miércoles, 28 de octubre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (17): MONERÍAS

Acabábamos de lavar la ropa indispensable para ir tirando y la habíamos tendido, sin pinzas, que no teníamos, pero con mucha voluntad, de una cuerda, amarrando un cabo a un tronco y el contrario a la tienda de campaña. Después de todo, no había quedado mal.  Confiábamos en que el sol de primeras horas de la tarde actuase como eficiente secadora. Estaba contemplando nuestra obra con la satisfacción que produce el trabajo bien hecho, antes de sentarme a observar el paisaje, que verdaderamente merecía que se le dedicase atención.
   Delante mismo de nosotros, el delta del Okavango se abría para configurar un lago, el Guma, del que salían, entre la vegetación palustre, varios canales. Precisamente navegando uno de ellos habíamos llegado hasta allí, donde un hotelito solitario se asomaba al azul de las aguas. Al lado estaba instalado nuestro campamento, también al borde de la superficie acuática.
   Todo ocurrió muy rápidamente, en varios sitios casi a la vez. Oí una gran algazara a mi espalda y, al volverme, un poco más y se estampa contra mí un mono verde, que de ese color no era, aunque ésa fuese su alcurnia. Corría perseguido por el cocinero, que lo había sorprendido en la cercanía de la despensa, haciendo gala de no muy santas intenciones.
   Aún no me había dado tiempo a reponerme del susto cuando, en la zona aledaña a los baños, resonaron otras voces, igualmente agitadas, si bien en este caso femeninas. Los servicios eran construcciones de lona y madera, que albergaban un inodoro, un lavabo y una ducha. Ninguna puerta cerraba el paso a su interior, aunque un travesaño, que podía cruzarse en el dintel, informaba, si tal sucedía, de que estaba ocupado. Como las paredes no llegaban hasta el techo y dejaban un espacio al descubierto, un colega del simio anterior había aprovechado la coyuntura para situarse en la base de ese vano. Allí ubicado, había estado observando cómo se duchaba una de las chicas de nuestro grupo. La misma que ahora le llamaba de todo, mientras lo espantaba.
   “Son muy sinvergüenzas, estos monos”, dije yo, y no para mis adentros. El que se hallaba próximo a mi tendedero algo debió columbrar de lo que manifestaba, porque, al girarme, me miró con ojos aviesos. Y yo, que lo vi, me dirigí a él, dispuesto a ponerlo en fuga. Si andaba merodeando por allí, seguro que no tardaría en robarnos alguna prenda, por puro juego. Cumplió de inmediato con su deber de escapar, pero sólo a medias, pues se encaramó ágilmente al árbol más próximo, donde, suspendido de una rama, justo encima de mí, se quedó.
   “¡Verás cómo suba…!”, voceaba yo, y acompañaba la amenaza con todo un alarde de histrionismo, pretendiendo que se fuera y dejara nuestra colada en salvo. Pero lejos de irse, mantenía su posición. Y, encima, se permitía el lujo de desafiarme, estirando y encogiendo el cuello, mientras me miraba con fijeza.
   Hasta que, finalmente, soy yo quien abandona el campo, quien descuelga la ropa y se va con ella a lugar seguro. Eso sí, antes me cercioro de que la tienda de campaña tiene bien cerrada la cremallera.
   Aquélla fue una tarde muy movida.  

sábado, 24 de octubre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (16): EN LA ISLA SECRETA

