lunes, 21 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (29): LA ISLA DE LOS ELEFANTES

Navegábamos un tramo del río Chobe. Nos movíamos próximos a una isla plana, que estaba prácticamente a ras de agua, sin otra vegetación que hierba de pinta jugosa, que con seguridad sabría a gloria. A su vista, casi lamento no ser herbívoro, para hacerle honores de gourmet. Aunque, si tal fuera mi propósito, tampoco lo tendría fácil. La extensa superficie verde aparece muy poblada de elefantes, que me lo estorbarían. Sé cómo se las gastan cuando alguien invade su territorio o valoran al intruso como una posible  amenaza.
   Pero el espectáculo es magnífico. Pensaba que mi capacidad de asombro se había agotado, y esta visión lo supera todo. Infinidad de paquidermos, cuyo número renuncio a calcular, se dispersan por esta llanura fluvial, a la que sus corpachones dotan de un accidentado relieve de promontorios móviles. No sé si son componentes de varias manadas o forman parte de una sola, cuantiosa y excesiva.
   Crece el herbazal con generosidad, y debe de ofrecer pasto abundante, porque de lo contrario no se explicaría esta afluencia sin medida. El cauce es profundo y tienen que haberlo atravesado a nado. Localizamos hipopótamos en tierra, pero también sumergidos. Seguro que, pese a la agresividad con que defienden sus dominios, les habrán cedido el derecho de paso sin mucho rechistar. Tampoco los numerosos saurios que a la vista sestean en tierra o bucean las aguas los habrán incomodado en procura de su carne, por mucho que los azuce el hambre.
   No puedo apartar los ojos de esas moles, que engullen sin darse más tregua que la que exige la limpieza aérea de cada bocado arrancado del suelo. Hasta tal punto me ensimismo contemplándolos que lo que en otro momento constituiría motivo de júbilo se convierte en inoportuna distracción. Cada dos por tres, la voz de algún compañero llama a los demás a compartir sus hallazgos, tan tentadores que no puedo pasarlos por alto.
   Así, un instante me entretiene un cocodrilo gigantesco, y observo hipnotizado cómo abre y cierra compulsivamente la bocaza para triturar una presa que no acierto a discernir si es un pez de buen tamaño o un varano como el que hace nada se calentaba al sol, o tal vez uno de esos monos que alborotan la ribera sin adoptar las debidas precauciones.
    En otro punto, una garza blanca corretea, siguiendo desde la orilla las evoluciones de un hipopótamo, aliado involuntario de su pesca, pues al desplazarse actúa como bateador que le levanta las piezas. Empingorotados en árboles, águilas y martines pescadores fían, en cambio, a sus propias fuerzas sus capturas, escrutando sin pausa la superficie acuática.
    Sería imposible no detener la vista en un abejaruco posado en una rama. Todo un arco cromático se ofrece en sus plumas, donde no echamos en falta ningún color. Cerca, una espátula remueve el fondo de aguas someras por si atrapa algún pez cuando abandone despavorido el lodo que le servía de abrigo. Algo más lejos, el sol seca las alas que un pájaro serpiente le tiende solícito. Y hay un bando de gansos del Nilo trabajando de hortelanos, y charranes en vuelo, y pelícanos a la expectativa, y feos marabúes inmóviles, y una garza que presume de realeza…
   Si hubo un espacio donde Noé convocó a los animales antes de embarcarlos en su arca, debió de estar en los aledaños de este río Chobe que ahora surcamos. Porque no nos dan tregua los avistamientos. Chapotean en los terrenos inundados lichis y antílopes de agua, se acogen al calor del grupo los impalas y presumen de poderío los búfalos.
   Todas esas imágenes me cautivan, pero siempre retornan mis pupilas a los elefantes de la isla. Y caigo en la cuenta de cuánto me seduce su silencio: tantísimos que son y cómo callan su barritar. 

martes, 15 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (28): ATRAPADOS EN LA ARENA

