lunes, 28 de abril de 2014

DÍAS DE CAMARGUE Y FLAMENCOS

Será difícil a partir de ahora que, aun cuando no los haya, no vea yo flamencos al andar entre humedales.
   La causante de esa ilusión óptica es la región francesa de La Camargue, allá donde el Ródano muere en el Mediterráneo. Como si atemperase su prisa por perderse en el mar, el río se ramifica y se hace delta. En ese tránsito, forma  marismas, lagunas, canales, que sirven de aposento a la vida.
   Por todas partes se divisan flamencos. Aguas someras, tan cambiantes de color como los cielos de abril, son su refugio y su despensa. Aun caminando, parecen volar, suspendidos sobre unas patas de largura imposible. Esa desmesura halla su correlato en un cuello inacabable, necesario para que su pico descienda hasta la superficie acuática: tal se diría que la naturaleza aunó en su diseño  estética y sentido práctico. Nadie es perfecto, sin embargo, y tanta finura tiene también su talón de Aquiles. De cuando en cuando, se alborotan y dejan oír entonces la estridencia de su voz, que suena desportillada, con un deje gangoso y desagradable.
   Es momento de primavera y de cortejo, y a menudo marchan de a dos entre multitudes, el macho más grande, algo menor ella. A veces se topan con un soltero ansioso por emparejarse y da comienzo todo un ritual, en que la sangre no alcanza al río, pues todo queda en pantomima, con amagos de picotazos que no llegan a ser, y en los que la hembra auxilia a su compañero.
   En ocasiones, un bando pasa sobre nuestras cabezas y no escatimamos exclamaciones de asombro, que son admirativas. En el aire dibujan trazos carmesí sus alas, como si lo incendiasen o le abriesen una herida que sangrara.
   Su color se suma al de otros colores, que La Camargue semeja la paleta de un pintor. Sobre el fondo verde de la vegetación, que es uno y son muchos, se destacan las gráciles figuras amarillas de los lirios florecidos, la negrura y solidez de los toros de lidia,  manadas de caballos blancos, el cromatismo múltiple de aves querenciosas de aguas poco profundas. Pero eso ya pide otro artículo… 

jueves, 24 de abril de 2014

DEUDA CUMPLIDA

A mis veinte años hace poco
cumplidos
tomo papel, lápiz y palabra
y digo para cuando los ojos se me cierren
hasta siempre
de este cuerpo mío.
Y que se queme
y que lo quemado sea esparcido a donde
llegue.
Confundido con el aire será respiración
de alguien algún
día
o tal vez entre la tierra haga nacer
hierba buena que alimentará
vuestro ganado, o sea
una espiga de trigo.
            Y de la espiga
            y del aire
            y de la hierba
saldrán siempre, aunque nadie
lo quiera
el pan y el amor y siempre.

                        A Coruña, 14-XII-67


P.D. Es uno más de mis poemas de cuando era joven, un canto a la inmortalidad que se resiste a abandonarme (el canto, no la inmortalidad, claro), tantos años después. En su versión gallega, cantado por Xerardo Moscoso, de Voces Ceibes (Voces Libres), fue editado en un single por EDIGSA. Pero no creo que lo podáis conseguir,  ni siquiera en un mercadillo de viejo. Debe de estar agotado y ya descatalogado. Y espero que quien lo tiene desde entonces no quiera deshacerse de él...

domingo, 20 de abril de 2014

EL JEFE INFILTRADO
El inicio de ese programa de TV de laSexta muestra al mandamás de una gran empresa empeñado en un ejercicio de transformismo. Tras los manejos a que se somete, no debe conocerlo ni su propia madre, menos todavía los empleados, que, por otra parte, apenas habrán tenido oportunidades de toparse antes con él.
   Le cortan y le tiñen el pelo, o le ponen una peluca. Bigote, lentillas o gafas y un vestuario ajeno a su posición contribuyen eficazmente a convertirlo, si no en otra persona, si en otro personaje.
   En cuanto a las actitudes y las poses corporales, alterarlas no requiere mucho ensayo. Al cambiar el contexto en que se desenvuelve, se supone que variará también de comportamiento. Porque si este jefe se entrega a semejante paripé no es con ánimo de presumir de su habilidad para el disfraz. Se disimula bajo esa nueva apariencia con el fin de infiltrarse entre los trabajadores de su negocio y espiarlos. Y media un abismo, que necesariamente afecta a la conducta, entre pisar los suelos alfombrados de un despacho y actuar como operario; no es lo mismo mandar que ser mandado, planificar que encargarse de que esa planificación se lleve a cabo.
   Juega con ventaja, claro. Ël es consciente del papel que desempeña, no así los demás, que ignoran su verdadera identidad. Ello, sin embargo, no lo exime de dar algún que otro traspiés. A alguno han llegado incluso a despedirlo ¡de su propia empresa! por manazas, que ya sabemos que son cosas diferentes predicar y dar trigo. Es un efecto colateral de la prueba que quien se dispone a observar sea, él mismo, observado. Para mí, en ello radica lo salvable del programa: en que el directivo viva en sus propias carnes lo que implica ser obrero.
   Lo peor viene después, cuando se desvela el engaño y los empleados se encuentran frente a frente con quien suponían un compañero y es la autoridad máxima, de la que depende su futuro laboral. Al desconcierto se suma el temor a haber hecho algo mal, a no haber sido lo suficientemente diligente, o atento, o simpático. Y, por supuesto, el miedo a ser despedido.
   El planteamiento de este último acto es muy paternalista. Me ha costado mantener encendido el televisor sin zapear. El jefazo premia o castiga, o se compadece de las condiciones personales o familiares de su oponente echando mano a la chequera, pagando viajes, subvencionando necesidades, costeando cursos de formación. Y hay llantinas y abrazos, y se me antoja que una obligada pérdida de dignidad.    