Asciende el jefe bayei a la base de un termitero, elevada como pequeño montículo. Gira la cabeza, no olvida volverse para completar el ángulo de visión y abarcar, así, todo el entorno, que lo que no está delante podría hallarse detrás. La mirada es aguda, tensa, escrutadora, y se vuelve cámara lenta para verificar despaciosamente cada detalle. No quiere que se le escape un posible peligro, o pasar por alto un avistamiento que mostrarnos. A donde no alcanza su vista, llega su olfato. “Allí hay un elefante”, afirma de pronto, señalando un bosquete. ¿Por qué lo sabe, si no lo ve? “Huele a tierra mojada, a humedad”, responde. A punto estoy de pensar que habla de farol cuando oigo, nítido, un chasquido de rama desgajada, que viene de donde él acaba de apuntar.
   Íbamos, cuando marchábamos, en fila india. Encabezaba la hilera ese hombre como guía y la cerraba otro nativo, y todos guardábamos un prudente silencio. Reconozco que yo, que había ido a África a ver leones o animales de similar pelaje, hacía votos por que en este trance no se presentaran. Alguna pradera de hierbas altas y ayunas de agua me recordaba los paisajes de sabana entre los que se disimulan los felinos para dar caza a sus presas.
   De cuando en cuando, nuestro mentor, como si pudiese controlar a la vez los alrededores y el suelo, se agacha y examina unos excrementos que a mí nada me dicen, salvo que mejor esquivarlos, y, sin alzar la voz, musita “leopardo”, o “serval”, o “hipopótamo”, y me parece que entonces escruta con aún mayor interés así lo próximo como lo lejano. Quizás ya hayan abandonado esos animales salvajes la isla, tal vez permanezcan aún en las inmediaciones (y en una isla tan pequeña, todo son inmediaciones). Lo único cierto es que han estado aquí, cerca de nuestro campamento, mientras dormíamos. Siento un leve cosquilleo en el estómago, al recordar que esta noche me despertaron unos ronquidos descomunales que no identifiqué como humanos y que sonaban justo al lado de la tienda.
   Miro el paisaje, según lo andamos. Parece la paleta de un pintor que gustase de verdes y amarillos, que se hacen de un arbolado que no llega a constituirse en bosque y de un herbazal que es dominante. Caobos y sicomoros conducen los ojos al firmamento y entre las hojas de los árboles salchicha sobresalen frutos descomunales, como calabacines de buen tamaño, cuyo impacto ninguna cabeza resistiría. Una escasa laguna trae en su azul el cielo a tierra. De la superficie en calma salen volando dos gansos egipcios. El aire que remueven sus alas agita con levedad un reguero de plumas blancas, desperdigadas en la orilla, delatoras de un lance venatorio, cuyo antagonista fue, tal vez, un reptil. Eso, al menos, ha supuesto nuestro guía.
   Es un hombre alto, delgado pero fuerte, que se mueve pausadamente. Anda muy erguido, diría que con elegancia, aunque sin afectación, como si esa derechura le fuese consustancial. Un felino debe haberle prestado sus ojos. Sólo él ha localizado unos kudús que se ocultan en la maleza, a impalas en tierra y a babuinos en una enramada.

   Porta una vara del grosor de una muñeca, cilíndrica y bruñida, como un báculo. Creo haber oído que ostenta la jefatura de los suyos. Por un tiempo, me sé deudor de sus conocimientos. ¡Seríamos tan poca cosa sin él en estos parajes! Menos mal que, por espacio de dos horas, su sabiduría, tan antigua como el tiempo, nutrida de otras vidas y experiencias, fue también nuestra.

jueves, 15 de octubre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (15): EN TORNO A LA HOGUERA

