sábado, 22 de diciembre de 2018

ZAFIEDAD Y LIBERTAD DE EXPRESIÓN

La fiscalía ha retirado los cargos que había presentado contra el actor Willy Toledo. Aunque el proceso judicial continúa abierto, con la Asociación Española de Abogados Cristianos personada como acusación, que el ministerio público no haya seguido adelante con su denuncia es una buena noticia. La mala educación no debería ser considerada un delito, aun cuando constituya una falta de respeto a determinadas creencias. Otra cosa es que haya que batirle palmas a Willy Toledo por lo que escribió en su muro de Facebook el 5 de julio de 2017:
“Yo me cago en dios, y me sobra mierda pa cagarme en el dogma de la santísima y virginidad de la Virgen María” y “Me cago en la Virgen del Pilar y me cago en todo lo que se menea”.
   Hay textos y contextos, y, por norma general, los primeros han de ajustarse a los segundos. Para eso están los registros lingüísticos –vulgares, coloquiales, estándares, cultos…-. Constituye una falta contra el decoro poético no adecuar el lenguaje a la situación comunicativa. No es lo mismo el desahogo verbal y provocador entre compañones en la barra de un bar, el ánimo exaltado y la mirada encendida, que lo escrito en una red social, que multiplica las voces. El tema de que se trate pide, por otra parte, un determinado tono discursivo. Hay expresiones, particularmente en cuestiones que afecten a creencias –por absurdas que puedan parecernos-, que nada aportan, salvo ofender gratuitamente a quienes las profesan.
   Proliferan en nuestra sociedad las ordinarieces, las descalificaciones gruesas, las defecaciones varias. Las vísceras ocupan el lugar de la argumentación. Desde las redes sociales a los medios de comunicación o el mismísimo Parlamento, hay quienes apelan a los sentimientos más primarios para armarse de razón cuando, precisamente, es la razón la que falta en sus denuestos.
   Nadie debería ser procesado por proferir exabruptos soeces como los emitidos por el señor Toledo. Sin embargo, tampoco haría yo de él un héroe al que admirar por su atrevimiento, ni un modelo a seguir por regüeldos verbales como los reproducidos líneas arriba. A mí me da vergüenza –ajena- incluso leerlos. Y no por cuestión de creencias  religiosas, precisamente.  

martes, 11 de diciembre de 2018

PROFESORES EMÉRITOS DE INSTITUTO, POR QUÉ NO

Nunca he entendido por qué se desecha tamaña experiencia, tanto saber acumulado. Cuando llega el final de su vida profesional, el docente se va a casa y si te he visto no me acuerdo, aunque quiera seguir en contacto con las aulas. Y conste que no escribo desde la nostalgia, porque, ya jubilado, eche de menos mi trabajo. Reconozco, eso sí, que me sentía bien impartiendo clase. No sólo porque me gustaba la enseñanza. Constituía una fuente inagotable de vitalidad tener delante siempre a adolescentes. Parecían los mismos cada año y, viéndolos en sus pupitres, me parecía que tampoco yo había cambiado de un curso para otro. De no existir los espejos, podría hacerme a la ilusión de haber descubierto el elixir de la eterna juventud.
   Pero ya digo, no escribo desde la nostalgia. El desempeño del magisterio en el instituto iba costándome, últimamente. Estaban los madrugones diarios y, sobre todo, el esfuerzo que me requería la corrección de exámenes. ¿Por qué, entonces, me quejo del desperdicio que supone que, llegada una edad, se nos señale la puerta de salida? Naturalmente, no estoy proponiendo que muramos con las botas puestas (o la tiza en la mano, en nuestro caso). Tampoco sugiero que se retrase el momento de la retirada. Puedo aseguraros que hay vida, y muy satisfactoria, después. Y, sin embargo, ¿es razonable perder todo lo que atesora quien se va? ¿Y cómo aprovecharlo?
   Se me ocurren posibilidades. Con carácter voluntario, desde luego, pero los profesores jubilados podrían preparar algunas clases e impartirlas ocasionalmente en institutos en los que se les requiriera. En Lengua y Literatura, por ejemplo, comentarios de texto o análisis de lecturas, o maneras de buen decir, o….
   No chocaría con la práctica de los titulares en activo, la complementaría cuando éstos lo considerasen oportuno. Hablo desde la experiencia. Aún no he olvidado la vez que llevé a un compañero de otro centro al aula para que expusiera su estudio de un par de poemas de Blas de Otero, lo enriquecedor que fue que los alumnos se encontraran con otra perspectiva, diferente a la mía.
   Y hay más. Pienso en actividades complementarias: teatro, coros, cine fórum, experimentos científicos. Tampoco faltará quien se anime, si se le da la oportunidad, a prestar consejo a los docentes neófitos, con el aporte de todo su bagaje.
   Es abrir una espita y salir a borbotones aire nuevo.Una pena, que sólo veamos la realidad cuando soñamos.

sábado, 1 de diciembre de 2018

MICRORRELATOS (IX)


Con pocas palabras, un microrrelato puede decir mucho. Y también poco. Nada, no sé. Seguramente, también.




Se hizo el loco. Nadie lo sabía, poco antes había llegado a la conclusión de que en una jaula de grillos lo mejor era ser grillo.

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El autor tuvo que dejar el género negro, por prescripción facultativa. A medida que iba pergeñando la trama de una novela policíaca, crecía su ansiedad por llegar al desenlace. La curiosidad por conocer quién sería el asesino lo estaba matando.


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No se trataba de un poeta de fama, pero todos reconocían su devoción literaria, así que no extrañó que un atardecer teclease en su ordenador: “Cuando deje la escritura, habré empezado a morir”. Sorprendió, eso sí, que su inmediato fallecimiento no diese veracidad a ese verso. Nadie supo entender que había hecho arte de su propia muerte.

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Que no cunda el pánico, decía cada vez que se presentaba una situación de peligro. Y luego se asustaba todo. Lo que nadie podría quitarle era la buena intención.

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Tuvo una pesadilla atroz. Soñó que su nombre era Genoveva. El alivio que experimentó al despertar le duró poco. Sólo hasta que se oyó llamar.

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Al juez lo estremeció la confesión de aquel tipo. “A mí ya no me merece la pena ser buena gente -declaró- Siempre estaría gravitando sobre mí mi pasado de malo y me asaltarían los remordimientos. En cambio, si sigo siendo un malvado, eso no sucederá. Todavía –concluyó- si pudiese volver a empezar a vivir y reescribir mi propia historia...”