jueves, 17 de abril de 2014

SEMANA SANTA

Ahora que llega la Semana Santa, me acuerdo de otras que viví de niño. La vida hibernaba durante aquellos días, que, paradójicamente, eran de primavera.
   Quienes nacisteis con Franco ya muerto no sabéis. Pero en mi memoria esas festividades aparecen estrechamente unidas a aquel siniestro “Caudillo de España por la gracia de Dios”, como rezaba la leyenda impresa en las monedas de peseta. El mismo que, rodeado del escuadrón de cardenales de que hablaba el poema de un exiliado León Felipe, entraba bajo palio en las catedrales.
   Nuestro país, de ordinario gris, se teñía de negrura al advenir estas fechas. Se cerraban salas de cine y de teatro, ni oír hablar de bailes o cualesquiera otras muestras de divertimento. En la radio programaban música que era sacra y la televisión  emitía películas de temática religiosa y milagrera. Y, aunque esto no pueda asegurarlo, no me extrañaría que en los edificios oficiales ondeara la bandera a media asta.
   Los pasos y tambores de las procesiones llamaban al ejercicio de la piedad de las gentes. Trasegaban las multitudes constantemente de una iglesia a otra, y no las visitaban  para admirar su arquitectura. En el interior se detenía el ciudadano el tiempo indispensable para musitar una plegaria, y la abandonaba de seguido, para ir al encuentro de otra. O asistía a los oficios, ceremonias que lo mantenían enclaustrado por más tiempo entre olores a velas e incienso.
  Y no solo en la esfera de lo público, también en el ámbito más íntimo había de mostrarse un dolorido sentir, un recogimiento a tono con el ambiente. El simple acto de tararear una canción se autorreprimía como inconveniente expresión de alborozo, como si delatase una repudiable falta de devoción, una mayúscula irreverencia. Y no sonaría a estrambótico que los matrimonios dejasen para mejor ocasión sus prácticas amatorias.
   Las ollas, ya magras por la escasez, se volvían raquíticas y huía de ellas la carne, obedientes las amas de casa a las prédicas de los púlpitos, desde donde clérigos oscuros imponían ayunos y abstinencias. Y de tales sacrificios no se veían libres ni restaurantes ni posadas. España entera era en Semana Santa un gigantesco viacrucis.
  Pienso en los años que han pasado, y es como si me oliera a naftalina al recordarlo. Por fortuna, se puede vivir más de una vida…

domingo, 13 de abril de 2014

SEMBLANZA DE  aznar

Si no se tratara de un señor, y fuera yo un chef y él un plato de cocina, no lo vería con otra identidad que la de una patata a la importancia. Y no porque la tenga (la importancia), sino porque él mismo se la otorga, en un ejercicio de generosidad  y autocomplacencia que no conoce de límites.
   Anda por la vida como esos malos actores que se resisten a abandonar la escena. De cuando en cuando, amenaza con volver, como si alguna vez se hubiera salido de foco. En su fuero interno, alimentado por un ego inexplicable, tal vez confunda el rechazo a su protagonismo con ajena cortedad de miras.
   Con un rictus impostado, tan poco natural que invita a no creer nada de lo que pregona, se sitúa en el mundo como vaca sin campano. Y hace a tirios y troyanos blanco de invectivas sin cuento, sin que su mala uva excluya siquiera a los suyos. Desmerece los logros de los otros en tanto pondera con desmesura los propios, aunque solo sean tales a sus ojos. Dotado de una elevadísima conciencia del propio valer, siempre pagado de sí mismo, habla habitualmente como si tuviera algo que decir. Hace inevitable el recuerdo de aquel adagio que enseña que perora más quien mas debiera callar.
   El gesto, adusto, denota perenne enfado con una España que, acaso, no reconoce, la muy ingrata, sus méritos y sus gestas.
   Cuando ríe, gutural y espasmódico, dibuja una mueca que semeja más una muestra de condescendencia para con los demás que pura diversión. Aunque tal vez quiera mostrar un lado humano, por más que de esa forma ponga de relieve una máscara de cartón piedra.
   Me pregunto si se habrá creído hasta tal punto el papel que ha creado para sí mismo que ya no sea capaz de despojarse de su personaje y se vea obligado a ser ese otro, haciendo de su vida una perenne interpretación. En cualquier caso, en su pecado lleva aparejada la penitencia. 