Ya me parecía a mí que estábamos teniendo mucha suerte. O que llevábamos a un mago como conductor del jeep. Porque su habilidad para evitar que se atorasen las ruedas en el carril sobrepasaba cualquier pericia imaginable. Así que cuando el vehículo se inmovilizó al fin, y no de grado sino por fuerza, sentí que volvía al mundo de lo real. A ése en que suele acecharnos el infortunio o donde, al menos, las cosas no salen siempre como queremos.
   Habíamos salido de la reserva natural de Savute, con rumbo al río Chobe. Traqueteábamos kilómetros sin fin, que volvía más largos la despaciosidad con que nos desplazábamos por suelo  tan arenoso. Pero además, a menudo incrementábamos esa lentitud adrede, haciendo altos en el camino. No íbamos en esta ocasión al encuentro con la fauna, pero en Botsuana los animales salvajes te salen al paso aun cuando no los busques. Y cómo no detener la prisa para contemplarlos. Puede resultar inexplicable, pero, aunque a estas alturas de la expedición ya nos los hayamos topado muchas veces, disfrutamos de cada avistamiento como si fuera nuevo, y sería delito para nosotros continuar viaje sin dedicar un tiempo, que siempre sabía a poco, a la contemplación atenta y callada.
   Habíamos visto antes ñus, esas reses voluminosas pero desgarbadas cuyo destino siempre pienso que es ser pasto de leones (¿Se morirá alguno de viejo?). Pero nunca hasta ahora formaron  una manada tan numerosa. Nos miran con sus caras afiladas, de ojos suspicaces, como evaluando la conveniencia de asustarse y poner tierra por medio, que en estos pagos nadie se fía de nadie.
   También habían hecho su aparición elefantes. Conté hasta doce de una tacada, afanados en una charca grande, que semejaba laguna. Bebían o jugaban en el agua, sin que, al parecer, los incomodase la prisa. De nosotros no se ocupaban, que estábamos en la orilla opuesta y, si nos localizaron, nos debieron de considerar inofensivos.
   Según pasábamos, una jirafa continuó ramoneando en la copa de una acacia, sin concedernos siquiera una mirada, quiero suponer que porque no se enteró de nuestra momentánea vecindad. En cambio, un antílope diminuto, de ésos que llaman raficeros, sólo nos concede un instante para verlo y se esconde, precavido, en la maleza. Cuando hablamos de él, ya no está.
   Entonces sucedió que quedamos varados en la arena. Rugía con desmesura el motor, se desesperaban las ruedas, multiplicando giros sin avance, hundiéndose más a cada intento del conductor por salir del atolladero.
   Estábamos en medio de la soledad, atrapados en la nada, desasistidos en un vasto territorio despoblado, a merced, únicamente, de nuestras propias fuerzas. Descendimos del jeep por ver si, aligerándolo, tiraba para delante. Yo me recuerdo con un ojo puesto en el todoterreno, que, aun desprovisto de peso, no avanzaba un paso, y prestando aun mayor atención al entorno, que sabía habitado por muy peligrosas compañías.
   Probamos a despejar el camino con una pala, que previsoramente formaba parte del avituallamiento del vehículo, pero enseguida se nos reveló esfuerzo tan inútil como pretender que un desierto se quedase sin arena.  Yo ya nos veía allí, perdidos en la noche, por más que todavía no hubiese culminado la mañana. Nunca hubiera podido suponer, en cambio, con cuánta satisfacción habría de afrontar mi conversión, simultánea a la de los demás, en bestia de carga. Porque, en efecto, del apuro sólo saldríamos, a la postre, empujando con todas nuestras fuerzas, que juraría se multiplicaron en aquel trance. ¡Lástima que no quedase nadie libre para hacer la foto!  

miércoles, 9 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (27): EL VUELO DEL LEOPARDO