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lunes, 26 de noviembre de 2018


“LA TIENDA IMPROPIA”,  nuevo montaje teatral de la Agrupación Escénica Unos Cuantos, el viernes 30 en Santander


En una tienda, cabe un mundo. Suceden tantas cosas en su interior que sólo con imaginar uno de estos espacios surge una infinidad de argumentos. Pero ¿qué ocurrirá si a esa tienda le damos una vuelta de tuerca y la convertimos en impropia? Eso pasa con la que se presenta en esta ocasión. La regentan dos personajes novelescos, el dueño y un dependiente. Para ambos, los objetos a la venta significan mucho, los implican afectivamente, son algo más que mercancías. ¿Qué no podría acontecer tras la aparición de dos clientas que ambicionasen hacerse con parte de ese universo mítico?
   “La tienda impropia” se subtitula como juguete cómico. Ojo, sin embargo. Porque con un juguete se juega a veces a cosas serias, y tras la risa pueden asomar asuntos graves. Tal vez a ello se deba la variedad de interpretaciones a que ha dado lugar. Hay quien ha tildado esta obrita –de alrededor de hora y cuarto de duración- de comedia amorosa, y quien la ha visto como, burla burlando, una sátira del mercantilismo instalado en nuestra sociedad. No faltan los que, bajo su apariencia de disparate, aprecian que late el afecto hacia esos objetos que se convierten en prolongación de nuestro yo. La literaturización de la vida salta a cada paso, según otros.
   Pero aunque sólo sea por disfrutar de un buen rato y alejarnos de las (pre)ocupaciones habituales, ya valdrá la pena acercarse al salón de actos del instituto Villajunco de Santander el viernes próximo, 30 de noviembre, a las 8 de la tarde...
   La entrada será libre, hasta completar aforo.

lunes, 19 de noviembre de 2018

LUCES DE BOHEMIA, de Ramón María del Valle-Inclán

Esta vez no la leí, como sí había hecho en ocasiones anteriores. La escuché, la vi sobre el escenario del María Guerrero, en Madrid. El recinto es un elogio a la hermosura, con palcos que vuelan sobre la platea, butacas vestidas de rojo y dorados adornando frontales y techumbre. A uno, que es un clásico, le gustan sobremanera estos teatros concebidos al modo italiano.
   Me arrellané en mi asiento, con la curiosidad de averiguar cómo el Centro Dramático Nacional llevaría a escena una obra que siempre he considerado grande entre las grandes, maestra, y de muy difícil representación.
   Luces de Bohemia da cuenta del viaje desgarrado de un poeta ciego –Max Estrella- por los entresijos del Madrid de los primeros años del siglo pasado, con la guía de un canalla ilustrado, don Latino de Híspalis. Durante la noche en que transcurre el recorrido le saldrán al encuentro, o él mismo los buscará, variados y a menudo estrafalarios personajes (desde la marquesa del Tango, que vende lotería por las calles, a don Paco, ministro de la Gobernación; desde un preso, obrero catalán que sabe que le aplicarán la ley de fugas, a Rubén Darío o unas prostitutas), se sumergirá en ambientes diversos (la librería de Zaratustra, la taberna de Pica Lagartos, un calabozo, las calles), y vivirá situaciones que, si a veces son grotescas, por momentos se revisten de un extremo dramatismo.
   Sorprende la técnica utilizada por Valle-Inclán, de un expresionismo feroz, y que él mismo bautizaría como Esperpento. En palabras del propio Max Estrella: “Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada […] Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas”.
   Véase, por ejemplo, cómo se presenta al ministro de la Gobernación:
“Su Excelencia abre la puerta de su despacho y asoma en mangas de camisa, la bragueta desabrochada, el chaleco suelto, y los quevedos pendientes de un cordón, como dos ojos absurdos bailándole sobre la panza.
   Un retrato que nada tiene que envidiar al de don Filiberto:
“Al extremo, fuma y escribe un hombre calvo, el eterno redactor del perfil triste, el gabán con flecos, los dedos de gancho y las uñas entintadas”.
   O al de El Conserje, del mismo periódico, “vejete renegado, bigotudo, tripón, parejo de aquellos bizarros coroneles que en las procesiones se caen del caballo. Un enorme parecido que extravaga”. (Adviértase, de paso, cómo la degradación afecta también a los coroneles con que se compara al Conserje).
   ¿Toda “la vida miserable de España” de la época aparece tratada de igual modo? No. Llaman la atención personajes trágicamente ennoblecidos, como el Preso o la “mujer, despechugada y ronca” que “tiene en los brazos a su niño muerto, la sien traspasada por el agujero de una bala”. Aquí no hay fanttoches, muñecos de guiñol: hay gentes que sufren la España bárbara y brutal. Como sucede con la mujer y la hija del propio Max Estrella, o con éste mismo. Y hace aún mayor el drama que se representa saber que quienes lo protagonizan en la ficción tuvieron su correlato, su alter ego, en la vida real. Es al país a quien se caricaturiza y desfigura, para, paradójicamente, poner de relieve su ser.
    ¿Qué decir del lenguaje? Tanto en las acotaciones como en los diálogos, destaca por su riqueza y por la variedad de sus registros. Gitanismos y modismos del habla popular madrileña conviven con latinismos y expresiones que son citas literarias. Valle-Inclán era un verdadero estilista, que trabaja la lengua como un artesano y deviene en artista. ¡Cuánto me gusta! Quizás ese sentimiento me ha hecho olvidar que mi primera intención al escribir esta entrada del blog era hablar de la escenificación que de esta obra vi en el María Guerrero. Lo recuerdo ahora, cuando ya es tarde. 

martes, 6 de noviembre de 2018

REBURBIAR

Reburbiar es una palabra que no existe, ni siquiera como onomatopeya. Eso no obsta para que yo lleve utilizándola media vida (y ya soy mayor). La última vez, como acotación en el parlamento de un personaje de “La tienda impropia”, un texto teatral que acabo de escribir, si bien en este caso aparece en su forma adjetiva, reburbión. ¡Ya veis, un término que aún no ha nacido y ya cuenta con derivados de su raíz!
   Supe de su inexistencia porque alguien a quien había dejado a leer el libreto de la obra me preguntó por su significado. Se trata de persona docta en filología y al pronto me extrañó que lo ignorase. Si no me alarmé fue porque pensé de inmediato que era vocablo gallego, que inadvertidamente había incorporado al castellano. Cuando, hechas las indagaciones oportunas, que me llevaron a consultar diccionarios y expertos, hube de desechar esa posibilidad, sí que empecé a preocuparme.
   Mi mujer, que es de ascendencia cántabra, sí conocía esa voz, y en esa constatación creí hallar una tabla de salvación a que agarrarme. No obstante, ella no la había aprendido del lenguaje familiar, ni la había oído en el entorno regional. “Tú la trajiste contigo”, me dijo, y mi perplejidad se incrementó.
   Si nadie más que yo, o quien me había oído, era conocedor de esa expresión, lo más probable es que me la hubiera inventado. Empecé a sentir algo similar al vértigo. Eso de haber creado una palabra, aunque fuera, por el momento, de uso exclusivamente personal, comenzó a parecerme motivo de orgullo. Y una cosa trajo otra, y pensé que, si tal había hecho con reburbiar, ¿quién me decía a mí que no sucedería lo mismo con más términos? ¿cuánto del vocabulario que utilizaba no sería de cosecha propia? Tan atractiva me resultó la idea que me propuse someter a revisión mi habla o poner una mayor atención al corrector cuando escribía, por si pillaba en mí alguna originalidad lingüística más.
   A punto estaba de entregarme a la tarea, cuando una colega asturiana a quien di cuenta del caso me informó de que, no reburbiar, pero sí reburdiar, era bable. Lo que no cambiaba era el significado, rezongar o protestar por lo bajo. Así que de lo que yo suponía invención mía, no quedaba sino la deformación de una voz astur-leonesa. Menuda cura de humildad.
   Aunque hubo segunda parte, y ésta fue mejor. Porque mi informante me preguntó a su vez por el sentido de saltupar, que había leído en mi novela “Desde el cuarto de Amadora”, de reciente publicación. En ninguna lengua, más que en la que yo hablaba, tenía ella noticia de que existiera saltupar… 

