a otros pacientes?

   Lo peor quizá no sea la evidencia de que el ébola ya está aquí, sino esta sensación de ineptitud que percibimos, y no, precisamente, en los trabajadores de la sanidad, que son los primeros paganos...

lunes, 6 de octubre de 2014

LA TELEVISIÓN QUE ERA DE TODOS

Aún me acuerdo de la indignación que me produjo una medida adoptada por el PP nada más iniciar la legislatura. A ese enfado seguirían muchos más, que son Rajoy y los suyos pródigos en darnos disgustos a los españoles. Sin embargo, ninguna de sus fechorías consiguió que olvidase aquella, que fue de las primeras. Y difícil me pusieron caer en la desmemoria, pues ahora mismo están reincidiendo en el despropósito de entonces.
   Era un recorte, sí., pero no de los que, con posterioridad, afectaron a nuestros bolsillos o las prestaciones de los servicios públicos, que entre todos costeamos. Lo que se amenguaba con esa norma era la calidad democrática: en eso, en democracia, se ahorraba, se aplicaba la poda.
    Y así fue que, en adelante, a la dirección de radiotelevisión española ya no la elegirían los dos tercios del Congreso de los Diputados,  con la mitad más uno sería suficiente.
   La diferencia es sustancial. Una mayoría reforzada, como la que se exigía en la legislatura anterior y el PP derogó, obligaba al consenso y descartaba, o al menos dificultaba, la designación partidista de quien estuviera al frente del ente público. El acuerdo para nombrarlo pasaba necesariamente por la búsqueda de un personaje con marchamo de neutralidad. El criterio no sería Este es de mi cuerda, sino Con que sea objetivo me basta, o sea alguien del que se espere que a priori no beneficiará ni buscará las vueltas a nadie.
    Está visto que esas razones no satisfacían al Partido Popular, él sabrá por qué, y, ¡ay!, muchos con fundadas sospechas lo maliciamos. Es el caso que, ungidos con su mayoría absoluta, hicieron como si no existieran más votos que los suyos. A partir de ahí, nuevos cargos sustituyeron a profesionales de reconocido prestigio y puede que sea pura casualidad, pero se han sucedido pérdidas millonarias de audiencia y una que otra acusación de parcialidad informativa.
   La cuestión es que su director general acaba de dimitir. ¿Volverá el PP a do solía? ¿Hará de nuevo uso de su mayoría parlamentaria para imponer a su candidato? Si mal estuvo que lo hiciera antes, peor sería aún ahora, cuando, según todas las encuestas, de celebrarse elecciones, se le esfumaría la ventaja numérica con que cuentan. Pero, en tratándose de esta tropa, cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras…

jueves, 2 de octubre de 2014

ÉBOLA

Yo me imagino viviendo ahora en África Occidental y esa suposición basta para que experimente una considerable ansiedad. Aunque no esté allí, puedo llegar a sentir con los ciudadanos de Sierra Leona, de Liberia, Guinea-Conakry, Nigeria o Senegal, el mismo miedo, idéntica impotencia.
   En nada de tiempo, ya  contabilizan 3000 fallecimientos por Ébola, una enfermedad vírica sumamente contagiosa y con elevadísima tasa de mortalidad (56%). La Organización Mundial de la Salud la ha declarado emergencia pública sanitaria internacional. Y la Agencia para el Control de Enfermedades (EEUU) calcula que los afectados podrían alcanzar la cifra de 1,4 millones de personas el próximo enero, de continuar el actual ritmo de expansión.
   Se transmite por contacto con órganos o fluidos corporales como el sudor, la sangre, la saliva o la orina y otras secreciones, pero eso mucha gente no lo sabe y, aunque lo supiera, la situación de esos países no facilita las cosas.
   Falta formación, y también elementos para atender a los pacientes. La OMS estima que solo los hospitales de Liberia precisan de 1550 camas y pide 770 millones de euros para mejorar el combate contra la pandemia. 50 científicos instan a Europa a desplazar personal médico que prepare a sanitarios locales, y al envío de desinfectantes, jabón, cloro y ropa adecuada. La lista de peticiones es tan amplia como la de los medios que no tienen: laboratorios de campo, recursos de vigilancia epidemiológica, equipos de diagnóstico, generadores eléctricos, combustible.
   Claro que la primera carencia que han de enfrentar los gobiernos occidentales tal vez sea su falta de solidaridad, de empatía hacia el otro. Eso, por no hablar de su cortedad de miras. Porque son muchos los organismos que advierten contra la idea de que el virus del ébola se quedará en África esta vez. De hecho, ya acaba de llamar a las puertas de Estados Unidos…