jueves, 10 de abril de 2014

MICRORRELATOS (I)


Pasaba a mi lado, farfullando incoherencias. Se detuvo y dijo: “Cuánto loco hay por el mundo”. Y continuó su desnortado discurso y su camino.

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Oído al paso:
-         Pliega el paraguas, hombre, que ha escampado.
-         Ya, ¿y quién te dice a ti que no volverá a llover?

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Berreaba el niño, en infatigable soliloquio:
-         “¡Quiero beber en la fuente!”
En la madre se adivinaba el hartazgo ante mojaduras anteriores.
-         “¡Está estropeada”, replicó inapenable, o eso pensaba.
Cambió la criatura la letra de su salmodia, pero no la melodía con que la acompañaba:
-         “¡Hay que arreglarla!”, empezó a clamar.

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Al levantar su taza en el café, el escritor vio a un perro que paseaba a un señor. Iba delante, tirando de él con el auxilio de una correa. Se preguntó adónde lo llevaría.

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Post scriptum: En un microrrelato se encierran un instante, o una mirada, a menudo de incierto desenlace. Pide una reflexión o busca la complicidad de una sonrisa, tal vez un gesto de sorpresa ante lo insólito de una situación. Haría mal el lector si los leyese de corrido. Lo que el autor ha comprimido a él toca desenvolver. Ha de sentir y de llenar vacíos, y eso lleva su tiempo. Fijaos en una madeja: ocupa poco espacio, pero cuántas figuras no trazará el tejedor a partir de su hilo extendido...



domingo, 6 de abril de 2014

EL PELUQUERO DE PICASSO

Estábamos en octubre de 1986 y en Buitrago (Madrid). Habíamos entrado en un museo dedicado a Picasso. Al pronto, nos sorprendieron sus reducidas proporciones. Se trataba  de una sola habitación tabicada por vitrinas que delimitaban pasillos diminutos. Tras los cristales o colgados de las paredes se exhibían objetos que no destacaban por su número. Unas pocas personas charlaban ante uno de ellos, pero apenas concitaron nuestro interés, orientado a ver y comentar la exposición.
   Admiramos un dibujo titulado Retrato de mi madre, una maravilla de expresividad, pese a la aparente sencillez de sus líneas. Nuestro lugar fue ocupado, enseguida que lo dejamos, por el resto de los presentes. Uno llevaba la voz cantante. Era un señor entrado en años, de baja estatura, calvo y muy hablador, o por mejor decir buen conversador, dado lo receptivo que se mostraba ante sus interlocutores, reorientando su disertación cada vez que lo interrumpían con alguna observación o pregunta.
   Estaba contándoles que aquel retrato había viajado mucho. Incluso en China se utilizaba como modelo para la enseñanza de pintores principiantes. Ante tal muestra de saber, cobró para nosotros el personaje una importancia que poco antes no le concedíamos, y que aumentó aún más cuando caímos en la cuenta de que la mujer de la lámina era su madre.
   Él se apellidaba Arias, era oriundo de Buitrago, exiliado tras la guerra y peluquero y amigo de Picasso. En homenaje a su memoria, había reunido todos los recuerdos personales, regalos del artista o que habían tenido que ver con él, y había fundado aquel museo. Desde que lo supimos, ya no nos despegamos del grupo, y lo que antes celebrábamos con un criterio puramente estético adquirió en adelante una dimensión más afectiva y más viva, coloreada por las anécdotas que aquel hombre iba narrando. Gracias a él, reparamos en detalles que nos pasaran desapercibidos, como la imagen de un toro trazada a lápiz y con los tres colores de la bandera republicana, pintada sobre la primera página de un libro.
   Había también una caja de madera, pequeña y llamativa, decorada a fuego por Picasso. Su interior encerraba los útiles de los que se había servido Arias para arreglarle el cabello y rasurarle la barba. Esa cajita tenía una historia sobreañadida.
   Muerto el maestro, unos americanos se presentaron ante el peluquero para decirle que ya habían decidido en EEUU llevársela allí, e incluso el sitio donde la expondrían. Él les contestó cortésmente que formaba parte de sus objetos personales y no estaba en venta. Ellos sacaron un cheque en blanco, lo firmaron y se lo entregaron, convencidos de que no se resistiría a tamaña tentación. Entonces, malhumorado, les respondió que su amistad con Picasso no había dólares en Estados Unidos que la pudieran comprar.
   No serían los únicos que ambicionarían quedarse con alguna de las muestras de afecto obsequio del pintor. El protagonista fue, en otra ocasión, un presidente de la Peugeot. Había acudido a la peluquería de Arias, que este definía, no sin razón, como única en el mundo: desde su sillón, el cliente contemplaba dos cuencos de barro que Picasso había modelado y decorado. No bien lo oyó, el magnate le propuso cambiarle uno por un coche, luego por dos...
   Al escuchar la negativa con que había replicado el barbero, uno de quienes con nosotros le hacían corro, y cuyo acento revelaba su procedencia catalana, lo abrazó, emocionado, y casi le hizo llorar. Cuando poco después, ante un libro sobre el artista, Arias se refirió a que había sido publicado por el hombre que acababa de mostrarle su afecto, descubrimos que teníamos como compañero al editor Gustavo Gili.
   Muchas cosas de la animada conversación con que nos obsequió Arias se me han olvidado. No así una que prueba el talante solidario del autor del Guernica: un pequeño calendario con las efigies de don Quijote y de Sancho salidas de su mano. Su venta subvencionaba actividades de los republicanos españoles exiliados en Francia... 