domingo, 28 de octubre de 2018

LA FOTO

La traía en portada el diario El País, el miércoles 24 de octubre.
   En primer plano, dos hombres se saludan. Desde el fondo, se cuela en el espacio entre ambos un secundario: es un cámara que graba el encuentro. La kufiyya, una especie de toca de cuadritos rojos y blancos que les cubre la cabeza y los hombros y se sujeta con el agal, un cordón circular negro, pone una nota de color en sus túnicas de albura inmaculada. El personaje de la derecha completa, además, el atuendo con un aba,  un sobre-abrigo oscuro, ribeteado por un bordado dorado, símbolo de prestigio. Es el heredero de la corona saudí. Al pie de la imagen, un titular identifica también a su antagonista e informa de la situación. “El príncipe sospechoso recibe al hijo del periodista asesinado”, dice. El periodista asesinado es Jamal Khashoggi, a quien mató un tropel de agentes del servicio secreto de Arabia Saudí en el consulado de ese país en Estambul.
   El hijo de la víctima es casi un muchacho, lampiño, salvo por un apunte de bigote y sotabarba. Me llamó la atención por la dureza de su expresión, que realzaba la postura corporal. Miraba a quien se ha señalado por sus presuntas responsabilidades en el crimen de su padre con un gesto muy grave, de infinita seriedad. Los labios, cerrados, se hacían cómplices de los ojos. Me impresionó la determinación con que los clavaba en los de su oponente. Se mantenía erguido, la cabeza formando línea recta con el cuerpo. Tendía un brazo que no acortaba distancias, antes bien, se extendía como para mantener alejado de sí al otro. Y la mano no hacía sino reforzar esa actitud  de desapego. Tan sólo la palma se deslizaba por entre la de su oponente. Lo más llamativo eran los dedos, que sobresalían como si escapasen de un cepo.
   Del otro lado, la testa principesca se inclinaba muy levemente y entre la poblada barba casi sonreía la boca. No apretaba, pero si tomaba con su diestra la del chico. Se mostraba aparentemente relajado, frente a la evidente tensión del hijo del asesinado.
   Me temo que, si la monarquía saudí pretendía conseguir un lavado de cara ante la opinión pública mundial, el tiro le ha salido por la culata.
   Todavía no me he repuesto del todo del golpetazo emocional que me produjo esta escena. Aún, cuando la rememoro, siento espanto.

jueves, 18 de octubre de 2018

PALABRAS OTOÑALES

Miro a través de la ventana de mi estudio y olvido de qué iba a escribir para el blog. Afuera, tras el cristal, hay un parque.
   Ha venido el viento a pintar el aire. Siendo, como es, de otoño, ama el amarillo, que extrae del follaje de los tilos. Pero tampoco desdeña el rojo, que toma de arces o cerezos. Las pinceladas verdes las consigue con bufidos, que arrancan hojas aún vivas en las ramas, si no son de olivos o encinas, que resisten sus embates amparadas en un ser perenne y coriáceo.
   Es como un arco iris que cayese del cielo, quebrado en mil fragmentos. Y sin embargo, vienen de la tierra esos colores, que bailan incansables una danza sin reglas, bajo la caprichosa batuta de los vientos. Va de acá para allá la hojarasca, que si durante meses envidió a las aves desde su forzada quietud, las imita ahora en un vuelo tan caprichoso como incierto.
   Adónde irán a parar esas hojas. Trazan aéreas coreografías, dibujan formas cambiantes, ninguna combinación cromática les resulta suficientemente atrevida, por insólita que sea. Son un cuadro que nunca es el mismo ni se da por acabado, un museo de arte que viene del principio de los tiempos y es, sin embargo, muy moderno.
   No obstante, si el álamo que alza su esbelta figura sobre la arboleda deja de oponer su elasticidad al soplar del viento y recobra la rectitud, ocupado tan sólo en buscar alturas, entonces es que a la agitación sucede la calma. Y ya no es el vacío el teñido de colores, sino la tierra, donde las hojas esconden la hierba. El espectáculo se torna audiovisual. Un can corretón juega y a su paso levanta surtidores de diversos tonos y un crepitar de crujidos.
   Pero voy a tener que interrumpir mi ensoñación y bajar al parque. Una señora se cuelga de las ramas bajas de un nogal para acercárselas, cuando no está apaleando las que le quedan más arriba. Va en procura de los frutos que regala el otoño. Lo hace con tal vehemencia que existe el peligro de que alguna vara se desgaje o quede maltrecha.
   No sé si, antes de ir a su encuentro, pasarme por la cocina y coger nueces del frutero, para ofrecérselas...

sábado, 6 de octubre de 2018

LA ARGENTINA QUE VI  (y…35): FIN DE LA SERIE

Navegando brazos del inacabable Lago Argentino, casi me siento pasajero de un Titanic en miniatura. Sobre todo cuando avistamos icebergs,  de un tamaño que no desmerece del barco que nos lleva y aun lo vuelve menor.
   Son estructuras azuladas y de formas aleatorias, talladas hermosamente, a capricho del viento. Como isletas sin anclaje, se desplazan muy lentamente, sin marea que los arrastre. Si alcanzan muy grandes dimensiones, parecen fondeados en las aguas calmas y heladas.
    En estos témpanos reside el motivo de que el avistamiento del glaciar Upsala se produzca desde lejos. El catamarán no puede acercarse hasta sus pies, para no correr el riesgo de que una mole de hielo, como las que ya flotan por doquier, se desprenda sobre nosotros y nos sepulte en las profundidades. Antes de ahogarnos, ya habríamos perecido de frío. Al imaginarlo, miro a la superficie acuática con cierta aprensión. El paso siguiente lo doy para apartarme cautelosamente del borde de la cubierta.
   El Upsala ha recorrido 60 kilómetros hasta ofrecernos el espectáculo de su encuentro con el lago. Su lengua se anchea en esa desembocadura, se desparrama en una enorme planicie, para desplomarse luego desde una altura de 40 metros. Semeja un farallón más de los que delimitan el canal. Pero ningún árbol enraíza en esa blancura que hiere los ojos, ni su consistencia es la de la roca, ni siquiera la de la tierra de que sí están hechas las montañas de alrededor.
   Su grandiosidad contrasta con la pequeñez del glaciar Seco, que veremos más tarde de pasada. Con sólo 4 kilómetros cuadrados de superficie, muere aún antes de alcanzar el agua. Tal vez a ello deba su apelativo, que es casi un mote. Se viene ladera abajo, abriéndose camino entre el verdor del bosque, como un original cortafuegos de nieve que prensaron milenios. Ahora que está cambiando el clima, tal vez sólo unos años bastarán para acabar con él.
   El Spegazzini es otra cosa. ¿Os lo imagináis, cayendo sobre el canal que lleva su nombre, desde 135 metros de altura? Incluso entre glaciares, es un gigante. Como si no le bastase con sus fuerzas, acoge en este su tramo final el aporte del Peineta, que acude a juntársele desde arriba de un cerro que coronan dos picos, Los cuernos del diablo, les dicen. Lejos estaba yo de suponer que Pedro Botero habitase tan gélidos parajes…
   No nos aproximamos demasiado, y hacemos bien. Durante el tiempo que nos mantenemos al pairo, en observación muda, primero uno, otro enseguida, dos bloques de hielo se le desgajan y se precipitan abajo con un estruendo que silencia  exclamaciones de asombro.
   Permanezco en popa, al abrigo de los vientos que enfrenta la proa, mientras la embarcación se aleja. Creo que, si el Spegazzini no se perdiera de vista tras un recodo, aún estaría mirándolo.