Cuando la única luz era ya la del fuego, nos sentábamos rodeando troncos en llamas. Eso sucedía si estábamos acampados, allá donde no había más que nosotros. Era la hora de la cena, que luego se prolongaba en conversaciones y risas. Quizás el entorno oscuro estuviese poblado de seres poco de fiar, pero no se acercarían a donde ardía una hoguera. Comentábamos las anécdotas del día, planificábamos el mañana, aprendíamos los unos de los otros y nos conocíamos mejor. Y cuando dormimos en la isla de Kao, en el delta del Okavango, cantamos y oímos cantar.
   Primero empezaron ellos, nuestros guías y barqueros africanos de la tribu bayei. Todavía no se han ido de mis ojos. Los vi, cómo irrumpían en el círculo iluminado, como figuras desgajadas de la negrura de la noche, de la que salieron, marchando en formación de tres en fondo. Danzaban al desplazarse, al son de un ritmo reiterado, que se hacía de sus voces graves,  entonadas al unísono. Las mujeres realzaban la plasticidad de la escena con un vaivén de caderas, que volvía más notorio el faldellín vegetal que las ceñía. La música parecía materializarse a su paso y yo sentía que mis manos habían sido hechas tan sólo para el aplauso.
   Después de un tiempo que no sabría medir, porque es difícil cuantificarlo cuando se colma de emociones, ellos trocaron su papel de actores por el de espectadores. Había llegado nuestro turno. Era claro que coralmente no estábamos, ni de lejos, a su altura, pero contábamos con dos voces femeninas que rompían el aire con sus agudos o remedaban gospelianos ecos. Escuchando las interpretaciones sucesivas de la una y de la otra, creo que no me acordé ni de respirar, por no perder una nota. Experimentaba el extraordinario privilegio de asistir a un concierto operístico en medio de la naturaleza salvaje del Okavango, como si estuviera ante un escenario mágico. No sé si los hipopótamos dejaron de roncar y las hienas sus risas, o sólo fue que yo me olvidé de  oírlos…
   Aquella noche todavía resuena en mis oídos.  

sábado, 10 de octubre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (14): EL OKAVANGO, DESDE UN MOKORO

Los pájaros nos llenan los ojos de colores e invade nuestros oídos su confusa gritería. Es un alboroto discordante, escasas veces armonioso. No faltan momentos en que dude de si esas voces son de monos.
   Hombres y mujeres de la tribu bayei nos conducen a la escondida isla de Kao, de apenas 3 Km2. Vamos en mokoros, unas canoas que impulsan por aguas someras, auxiliándose de una pértiga que termina en uve y toca al fondo. Nos sentamos dos en el suelo de cada embarcación, uno detrás de otro, sin movernos por no desestabilizarla. En la popa va el remero, de pie. Detiene al pronto la navegación para hacerse con nenúfares: en cuestión de minutos, fabrica con el tallo las cuentas de un collar, al que no falta su colgante, que es la flor, y nos lo entrega.
   Todo un hervidero de aves se da cita a nuestro paso. En los árboles de las orillas los cormoranes parecen dormidos y otea desde la altura de una rama el águila pigargo vocinglera. Con los pies en tierra escrutan las aguas diversas zancudas. Un martín pescador que se viste de blanco y negro se desploma desde el cielo donde se cernía y se sumerge, para emerger de inmediato sin presa alguna en el pico. Frecuentemente nos sorprende el vuelo corto de las hakanas africanas. Frente a tanta delicadeza alada, irrumpe en la ribera la maciza mole de un elefante solitario, que da muestras de no estar contento con nuestra presencia. Optamos por desaparecer cuando se nos acerca más de la cuenta.
   Dejamos la corriente principal y nos internamos por una red de caminos de agua, un laberíntico entresijo de estrechísimos canales. Siento la caricia de las masas de papiros que los limitan, y que en algún punto se transforma, casi, en indeseado abrazo, de tanto como se agosta el paso.
   Unas dos horas de paseo fluvial tardamos en alcanzar la islita que es nuestro destino. A la sombra de grandes árboles nos aguardan las tiendas donde dormiremos esta noche, y  un mokoro volcado oficia de improvisado mostrador donde hacerse con el almuerzo. Luego de comer, queda esperar a que decaiga el sol para salir de nuevo al agua, ahora en busca de los grandes señores del río.
   Oiremos sus ronquidos antes de divisarlos, en una zona más abierta y más profunda. Bufan para respirar y exhalan vapor, en una imagen que curiosamente me recuerda a las ballenas. El espectáculo me parece fascinante y simultáneamente me da un poco de miedo. Conozco la mala fama del hipopótamo y me inquietan unas orejotas que aparecen y desaparecen, y que siento cada vez menos distantes. El guía local nos explica sus características, mientras la noche se acerca. Al fin, cuando ya el sol amaga con desaparecer, da orden de que retornemos a la isla: no quiero ni imaginarme que se haga oscuro y nos perdamos en esta infinidad de pasillos acuáticos que se cruzan y entrecruzan sin cesar.

