MAMÁ
ÁFRICA (14): EL OKAVANGO, DESDE UN MOKORO
Los
pájaros nos llenan los ojos de colores e invade nuestros oídos su confusa
gritería. Es un alboroto discordante, escasas veces armonioso. No faltan
momentos en que dude de si esas voces son de monos.
Hombres y mujeres de la tribu bayei nos
conducen a la escondida isla de Kao, de apenas 3 Km2. Vamos en mokoros, unas canoas que impulsan por
aguas someras, auxiliándose de una pértiga que termina en uve y toca al fondo.
Nos sentamos dos en el suelo de cada embarcación, uno detrás de otro, sin
movernos por no desestabilizarla. En la popa va el remero, de pie. Detiene al
pronto la navegación para hacerse con nenúfares: en cuestión de minutos,
fabrica con el tallo las cuentas de un collar, al que no falta su colgante, que
es la flor, y nos lo entrega.
Todo un hervidero de aves se da cita a
nuestro paso. En los árboles de las orillas los cormoranes parecen dormidos y
otea desde la altura de una rama el águila pigargo vocinglera. Con los pies en
tierra escrutan las aguas diversas zancudas. Un martín pescador que se viste de
blanco y negro se desploma desde el cielo donde se cernía y se sumerge, para
emerger de inmediato sin presa alguna en el pico. Frecuentemente nos sorprende
el vuelo corto de las hakanas africanas. Frente a tanta delicadeza alada,
irrumpe en la ribera la maciza mole de un elefante solitario, que da muestras
de no estar contento con nuestra presencia. Optamos por desaparecer cuando se
nos acerca más de la cuenta.
Dejamos la corriente principal y nos
internamos por una red de caminos de agua, un laberíntico entresijo de
estrechísimos canales. Siento la caricia de las masas de papiros que los
limitan, y que en algún punto se transforma, casi, en indeseado abrazo, de
tanto como se agosta el paso.
Unas
dos horas de paseo fluvial tardamos en alcanzar la islita que es nuestro
destino. A la sombra de grandes árboles nos aguardan las tiendas donde
dormiremos esta noche, y un mokoro
volcado oficia de improvisado mostrador donde hacerse con el almuerzo. Luego de
comer, queda esperar a que decaiga el sol para salir de nuevo al agua, ahora en
busca de los grandes señores del río.
Oiremos sus ronquidos antes de divisarlos,
en una zona más abierta y más profunda. Bufan para respirar y exhalan vapor, en
una imagen que curiosamente me recuerda a las ballenas. El espectáculo me
parece fascinante y simultáneamente me da un poco de miedo. Conozco la mala
fama del hipopótamo y me inquietan unas orejotas que aparecen y desaparecen, y
que siento cada vez menos distantes. El guía local nos explica sus
características, mientras la noche se acerca. Al fin, cuando ya el sol amaga
con desaparecer, da orden de que retornemos a la isla: no quiero ni imaginarme
que se haga oscuro y nos perdamos en esta infinidad de pasillos acuáticos que
se cruzan y entrecruzan sin cesar.
Fue una experiencia hermosa.
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