sábado, 22 de septiembre de 2018


LA ARGENTINA QUE VI (34): PERITO MORENO

No hubo previo acuerdo entre los pasajeros, pero todos emitimos la misma interjección admirativa al pasar la curva de los suspiros. Muy insensibles seríamos, si no hubiera sido así, cuando de repente se nos apareció, a su término, el glaciar Perito Moreno. Nos bastó una única palabra para manifestamos, porque en ese momento sólo éramos ojos.
   Divisamos una vastísima llanura blanca que viene de lejanías que la mirada no abarca, para caer a plomo sobre un brazo del Lago Argentino. Poco después, desde la cubierta de un catamarán, a prudente distancia, las pupilas escalan el paredón. Son 60 metros de altura, que ofrecen un relieve sin lisura, tan escarpado como si pretendiera imitar la rudeza de los Andes que lo circundan, tallarlos en hielo. Nadie busque regularidad en ese frontal amurallado que salpican  torres, contrafuertes, grutas o picachos.
   Deslumbra su blancura, pero cautivan la mirada vetas de un azul cobalto que se dibujan en la verticalidad. A veces son líneas rectas, como trazadas con regla  En ocasiones, parece que el aire mismo fuese de ese color, como iluminado por lámparas celestes que tintaran desde dentro la boca de las cuevas.
   Oigo estallidos, trallazos, estampidos como disparos. Son roturas en el hielo, que cae al agua con estruendo, mayor que lo esperable cuando lo que se derrumba es sólo un poco del farallón. Percibo ruidos incluso si, a la vista, nada se desprende. Tal vez sean, entonces, producto de una resquebrajadura esos chasquidos.         
   El barco permanece un tiempo detenido ante la línea del glaciar. Al principio, todo el mundo hace fotos. Tal parece que nadie se conformara con que su visión durase sólo un rato y quisiera llevarse a casa lo que tiene ante sí. Luego viene una contemplación silenciosa, desbordada por una naturaleza que reta a la imaginación y la vence. No me cansaría nunca de observar ese murallón, que constantemente deja de ser él mismo, pues no cesa de alterarse su forma, aunque los cambios sean inapreciables.
   Nos aguarda un paseo de unos 3 kilómetros. Andamos, sin guía ni en grupo, una pasarela, abundante en miradores, que costea un lateral del glaciar, que no es sólo uno, sino varios, confluyentes. Al verlo desde arriba y tan cerca, nos damos cuenta de que nada hay en su superficie de descansada planicie. Multitud de accidentes rompen de continuo su horizontalidad, proporcionándole una forma muy disforme, donde toda figura geométrica tiene cabida.
   Recuerdo un detalle que realzaba mi emoción estética ante el paisaje. Eran las flores bellísimas, de un rojo intenso, del notro, un arbusto que crecía montaraz  a nuestro alrededor.
   De cuando en cuando, fotógrafos ambulantes se ofrecían a inmortalizar un momento irrepetible. Un grupo de señoras entradas en años posaban, apandilladas y rientes.
   - ¡Sáquenos guapas!, solicitaban al cámara.
   - ¡Me da error!, respondía el tunante, con una cara grave que paradójicamente realzaba la intención humorística de su réplica.
   Por un instante, consiguieron distraer mi atención de la masa de hielo del Perito Moreno.

lunes, 27 de agosto de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (33): EL LAGO ARGENTINO

Parece un canto a la desmesura. Necesito ir al mapa y verificar que no está El Calafate a la vera del mar para confirmar que no tengo el Pacífico ante los ojos. Que es el Lago Argentino lo que veo. Si lo contemplara desde un punto fijo no le encontraría fin: el bus que nos conduce a los glaciares no se cansa de andar y andar, y el agua, de un extraño azul turquesa, sigue ahí presente, siempre, como si no fuera a acabarse nunca la línea de costa. En cualquiera de las Américas siempre me siento anonadado ante la magnitud de las dimensiones. Para bordear este espacio acuático habría de recorrer 640 kilómetros y si quisiera llegar a su fondo en un sumergible, la profundidad no bajaría de los 80 metros, y podría alcanzar los 500.
   Una vastísima pradería, que todo alcanza aquí a ser superlativo, se interpone entre la carretera que nos lleva y las orillas de este mar dulce. Entre el verde ralo de la hierba asoman de cuando en cuando arbustos de escasa altura y mucho desparrame, o caballos salvajes. Ninguna oveja hay bebiendo en la ribera, de las 40.000 que pastan estas estepas marismeñas. Muy dispersas, se levantan las edificaciones de las estancias, con su casa, sus galpones y lugares de esquile. Dicen que, con el compromiso de 20 años de permanencia, regalaban tierra y tierra en la Patagonia, que sobra para poblar en estas latitudes. Pero se vive solo y esforzadamente, y la rentabilidad resulta escasa.
   Aunque es muy temprana todavía la mañana,  no me cierra el sueño los ojos. Buscan aves que la lejanía y mi escaso conocimiento me impiden identificar, si no son cauquenes, a cuyo tamaño y color me remito para ponerles nombre. Documento la presencia fugaz de una liebre que no nos ha visto a nosotros pasar. Y permanezco alerta, a sabiendas de que en cualquier momento podrían aparecer ñandús o guanacos.
   Apenas me doy cuenta de que se ha ido empinando el camino, hasta que la planicie se torna montaña y los lados se llenan de árboles y matorrales. Estamos en el brazo sur del lago. Sobre todas las cosas, recuerdo cómo me hipnotizaban las flores rojas de unas matas que crecían entre el monte bajo. Eclipsaban al diente de león y las anémonas, a las orquídeas y palomitas que también había, incluso al amarillo limón que pendía del calafate. Eran increíblemente hermosas las flores del notro, que es como llaman a la planta de donde salen.
   Pero se me olvidaba decir que vamos en dirección al glaciar Perito Moreno. Y en esto, que llegamos a la curva de los suspiros