   Fue una experiencia hermosa.

lunes, 5 de octubre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (13): ACUNADOS POR EL OKAVANGO

El Okavango, que antes contemplamos desde el cielo, nos recibe en su seno y nos muestra sus tesoros. Lo que perdemos en perspectiva, lo ganamos en cercanía; a las grandes amplitudes del delta visto desde arriba sucede el detalle de lo próximo. Parece como si navegásemos entre un sinfín de pájaros posados sobre la superficie del río, que no levantasen el vuelo a nuestro paso. Pero sólo son lirios de agua florecidos, nenúfares que la noche pinta de rosa o a los que la luz del día arranca albura. Las orillas se hacen de juncos y papiros, que se arraciman, como una sola planta de innumerables tallos. Entre ellos se levantan árboles y termiteros, visibles por igual en el aire y en el agua que los refleja.
    Vamos en busca de alojamiento, que lo será por una jornada. Es una casa que flota y se desplaza, cuando no está al pairo, que será durante la noche. Se asemeja a  un barco con dos cubiertas: la de abajo, abierta, la ocupan un bar con su barra y su cocina, y un par de largas mesas para comer, que será cenar en nuestro caso; en  la de arriba se destacan, encarados a babor o a estribor, una docena de camarotes dobles y, mirando a proa, dos servicios y otros tantas duchas. Son habitáculos de escasas dimensiones, pero, salvo metros, nada echaremos en falta en su interior, donde gozaremos de amplios ventanales e, incluso, de la protección de mosquiteros.
  Alguien dice que ha visto una serpiente surcando el río. Lo raro es que no iba a ras del agua,  sino erguida, sobresaliendo de pie sobre la superficie. Nos agolpamos en la estrechez de los pasillos para ver tan extraño fenómeno y nos encontramos con un pájaro que parece ser lo que no es. Se trata de una anhinga africana, que nada hundiendo el cuerpo, arreglándoselas para que únicamente sobresalga del agua un cuello que, largo y ondulado, remeda talmente a un ofidio.
   No es el único ser que tienta a nuestra percepción correcta de las cosas. De no saber que el Okavango no ha nacido para conocer el mar, podría pensar que son delfines lo que tenemos delante. Un grupo cruza de un lado al otro el cauce, emergiendo entre sucesivas inmersiones, a la manera en que nadan esos cetáceos. Y sin embargo son nutrias, cuyo tamaño asombra, dada su desmesura.
   Asomarse a cubierta depara más sorpresas. Un cocodrilo de longitud escasa prueba a mimetizarse, inmovilizado entre las grandes raíces de un árbol y casi lo consigue. Es una miniatura, que a nadie asustaría, de encontrárselo en un baño, por demás temerario: no hay cría sin progenitores que le hayan dado la vida. Al poco de iniciar un paseo acuático sin salir de nuestro hospedaje, descubrimos un saurio enorme que sestea al borde de un ribazo y, todo hecho de boca, mete miedo sólo con observarlo, por más a resguardo que se esté.
    Un águila pescadora de cabeza blanca chilla haciendo bueno su nombre de pigargo vocinglero, antes de precipitarse al agua con las patas desplegadas. Cuando, un instante después, remonta el vuelo, un brillo de plata refulge entre sus garras. Que el pez se lo hayan arrojado en nada desmerece la admiración por la precisión con que lo ha atrapado.   

  El anochecer llega como un incendio que se prende tras la desbordante vegetación de la ribera orientada a poniente. Creo que no olvidaré nunca esos cielos de naranja y oro, ese sol que se torna rojo antes de que se lo lleven las sombras, como si quisiera despedirse ritualmente con un grito de color: estos paisajes de África dibujados a contraluz…