miércoles, 2 de abril de 2014

VACACIONES ESCOLARES, UNA SINRAZÓN

Me encuentro en la calle con una estudiante universitaria, alumna mía de un tiempo ya ido. Al pronto, me llama la atención su cara, que está como desojada, con la mirada casi oculta bajo unos párpados caídos. Desecho la primera explicación que se me ocurre, no es fin de semana, momento propicio para que haya trasnochado. Además, su cansancio parece no ser flor de un día, sino venir de lejos. Preocupado, le pregunto si se encuentra bien.
   El trimestre, que está siendo demasiado largo, me responde. No dice que se le esté haciendo inacabable, sino que lo es. A un extranjero, aunque su dominio del castellano sea perfecto, le parecerá esta contestación un sin sentido. Un trimestre siempre dura tres meses, pensará. Pero yo sé muy bien por dónde va.
   Este año las vacaciones del segundo tramo del curso se hacen esperar en demasía. No llegarán hasta ya mediado abril, con el advenimiento de la Semana Santa. ¿Cómo siempre?, se interrogará el desconocedor de los usos y costumbres que nos rigen. Pues no, que esas festividades cambian cada año de ubicación en el calendario. A veces, caen en marzo; otras, ya avanzada la primavera. Así que lo que, un tanto abusivamente, llamamos segundo trimestre, se adelanta o se retrasa, se contrae o se expande, y puede mediar un mes de diferencia, según sea el caso.
   Esa situación comporta consecuencias que van más allá del cansancio. Afecta también a la programación de las evaluaciones en la enseñanza no universitaria. En ocasiones, la segunda  ha de hacerse bastante antes de que se suspendan las clases, porque esperar distorsionaría los tiempos y los contenidos. Y es fácil deducir lo que supone mantener la atención de los alumnos cuando ya se les han entregado las notas, están agotados por los exámenes y tienen a la vista las vacaciones. Por si fuera poco, las tareas correspondientes a la última evaluación se verán interrumpidas por la Semana Santa.
   ¿Hay más dislates? Al finalizar el primer trimestre, la docencia se paraliza durante casi tres semanas, por Navidad. ¡Ningún atleta resistiría semejante parón en su actividad!
   ¿Cuál es el problema? Las vacaciones no tienen en cuenta las necesidades académicas, están mediatizadas por las festividades religiosas, concretamente de la iglesia católica. Parece imposible en un Estado moderno, que se define como no confesional, pero lo cierto es que el clero continúa imponiendo sus celebraciones a la generalidad de la población e interfiriendo en el desarrollo de su trabajo.
   Se lo digo a mi antigua alumna, que esa es la causa última de su extenuación. La veo marcharse, pensativa. Casi lamento haber sumado a su fatiga un motivo de enfado. Me propongo contribuir a denunciar ese abuso. Escribo este artículo.