viernes, 17 de agosto de 2018


LA ARGENTINA QUE VI (32): EL CALAFATE, EL PUEBLO CON NOMBRE DE FLOR

Ushuaia nos despide hoy, 5 de noviembre, con un sol radiante en un cielo sin nubes. Al conductor que nos traslada al aeropuerto le falta poco para quejarse del calor, si es que no lo hace. Yo, cobijado en mi anorak, sonrío. Nos vamos a El Calafate, una localidad patagónica con nombre de flor. De la hora que dura el trayecto, recuerdo el momento en que sobrevolamos el Estrecho de Magallanes. Se distingue con claridad la lengua de agua que hermana el Atlántico con el Pacífico, sus dos orillas son visibles desde tan arriba como navegamos.
   Nos alberga un hotel que cabalga un altozano. Las vistas son como para sentarse a admirar el mundo. Detrás, se elevan las montañas que, cercanas, nos sobrepasan. Abajo de la ladera que trepa suavemente hasta nosotros, el pueblo coloniza un llano, vecino de lo que sería un mar, de no ser porque no estamos en la costa. Tiene el alojamiento un encanto antiguo, con sus suelos enmoquetados, su chimenea encendida y la amplitud de pasillos y salones. ¡Lástima que al poco amanezcamos con picaduras, que parecen provenir de un microinsecto, parásito de la carcoma! Nuestra última noche la pasaremos en un cuarto sin techo de madera, a petición propia.
   Me asomo a la ventana de la habitación. Veo un ave que aproxima un largo pico curvo a la hierba, una y otra vez. Como no sé lo que es, apunto en mi cuaderno de viaje sus características. Luce en la gargantilla un abultamiento que se mueve al compás de sus giros y desplazamientos. La cabeza es de un ocre acanelado que se aclara en el cuello. El conjunto se pinta de un gris que tira a plata azulada y las patas se colorean de rojo. Posteriores indagaciones me lo bautizan. Es la bandurria patagónica, que con tanto afán perseguí días atrás en Tierra del Fuego y no la encontré.
   Una furgoneta minibús viene y va cada hora, para permitir a los clientes que vayamos al pueblo o volvamos de nuestras incursiones. En la localidad nos recibe una larguísima calle, sin ni una de sus casitas bajas que no esté dedicada al comercio de la más variada mercadería, con solo un rasgo en común, y es que se destina a los turistas. Tienen mucho predicamento las mermeladas y el dulce de leche. También la artesanía y los peluches, en particular si se trata de ovejas. Precisamente, comemos en un asador y es cordero al plato lo que pedimos. Lo sirven guisado en un disco que fue parte de un arado. Sabe muy rico.
   Curioseamos tiendas. Me hago con un búho menor que mi dedo meñique. Lo han tallado en madera de lenga y me sorprende su peso, tan liviano que el aire podría llevárselo a volar consigo. Paseamos hasta un mirador que hallamos tras largo andar. Contemplamos una gran planicie, en parte inundada, muy verde, en contraste con la levedad azul del inmenso Lago Argentino. Todavía más allá, se yergue la estampa ya familiar de los picos andinos, que éstos son también sus dominios.

miércoles, 8 de agosto de 2018


LA ARGENTINA QUE VI (31)

Imaginaos Ushuaia después de atardecido, el 4 de noviembre, en 2017. Conviene que sepáis que hay multitud de personas en la calle, y muchos coches. Nunca pensé encontrar un tráfico tan denso donde se acaba el mundo, pero sí. Todo el pueblo, así nativo como sobrevenido, parece haberse dado cita en la zona centro.
   Es La noche de los museos, que podéis visitar sin coste. Y la gastronomía se solidariza con el arte y los restaurantes ofrecen generosos descuentos en sus menús.
   En un tramo de la vía principal, oiríais cantar a capela, si estuvierais conmigo entonces. La voz no suena distorsionada, enseguida notaréis que ningún micrófono la vuelve de metal. Que es natural como el agua salida directamente de un manantial. Avanzando por dar con su fuente, tropezaríais, como me sucedió a mí, con un gentío que os estorba el paso y tal vez maldeciríais esa aglomeración y desearíais estar en soledad, para avanzar más rápido, no sea que tan singular interpretación acabe antes de que lleguéis a ella. Hasta que caéis en la cuenta de que todo el mundo por entre el que os movéis, ya esté delante o detrás de vosotros, a vuestra derecha o vuestra izquierda, permanece silencioso y quieto. En ese trance, no pedís disculpas porque nadie las escucharía y decidís incorporaros a esa galería de personajes estáticos. Como ellos, dirigís los ojos hacia el balcón del primer piso de una casa que no recuerdo que tuviera más alturas que dos. Allí os sorprenderá encontraros con una mujer vestida como actriz de ópera en plena actuación. Es una soprano cuya garganta enfrenta al frío que nos tiene aterecidos una composición que se esmera particularmente en los agudos. Y quizás os pasaría como me pasó, y por un momento dudaríais qué admirar más, si su bel canto o la entereza con que encara una temperatura gélida. Y seguro que sólo romperíais el silencio para dejaros las manos aplaudiendo, y no sería por sacaros la heladura de encima.
   Mañana saldremos de Ushuaia. Pero antes hemos visto esto.

miércoles, 1 de agosto de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (30): EL PENAL DE USHUAIA

Hay algo de inquietante en esa figura que me mira desde el interior de un calabozo. Tal vez se deba a que acabo de conocerle la biografía, pero su expresión me parece malévola, y me escalofría el nudo corredizo que está haciendo con un cordel. Quizás sea como los que usaba para asesinar a niños en el Buenos Aires de 1912, cuando todavía él mismo lo era. Petiso (“de baja estatura”, 1.55 m en su caso) Orejudo, le sobrenombraban a quien nació como Santos Godino. Durante su reclusión, estranguló un gato y al hacerlo firmó la propia sentencia de muerte, pues sus compañeros vengaron al felino y lo mataron.
   Cuando convirtieron en museo del presidio uno de los cinco pabellones de que constaba éste, perpetuaron la memoria de ese criminal y la de otros cautivos. Igualmente esculpidos en yeso, continúan alojados en las mazmorras que ocuparon en vida, bien visibles los pliegos de cargos que los condujeron hasta aquí. Tales son los casos de Mateo Banks, apodado el Místico, de quien se dio por probado que acabó con tres hermanos suyos, una cuñada, dos sobrinas y dos peones de haciendas familiares que quería para sí; o el de Serruchito, el descuartizador de los lagos de Palermo. No falta en esta galería de imágenes la efigie del anarquista Simón Radowitzky, que atentó con éxito contra el jefe de policía de la capital y que consiguió evadirse de esta cárcel, si bien por breve tiempo.
   Es como si todos ellos hubieran sido condenados a una cadena perpetua que trascendiera a su misma existencia y fueran expuestos por siempre al escarnio público. A la vista de la talla del guardia que desde el piso superior todo lo controla, me pregunto si refleja los rasgos de algún carcelero de entonces.
    Pasamos rápido ante alguna celda donde se exhiben instrumentos de castigo, como bastones o bolas de hierro con cadenas y abrazaderas para los tobillos; y nos detenemos ante las que muestran trabajos de los internos en los talleres de carpintería, calzado, vestuario… Algunos objetos llaman la atención por su finura…
   Todo está restaurado en este pasillo, bien pintado y adecentado. Y aun así, pese a esa cara amable, no  consigo evitar un temblor,  una sensación que me angustia.
   Casi he logrado olvidarlo interesándome por maquetas y fotografías de otros museos que alberga el que fue presidio –de la Antártida, de Tierra del Fuego, de Arte Marino…- cuando, desde el lugar donde convergen las cinco galerías –hoy habilitado como sala de conferencias, exposiciones o conciertos- entro en un corredor que no he explorado y me doy de bruces con el espanto.
   Este pabellón no ha sido reconstruido, está tal cual era. Las paredes de las celdas son de piedra sin revestir y rezuman humedad. Por todas partes afloran desconchados y resquebrajaduras. Añádase la escasez de luz y se tendrá una imagen aproximada –para que sea exacta, hay que experimentarla in situ- de la desolación. Los espacios de reclusión parecen reducirse al mínimo. Y todavía falta en la pintura de este lóbrego cuadro un frío que congela cuanto toca. Una única estufa de leña le hacía frente inútilmente en el pasillo central.
   Más que conmovido, que también, salgo de allí horrorizado, así sea con efecto retroactivo. No sufro un cacheo como el obligado para quienes iban a cortar madera a los bosques: si así hubiera sido, me habrían encontrado conmiseración a manos llenas.