Aún no habíamos salido de la región de Savute, que nos recordaba a otros paisajes de Botsuana, aunque fuera más agreste. El suelo seguía siendo de arena y continuaba rompiendo el  concepto de desierto, que no casaba con un oasis arbolado que lo poblaba casi por entero. Pero a veces la tierra olvidaba la planicie que hasta entonces nos había acompañado y se ondulaba constituyendo cerros o montañas bajas.
   Nos habíamos parado en medio del cauce seco de un río, que habíamos de atravesar. Agazapados en el jeep, mirábamos con asombrado silencio una poza próxima, donde el agua se resistía a desaparecer. Era como si llamase a comparecer a la vida, que respondía con generosidad. En las márgenes del lagunazo o sobre la superficie se amalgamaban los colores y las formas y nadie parecía estorbar a nadie.
   A la cita matinal habían acudido garzas reales y blancas, que competían en estilizado diseño con un ibis sagrado. Y también un bando numeroso de pelícanos, de más desgarbada apariencia pero a años luz de elegancia que los marabúes, igualmente presentes. Yo aguzaba la vista, por localizar a un ave martillo, que alguien acababa de identificar entre aquel revoltijo emplumado, encarando, hipnotizada, el mundo subacuático. Quería comprobar el porqué de su nombre, que justifica el penacho que prolonga hacia atrás su cabeza, y que con pico y cuello remeda la herramienta de su apodo.
    Al pronto, sin embargo, los ojos se me fueron tras pájaros que en un repente remontaban el vuelo. Fue entonces cuando me encontré con un nuevo ser, que acababa de irrumpir en escena. Acerté a verlo justo en el instante en que surcaba el aire, sin alas que lo propulsaran. Estaba precipitándose al encuentro del agua, desde un alto donde la orilla se volvía montículo.
   Los leopardos son así de sorprendentes. Lo mismo aparecen como posados sobre la rama de un árbol que pierden pie lanzándose al vacío desde la altura. O nadan, como enseguida comprobamos, pues si el agua se abrió bajo el impulso de su peso, de inmediato emergió de nuevo el felino y navegó hacia la orilla. Asomaba únicamente la cabeza, que no reflejaba decepción o enfado, como si no hubiera fallado en su intento de cazar una zancuda o hacerse con un pez y sólo pretendiera entregarse al placer de un baño mañanero. En llegando a la ribera, aún se entretuvo un poco de tiempo en vagar por los alrededores, sin que le importara un ardite nuestra presencia. Luego, se fue tan lentamente como si no tuviera prisa alguna en que se desvaneciera la admiración con que lo mirábamos.
   En la charca, un marabú se tragó un pescado. Y un pigargo vocinglero descendió de su posadero y atrapó limpiamente otro con sus garras. 

sábado, 5 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (26): LEONES EN FESTÍN

Los miro, estoy mirándolos, me digo, asombrado de encontrarme allí, como en un documental de la 2, pero no fuera, sentado en el sofá de mi salón, frente al televisor, sino dentro, formando parte de sus imágenes. Sólo me falta la sintonía habitual, o los comentarios del naturalista de turno, porque lo demás se desarrolla ante mis ojos, yo lo vivo.
   Cuesta pensar que nadie lo ha grabado para que lo vea, que no es virtual, que es la realidad misma la que se va haciendo minuto a minuto. Nada está predeterminado, oscuramente presiento que cualquier cosa podría suceder. Sin salir de mi éxtasis, tomo notas apresuradas en la memoria, sé que no olvidaré nunca esta experiencia de Savute.
   Los protagonistas son, de nuevo (ver MAMÁ ÁFRICA 19 y 24), una manada de leones, pero ahora no duermen o se desperezan. Están muy despiertos, a estas primeras horas de la mañana. El escenario en que se mueven no dista más de doscientos metros de nosotros, encaramados en un jeep cuyos laterales no cierran puertas o ventanillas, que sólo son aire. Todo sucede en campo abierto, sin apenas arbustos que quiebren la horizontalidad. A ratos, nos llegan rugidos leves, como señales de aviso.
   Huronean en torno a un búfalo. El búfalo está tendido sobre un costado, cuan largo es. El sol arranca brillos afilados a la curvatura de sus cuernos. Debe de llevar poco tiempo muerto, porque aún no han hecho su aparición las hienas de la vecindad. Entre sueños, creí oír anoche sus gritos histéricos y poco después de que amaneciera vimos a una, que no detuvo su paso acelerado para enfrentarse a nuestro interés. Tampoco los buitres planean el aire, a la espera de que les caiga alguna migaja.
   Sin duda, el acoso y derribo de esta presa acaba de producirse. Incluso los propios leones se concentran aún en la fase de prepararse para comer. El animal parece todavía incólume, entero y terso. A primera vista, se diría que no le han hincado el diente. Pero tienen los felinos los morros tintos en sangre. A menudo, se los lamen unos a otros, como buscando oficiarse mutuamente de limpiadores, aunque tal vez sea la gula la que guía esa conducta.
    A poco que nos fijamos, descubrimos dónde se han manchado el hocico. Siempre hay alguno hurgando en las axilas o las ingles de su víctima, seguro que no se va de vacío cuando se retira y cede a otro su puesto. En ese constante ir y venir, se detienen un momento a dar lengüetazos a la panza del bóvido, como si se hubiesen vuelto tiquismiquis y quisieran limpiarlo de impurezas antes de devorarlo. Claro que nadie pensaría tal cosa si considerase que, de no ablandarla, la piel resultará impenetrable, incluso para dentaduras de tan probada eficacia.
   Es la de estos leones una tarea de relevos, donde el ajetreo no excluye el descanso. Como no urgidos por el hambre, paran de cuando en cuando su actividad y dan a otros la vez, y se sientan en las inmediaciones, en una muestra de paciencia que no esperaríamos en sujetos de su calaña.
   Sólo nos echa de allí el paso del tiempo, que amenaza con privarnos en su constante devenir de otros espectáculos. A saber qué maravillas encierra para nosotros el futuro que ya nos está esperando.

