LA ARGENTINA QUE VI (y…35): FIN DE LA SERIE
Navegando
brazos del inacabable Lago Argentino,
casi me siento pasajero de un Titanic en
miniatura. Sobre todo cuando avistamos icebergs,
de un tamaño que no desmerece del barco
que nos lleva y aun lo vuelve menor.
Son estructuras azuladas y de formas
aleatorias, talladas hermosamente, a capricho del viento. Como isletas sin
anclaje, se desplazan muy lentamente, sin marea que los arrastre. Si alcanzan
muy grandes dimensiones, parecen fondeados en las aguas calmas y heladas.
En
estos témpanos reside el motivo de que el avistamiento del glaciar Upsala se produzca desde lejos. El
catamarán no puede acercarse hasta sus pies, para no correr el riesgo de que
una mole de hielo, como las que ya flotan por doquier, se desprenda sobre
nosotros y nos sepulte en las profundidades. Antes de ahogarnos, ya habríamos
perecido de frío. Al imaginarlo, miro a la superficie acuática con cierta
aprensión. El paso siguiente lo doy para apartarme cautelosamente del borde de
la cubierta.
El Upsala ha recorrido 60 kilómetros hasta
ofrecernos el espectáculo de su encuentro con el lago. Su lengua se anchea en
esa desembocadura, se desparrama en una enorme planicie, para desplomarse luego
desde una altura de 40 metros. Semeja un farallón más de los que delimitan el
canal. Pero ningún árbol enraíza en esa blancura que hiere los ojos, ni su
consistencia es la de la roca, ni siquiera la de la tierra de que sí están
hechas las montañas de alrededor.
Su grandiosidad contrasta con la pequeñez del
glaciar Seco, que veremos más tarde
de pasada. Con sólo 4 kilómetros cuadrados de superficie, muere aún antes de
alcanzar el agua. Tal vez a ello deba su apelativo, que es casi un mote. Se
viene ladera abajo, abriéndose camino entre el verdor del bosque, como un
original cortafuegos de nieve que prensaron milenios. Ahora que está cambiando
el clima, tal vez sólo unos años bastarán para acabar con él.
El Spegazzini
es otra cosa. ¿Os lo imagináis, cayendo sobre el canal que lleva su nombre,
desde 135 metros de altura? Incluso entre glaciares, es un gigante. Como si no
le bastase con sus fuerzas, acoge en este su tramo final el aporte del Peineta, que acude a juntársele desde
arriba de un cerro que coronan dos picos, Los
cuernos del diablo, les dicen. Lejos estaba yo de suponer que Pedro Botero
habitase tan gélidos parajes…
No nos aproximamos demasiado, y hacemos
bien. Durante el tiempo que nos mantenemos al pairo, en observación muda, primero
uno, otro enseguida, dos bloques de hielo se le desgajan y se precipitan abajo
con un estruendo que silencia
exclamaciones de asombro.
Permanezco en popa, al abrigo de los vientos
que enfrenta la proa, mientras la embarcación se aleja. Creo que, si el Spegazzini no se perdiera de vista tras
un recodo, aún estaría mirándolo.
Los glaciares se van desgajando en bloques y esos bloques se derriten a velocidades nunca contempladas a esas latitudes. De seguir así, en no demasiados años, esos glaciares maravillosos serán cosas del pasado, como ya lo son algunos otros.
ResponderEliminarVeo que se terminó el periplo argentino. Lo único que podría consolarme es recuperar al comentador de libros, que hace mucho que no se deja caer por aquí. ¿Dónde lo tienes encerrado?
Un beso.
Todo vendrá... Mientras tanto, hago lo que también haré después: disfrutar de tu blog, que siempre recomiendo, y vivamente, a quien tenga interés por la lectura...
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