miércoles, 18 de julio de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (29)

Una línea alada cruza el mar, sin que el azul grisáceo, plúmbeo, de la superficie acierte a reflejar las figuras en vuelo.
   Navegamos el canal de Beagle, a un lado Chile, Argentina en el opuesto, sobre aguas que son encuentro de dos océanos, pasillo acuático que conduce del Atlántico al Pacífico, o viceversa, y que se abre camino entre montañas siempre encanecidas por la nieve y de evocadores nombres, como Monte Olivia (arpón, en lengua indígena), o Cinco Hermanos. Tras de nosotros, va quedando Ushuaia.
   Peregrinamos de un islote a otro, porque son muchos los que emergen en medio de la inmensidad. En el de Casco, nos confundimos de aves. La primera impresión es que la colonizan pingüinos. Lucen una pechera blanca que casa más con esos palmípedos que con los cormoranes de nuestras costas, que se visten totalmente de negro. Pero es que éstos que ahora vemos son imperiales. Se diría que no cabe un ejemplar más sobre el roquedo estrecho y alargado. En la zona más elevada, un cauquén común mira con displicencia a la muchedumbre que se arracima bajo sus pies.
   Aquí cazaban los indios yamanes, antes de que la llegada de los europeos los llevara a la extinción. Los lobos o leones  marinos ya habrán olvidado el peligro que suponían para ellos sus incursiones y no los alarma la proximidad de nuestra embarcación. Tan gregarios como los cormoranes imperiales, juntan piel con piel en la isla Alicia o en las del archipiélago Los Iluminadores. La mayoría, bebés incluidos, sestea; a veces perturban su modorra las querellas de las gaviotas. Una hembra muestra cierto interés por la pelea entre dos de esas aves y sigue la disputa sin moverse del sitio que ocupa. Cerca, en medio de la multitud, vocifera un macho que la dobla en tamaño. A ojo de buen cubero, calculo que ese corpachón de apariencia gelatinosa no debe de pesar menos de 350 kilos.  Sé que se alimentan de peces, mariscos, calamares… Qué riqueza submarina no ha de haber en estos confines de la Tierra, para dar vida a tanto predador como encontramos en nuestra singladura.
   Los habitantes de la isla Lucas son cormoranes roqueros. Podrían presumir de las órbitas rojas de sus ojos, que combinan muy estéticamente con la negrura del cuello. Anidan en su cantil, más seguros que cuando los primitivos pobladores de estas costas saqueaban su puesta o sus polluelos, descolgándose en la noche con teas desde lo alto del paredón.
   En otra isleta donde también son moradores, creo ver un curioso individuo albino, que contrasta vivamente con la negrura de sus vecinos. Pero se trata de un caranca. Curiosamente, lo que me saca de dudas con respecto a su identidad es su pareja, de color oscuro, que dibuja estrías en el vientre.
   Dos horas y media después de haber zarpado, retornamos a Ushuaia, que, vista desde el mar, se nos aparece a modo de gigantesco anfiteatro, cuyas gradas escalan la montaña que le guarda las espaldas.
   A algún viajero hay que despertarlo al llegar a puerto. Se ha perdido un sueño que muy probablemente no volverá a soñar… 

sábado, 7 de julio de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (28): D.E.P.

No fue hasta días después de regresar a España cuando, mediado noviembre, supe de la tragedia. Todavía durante un tiempo se esperaba que no lo fuera. Los medios de comunicación seguían los avatares de una búsqueda que se volvía más angustiosa por momentos. La esperanza  de hallar con vida a la tripulación de un submarino argentino perdido en el Atlántico Sur iba siendo menor, según transcurrían las horas sin que se tuviesen noticias de su paradero. Y finalmente esa posibilidad desapareció del todo. Aún hoy, cuando publico estas líneas, se desconoce la ubicación del fondo marino donde reposa el casco del ARA San Juan, y cuarenta y cuatro cadáveres aguardan un rescate improbable.
   Ese buque había zarpado de Ushuaia. Donde nunca llegaría sería a su base, que estaba en Mar del Plata, 400 Km al sur de Buenos Aires.
   Todas las desgracias lo son, pero las hay que llevan añadido un plus de cercanía y nos afectan en mayor medida. La casualidad hace que eso me ocurra  a mí, así sea tangencialmente, en este caso. El 4 de noviembre, cuando nos disponíamos a navegar dos horas y media por el canal de Beagle a bordo de un barco turístico, vi la silueta inconfundible de un submarino atracado en un muelle de Ushuaia. Incluso lo fotografiamos y recuerdo que había en ese instante personal sobre la cubierta. Y no puedo quitarme de la cabeza que, dada la proximidad de las fechas, esa nave que entonces llamó nuestra atención y la desaparecida fueran la misma. 

viernes, 29 de junio de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (27): PARQUE NACIONAL TIERRA DEL FUEGO (y III)