martes, 1 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (25): EN SAVUTE, DONDE ACECHA LA SORPRESA

Corriendo en jeep la llanura, nada más abandonar el espacio donde ocho leones se disponían a retornar a la vida consciente, damos con lo que podría ser su cena. Un numeroso rebaño de impalas, precedido de un ñu que le sirve de guía, galopa en fila india hacia las fauces de los predadores, como presto a probar sus habilidades venatorias. Me pregunto de dónde habrá salido el bóvido, que tan fatalmente los conduce, y por qué andan con tanta premura y como asustados, casi en estampida.
   Probablemente algo tenga que decir al respecto el licaón que enseguida encontramos más allá. Trota en soledad, con su aspecto despelurciado, en dirección opuesta a la manada de herbívoros presurosos. Quizás fue su presencia lo que les produjo espanto, tal vez supusieron al topárselo que, dados los hábitos pandilleros de su especie, serían legión los que vendrían con él, y pusieron pies en polvorosa para evitar sus letales mordiscos. Acaso, sin saberlo, en ausencia de su cuadrilla, este perro salvaje de la sabana ha ejercido de bateador, en beneficio de una familia de leones.
   ¿Y adónde va, tan apurado? En esta aventura, no hay interrogante que no suscite otro, y a menudo se queda sin respuesta.
   El atardecer nos exhorta a dirigirnos al punto donde acamparemos hoy, que no es buena la noche para convivir a cielo abierto con las malas compañías que pululan por estos lares. De camino nos ven pasar bandadas de gallinetas de Guinea, también esas perdices que llaman francolines, más corretonas y menos gregarias. Levantan la cabeza que picotea en el suelo, miman algunas el amago de una huida, pero no llega su inquietud a mayores, al verificar que, sin hacer un alto, nos alejamos.
   Rodamos en paralelo al cauce de un río sin caudal. Nos detenemos cuando, ante nosotros, surgen de entre la espesura de la orilla, espaciadamente, uno tras otro, tres elefantes, que cruzan, cautelosos, el lecho seco. Incluso adoptan la precaución de permanecer ocultos en la vegetación, sin salir, hasta que quien los precede alcanza la otra ribera.  No presumen de tamaño, aunque cualquiera de ellos deja pequeño a nuestro todoterreno. Agachan las orejas, hacen por que no les destaque la trompa, van como encogidos, en un vano intento de pasar desapercibidos al ponerse al descubierto. ¿Será impresión mía o es como si sintieran  en el entorno el latir de una amenaza? Me acuerdo en este trance de los leones descomunales, que gustan de darles caza y que llevan ya una hora de espabile, y nada me cuesta ponerme en su pellejo de gigantes miedosos.
   Reanudamos la marcha sólo cuando un rato de espera nos convence de que ningún rezagado queda por cambiar de margen. Entonces me fijo en el inusitado espectáculo que nos ofrecen los árboles que orillan el cauce de este río sin agua. Orlan los extremos de sus ramas marabúes, que contamos por decenas. El ocaso dibuja sus perfiles bellos de cigüeña y esconce entre sombras lo feo que hay en ellos...