Sólo una parte mínima del parque nacional se puede visitar. Pero ya se sabe que lo pequeño en América se vuelve de ordinario enorme para nosotros, europeos. Los ojos no dan abasto para hacer inventario del formidable panorama que se va desplegando ante una mirada que no se cansa de mirar, ya vaya al encuentro de las cumbres nevadas, ya se enrede en las masas boscosas, se dilate en la contemplación de espacios lacustres o siga  cursos fluviales.
   El río Lapataia se esfuerza en hallar el camino que lo conducirá a morir en el canal de Beagle. Pero al paso nos deja una sorpresa. Allá donde se anchea en un remanso, protegido en su margen derecha por un ribazo escarpado, dos cisnes emparejados se adueñan de la soledad y nadan. Trazan coreografías sutiles, que son pura elegancia. Un contrapunto delicado en el paisaje, que semeja ilusión de unos sentidos ya acostumbrados a la grandiosidad. Son de una especie para nosotros desconocida, de cuello negro, y nos felicitamos por no estar entre tantos como vienen a Tierra del Fuego para verlos y se van sin llevárselos en la memoria. Yo permanecería horas contemplándolos, pero el hyde que supone el bus y que nos ha permitido observarlos sin que se den a la fuga se pone de nuevo en marcha.
   A la Laguna Negra llegamos caminando un sendero que  nos hace un hueco por entre una densa arboleda. Llaman la atención las aguas oscuras, que contrastan con la blancura de los picos. Deben su tonalidad al lecho que las cobija: vegetación comprimida durante siglos, a la que la falta de oxígeno ha ido privando de la vida hasta transformarla en turbera.
   Encaraba yo un cielo cubierto, por si para mi felicidad lo estuviera surcando un cóndor, pues hay próximo un cerro al que esa ave presta su nombre, cuando me alertan de un hallazgo inesperado. Un zorzal patagónico hurga la tierra húmeda ambicionando lombrices que llevarse a su pico anaranjado y se las arregla para ser esbelto, pese a la cortedad de su estatura.
   Tiempo después, estamos a 17.848 km de Alaska. Lo dice un panel levantado en mitad de la nada. Hemos alcanzado el punto donde culmina la carretera panamericana, que recorre el continente de norte a sur. También sabemos que nos separan 3.079 km de Buenos Aires. Más allá, nos espera el mar. Al final de unas pasarelas de madera, a nuestros pies, la bahía Lapataia nos dilata la pupila. Custodian su inmensidad los Andes, que, tras cederle espacio, se acercan para dibujar su embocadura, dejándole sólo una estrecha salida al canal de Beagle, que aún, como si fuera amplia, tiene plantificada una isla redondeada en el medio.
   Miro al agua, a la que las nubes restan azul, y distingo en la superficie una estela delgada, que va dejando tras de sí un ave. Lo curioso es cómo mueve sus alas, a modo de aspas que la propulsaran. Cuando oigo que la llaman pato vapor no volador, ya lo entiendo…
   Es lo último que recuerdo de Tierra del Fuego

jueves, 21 de junio de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (26): PARQUE NACIONAL TIERRA DEL FUEGO (II)

Acabo de pisar tierra cuando lo veo. Sería difícil que me pasase desapercibido, dado su tamaño, no de pájaro menor, sino de ganso enorme con cuello de entre garza y avutarda. Se mueve con una lentitud que parece impostada, a pocos metros, en un espacio libre de  matorral. Hace como que no se entera de nuestra presencia, pero no nos quita ojo. Entonces, quien oficia de guía comete un error, y no porque lo llame cauquén común, que ésa es su alcurnia.
   Debía haber callado que suele el macho exponerse a las miradas ajenas para que, centradas en su figura, olviden a su pareja, que, recatada, se estará alimentando, oculta en las inmediaciones. Esa medida de prudencia habría evitado que, con más timidez primero y mayor audacia enseguida, algunos del grupo se internaran, cámara en ristre, en la espesura donde suponen ha de hallarse.
   Así azuzada, sale sin tardanza la presa a campo abierto, y me parece la suya la imagen encogida y medrosa de quien quisiera desaparecer. Y aun con todo, hermosa.
   Estamos a un lado del lago Roca. Como si quisieran contemplar en un espejo sus crestas de nieve, se han abierto los Andes para dejar espacio al agua dulce. Un glaciar de tiempos remotos que pasaba por aquí los auxilio. Y lo hizo a la medida de lo gigantes que son. Once kilómetros se alarga la superficie acuática, y uno con cinco se separan las orillas. Esa configuración inspiró la metáfora: Acigami fue el nombre que le dieron los aborígenes. Con ese acierto para nombrar que tienen las lenguas primitivas, qué otra expresión podían inventarse los hablantes en yagún que no significase “cesto alargado”.
   Quien sabe nos habla de plantas en medio de un paseo entre arbustos. Yo miro, toco las hojas con las yemas de los dedos, acaricio troncos. Conozco texturas y formas, y me hago la ilusión de dejar una huella efímera en este paisaje que en todos los sentidos tanto dista del mío.
   Me gustaría que fuese febrero, que es cuando fructifica el calafate: dicen que quien prueba una de sus bayas retorna a su vera, para servirse alguna más. Pero es noviembre, y me contento con el espectáculo que nos ofrecen sus flores amarillas, de las que disfruto con la vista y el olfato, pues exhalan un olor fuerte. Las del michay, su pariente, ofrecen, en cambio, una tonalidad anaranjada.
   Ante una mata negra, me pregunto el porqué del adjetivo que la apellida, si es verde por entero, salvo las como margaritas con que se adorna. Tal vez ese apelativo no tenga que ver con nada que esté en su ser. Quizás se deba al color del humo con que se comunicaban los yamanes, y que conseguían usándolo como combustible.
   A punto de subir de nuevo al bus, tiendo la oreja al entorno y afino el oído, por si me llegase el canto de un ave que llaman bandurria y que anuncia la primavera. Sólo el silencio responde a mi requerimiento. Sería una redundancia oírla, para advertir de que ha venido la estación florida. Pero me haría ilusión.

jueves, 14 de junio de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (25): PARQUE NACIONAL TIERRA DEL FUEGO (I)

Sólo en el topónimo se vuelve fuego el paisaje. En parte alguna comparecen llamaradas. Nada nos llama a desprendernos del anorak en las paradas, cuando descendemos del bus y exploramos espacios cercanos. Y es que, paradójicamente, fue el frío quien motivó el nombre de este acabose de las Américas. Desde el mar, la tierra ardía en el imaginario de los primeros navegantes europeos. Eran únicamente las hogueras con que los indígenas buscaban el calor que les negaba la naturaleza. Pero qué descubridor de mundos, para bautizar una geografía, no ha preferido la hipérbole a la realidad anodina. ¿Acaso no late un poeta en el alma de un aventurero?
   El tren del fin del mundo nos ha traído hasta una estación terminal y diminuta, que es principio de un recorrido por la zona visitable del parque nacional. Un autocar releva al ferrocarril como medio que nos lleva. A la vista, todo es grandioso. Omnipresentes, nos ceden paso los Andes, siempre coronados de blanco. Los bosques hacen impenetrables  vastos dominios y casi conquistan las cumbres. Veo muchos troncos caídos, algunos provistos de sus enramadas: no los tumbó el hacha, que fue leñador el viento con su filo cortante y helado. Y no tuvo que suceder ayer, que las bajísimas temperaturas eternizan su descomposición.
   Pero más que esos árboles muertos me interesan los vivos. Como es 3 de noviembre y estamos en plena primavera austral, a ninguno le faltan hojas, aunque los haya caducifolios. Me admira que subsistan sin congelarse en condiciones tan extremas. También me sorprenden sus formas, que en algún caso me recuerdan a viejos conocidos de mi entorno habitual. A veces los creo hayas o laureles, pero cuando pregunto por sus identidades me contestan con nombres que nunca antes había oído. Las lengas van achaparrándose, perdiendo altura a medida que la ganan ladera arriba; el coigüe o guindo siempre verde se despliega como bandera cuando crece donde sopla el vendaval; al ñire lo llamaban así los mapuches porque ñires eran los zorros que cavaban madrigueras al pie de sus troncos; el canelo, árbol  sagrado, alcanza los 30 metros y es fama que su corteza se utilizaba para combatir el escorbuto y sus frutos como condimento, y aún tiene poder para desinfectar y cicatrizar heridas.
    Oigo hablar de farolitos chinos, de barba de viejo, de pan de indio. Entre la espesura de las copas, la botánica da lugar a la metáfora. De algunos árboles pende, como candil, el falso muérdago; otros parecen barbados, recubiertas sus ramas de finos hilos verdes. Y de los frutos de hongos que parasitan a las lengas se alimentaban los aborígenes. Todo tiene a mis ojos el encanto de lo insospechado. Y eso que todavía no hemos echado pie a tierra, que enseguida…

lunes, 28 de mayo de 2018


LA ARGENTINA QUE VI (24): EL TREN DEL FIN DEL MUNDO (DOS)

Por momentos, siento que he encogido y vuelvo a ser niño, y que por eso quepo en el vagón. Su pequeñez saca de mi memoria tiovivos de infancia. De cuando en cuando, suena su sirena, como si hubiera en esta soledad austral a quien advertir de que debe apartarse de la vía; como si el parsimonioso andar del trenecito pudiera sorprender a cualquier ser vivo, por atontolinado que estuviera.
    Miro por la ventanilla. A menudo parece que nos hubiesen precedido cuadrillas de leñadores caprichosos, que dejaran tras de sí numerosos tocones de los árboles que fueron. Me llama la atención la diversidad de alturas de esos muñones. Deberían ser gigantes quienes talaron algunos troncos, o haberse subido a una escalera, y la incógnita sería por qué los cortaron tan arriba y desaprovecharon tanta madera como había debajo. Pero sólo es que estamos en latitudes donde, durante el otoño y el invierno, la nieve se aposenta en los valles, no como lámina escasa en grosor, sino como manto de mucha hondura. Y únicamente podía cercenarse lo que sobresalía de esa blancura, no lo que quedaba debajo, tapado, por mucha elevación que tuviera.
   Si nos fuese dado retroceder en el tiempo, veríamos a los causantes de la deforestación, que llegaban a los aledaños del monte Susana al despuntar el alba, con sus pesadas hachas. Repararíamos enseguida en su vestimenta, un uniforme de rayas negras sobre fondo amarillo, como usaban los presidiarios de antaño, al que se añadía en invierno un tapado azul. Venían a por leña con que abastecer de combustible la rácana calefacción del penal o sus fogones, o al vecindario del pueblo, al que se vendía el sobrante, y en ese empeño la emprendían sin orden ni concierto con los bosques, yendo cada día más lejos, según los iban devastando.
   No estaban solos. En su derredor había guardias, con la bayoneta calada de sus mosquetones presta para la herida; la lengua afilada para la imprecación. Aunque más disuasorio aún frente a una escapada sería el aire, transfigurado en omnipresente pared de hielo, que amenazara con servir de translúcida mortaja a los fugados. Nos lo recuerda “Pipo”, el río que a veces fluye a la par de las vías. Ese topónimo fue antes el apelativo de quien quiso huir y fue hallado cerca del agua, muerto por hipotermia.
   El tren del fin del mundo que nos acoge es deudor de aquel otro, El tren de los presos, que, desde las inmediaciones de la cárcel de Ushuaia, traía al destacamento de penados. Antes que ellos, ya había salido otro grupo, punta de día, que limpiaría de nieve los raíles o tendería nuevos tramos. Seguimos su trazado, pero nuestra comodidad no era la suya. Hay que imaginarlos, sentados sobre plataformas, que eso eran los vagones, sin otro parapeto frente a la ventisca que no fuera el que les ofrecía el encogimiento de sus propios cuerpos. El fin del mundo no estaba para ellos sólo donde la geografía dice...

domingo, 20 de mayo de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (23): EL TREN DEL FIN DEL MUNDO (UNO)

Confieso que fue una expresión que me enamoró. Y me resultó aún más irresistible cuando supe que no se trataba de una mera creación verbal.  Tenía su correlato en la realidad, existía un ferrocarril que respondía a ese nombre, que se llamaba así. A ver quién se sustrae a la tentación de subirse a El tren del fin del mundo. Yo, al menos, no. Creo que fui a Tierra del Fuego sobre todo a saber de él, y quien piense que exagero es que no me conoce.
   “Vengo a proponerles un sueño”, decía una pintada que leí, de pasada, sobre un muro de Ushuaia. En pos del mío, subo al bus que nos conducirá a la estación, a unos kilómetros de la ciudad. Dejamos atrás barrios humildes, de casitas bajas y compostura variable. A algunas no les faltan verjas primorosamente pintadas.
   “Aquí descansan los restos de quienes nos precedieron en la vida. Es un lugar respetable que merece ser respetado”, advierte, a ojos todavía somnolientos, un cartel, desde la pared de un cementerio.
   El mar está picado y oscuro, y le escapamos, yendo tierra adentro. Por todas partes, se hacen visibles las encanecidas jetas de los Andes y sus faldas verdes. De colorearlas se encargan las lengas, árboles de madera muy liviana, que a menudo multiplican sus troncos. En algún trecho, nos hace compañía un río de poco caudal, que promete frío en la transparencia de sus aguas. Pasamos ante un campo de golf y al poco las montañas se abren y el valle se ensancha, como para dejar espacio a la diminuta estación de ferrocarril que buscamos. Predomina el azul en la nave que nos acoge. Cuelgan de las paredes relojes, que siguen el horario de diferentes ciudades del mundo y recuerdan al viajero la relatividad del momento que vive.
   Parecen de juguete los trenecitos menudencios que aguardan en los andenes, y que no nos superan en altura. De las locomotoras sale un humo blanquecino, pues son, como lo eran antaño, de vapor. Los vagones están pintados de verde o de rojo y sólo seis personas cabemos en su único departamento. Fuera cae una lluvia menuda y el aire tiene un color helado.
   La sirena que avisa de la partida suena. Nos vamos. Un despacioso traqueteo nos conduce a parajes desolados. Abunda la arboleda, que trepa laderas y se espesa también en los llanos. A veces concede una oportunidad a la mirada, que se expande entre herbazales o choca con la nieve que se enseñorea de las crestas. Hacemos un alto en un lugar despejado, con río y pequeña pradería, y bosques y montañonas de fondo. El entorno sería ideal para un picnic, pero nadie se sienta sobre el verde húmedo y frío. Hemos parado para que subamos hasta una cascada, que vagamente recuerdo como Macarena.
   Ni un alma nos saldrá al paso durante el viaje, a no ser que la tengan lo que semejan ser solitarios halcones, o pájaros que me recuerdan a las urracas, aunque su color pardo desmienta esa identidad. Veo aves mayores, pero lejanas, y no sé ponerles nombre. Caballos aislados pastan, sin ataduras, libres, en campos que no tienen otros límites que los que les imponen la floresta o la cordillera.
   Verdaderamente, estamos en el fin del mundo.