domingo, 29 de mayo de 2016

A POR LOS ESCRITORES DE EDAD…

Anoche me desperté con un sobresalto mayúsculo. No me venía el susto de fuera de mí mismo, de un ruido que se hubiera producido en el entorno. Nada turbaba el silencio de la habitación. La razón de mi desvelo se localizaba en mi mente. Bueno, en mi mente y en el Gobierno del Partido Popular.
   El escenario de mi pesadilla no estaba al borde de una cornisa, donde me hallara a punto de precipitarme en el vacío, como alguna vez me sucediera. Paradójicamente, lo que me había angustiado no era sino la innegable impresión de haber conseguido un éxito literario.
   Si hubiera seguido dormido un poco de tiempo más, me habría visto desprovisto de mi pensión de profesor jubilado y condenado, tal vez, a vivir de modo precario el resto de mis días, que, aunque ya voy mayor, aspiro a que sean todavía muchos.
   Estaba soñando que una novela, “Desde el cuarto de Amadora”, que publicaré próximamente en Amazon, era solicitada por más lectores de los que yo pensara. Y para colmo, a su rebufo, “Y don Quijote se hace actor”, que lleva ya tiempo olvidada en las librerías, experimentaba un renovado tirón de ventas. Los derechos de autor que me corresponderían se iban acercando peligrosamente a los 9.000 euros anuales. Si los sobrepasaba, según la normativa impuesta por el PP en la pasada legislatura, perdería el derecho a cobrar la jubilación por la que había cotizado 39 años y medio, y habría de hacer frente, además, a una cuantiosa multa.
   ¿Por qué se me habría ocurrido a mí escribir? Y dar a la imprenta el resultado de tal dedicación para que otros la conozcan, vaya una temeridad, estando en manos de quienes hasta ahora hemos estado.
   Amanecía y, al volver al mundo de lo real, no experimenté el alivio que habitualmente sigue a los horrores con que en ocasiones nos castigan los sueños.
   Me encontré con Luis Landero, con Antonio Gamoneda, con Caballero Bonald, que, como tantos otros, acaso dejarán de contribuir con su literatura al acervo cultural de nuestro país, si continúa pendiendo esa espada de Damocles sobre sus creaciones y sus vidas. No sólo serían ellos en tal caso los damnificados, también los lectores resultarían perjudicados, los de hoy y los de mañana. Los de todos los mañanas que vengan en adelante.

   ¿Cabe un despropósito mayor de cara al mundo de la cultura? Estoy por asegurar que, de ser así, este Gobierno y su partido ya lo hubieran encontrado.

sábado, 21 de mayo de 2016

MORALINA DE OTROS TIEMPOS

Llegó muy sulfurado el inspector de Educación una mañana de un curso académico ya lejano. El instituto estaba en Asturias y era femenino. Ya no vivía el general Franco, pero no hacía mucho que había muerto, todavía perduraba la separación por sexos en los centros escolares, qué tristura de vida.
   Yo era por entonces un joven profesor. Es probable que el personaje del que hablo hubiera hecho acto de presencia para ejercer su control sobre nuestro departamento, el de lengua y literatura. No obstante, la causa del acaloramiento que le enrojecía la cara y elevaba su voz nada tenía que ver con nuestra labor en las aulas.
   Le oí decir, según entraba, que había que quemar un banco, o que cómo no lo habíamos hecho ya, o algo así. Tardé poco en comprender que no se refería al Popular, o al Bilbao o al Santander, ni a la Caja de Ahorros donde el ministerio ingresaba mes a mes nuestros parcos emolumentos. Es lo que tienen las palabras polisémicas, que pueden dar lugar a equívocos cuanto menos curiosos.
   El inspector en cuestión utilizaba ese término en la acepción referida a asiento con cabida para varias personas. Había varios en el patio, y no era raro que durante los recreos los frecuentaran alumnas, que se establecían allí con sus dimes y diretes, y sus fabulaciones y sus risas. Tenían la particularidad de ser de madera, lo que los volvía aptos como combustible.
   Os preguntaréis qué mal le habían hecho al buen señor para que nos imprecara por no haber procedido a su incineración. Descartado que pretendiera utilizarlos para calefacción, ¿consideraba que las chicas allí sentadas urdían malas acciones? ¿o charlaban de cosas inconvenientes? ¿quizás pensaba, al privarlas de asiento, que las obligaría a fortalecer sus músculos permaneciendo de pie?
    Su inquina sólo iba dirigida a un banco, y no a uno cualquiera. Uno en cuyo respaldo había leído una inscripción. Por cierto, nunca entendí que, yendo al paso, hubiera dado con ella. Una de dos: o poseía una extraordinaria capacidad visual o bien extremaba su celo pesquisidor llevándolo a terrenos insospechados. ¿Os lo imagináis, escrutando cada rincón en procura de alguna leyenda perniciosa, según iba de camino?
   Su dedicación a la caza y captura le había dado aquel día una frase como botín. No estaba escrita, como subrayaba casi a gritos, sino grabada con navaja, lo cual la hacía imborrable, ligaba su destino al del asiento que la soportaba. Decía: “La virginidad produce cáncer: vacúnate”.
   Debió de juzgar esa exhortación como una permanente incitación a la lujuria. A saber qué imágenes se sucedieron en su enfebrecida cabeza y si no dejarían cortas a las de las bíblicas ciudades de Sodoma y Gomorra. ¡El acabose, y nosotros, docentes, sin enterarnos o, peor aún, conocedores del hecho y sin mover un dedo por eliminarlo!
   Recuerdo que aproveché un instante en que hizo un alto en sus imprecaciones para coger aire, y le inquirí por su opinión sobre La Celestina. Precisamente, la explicábamos aquella misma semana. ¡Estaba plagada de prostitutas, de momentos lascivos, de palabras soeces…! ¿No debería arder en la misma pira que el banco?
   ¿Qué me contestaría? Por más que intento acordarme, no lo consigo.

viernes, 13 de mayo de 2016

ESA SEÑORA NEGRA…

Habréis visto, sin duda, una imagen que ha dado la vuelta al mundo. Fue tomada hace unos días en la ciudad sueca de Borlänge, por el fotógrafo David Lagerlöf.
   Reproduce una situación que transcurre en una calle. A la  izquierda de la foto, tres individuos  parecen encabezar un desfile (el texto informativo adyacente habla de que, en efecto, los siguen trescientos más). Van uniformados, con camisa blanca y pantalón oscuro. Su complexión es recia, son tipos fornidos. Marchan ocupando el centro de la calzada, muy erguidos, con determinación y hosco semblante.
   Si al menos fuera la vergüenza lo que hace huir la sonrisa de sus bocas... Pero no, que  en ese rictus serio tan sólo halla acomodo la agresividad. Ahí están, proclamando, desafiantes e impositivos, sus malas intenciones.
   Se trata de neonazis, que se manifiestan, hostiles, contra el derecho de la gente a inmigrar o a buscar refugio en Europa, Suecia incluida.
   Justo ante esos sujetos, a muy escasos pasos, se distingue a una persona. No camina en la misma dirección, no les da la espalda, se les encara. Si ellos son hombres, ella es mujer. Podría bastar su presencia y su negritud, porque es negra, para expresar plásticamente el rechazo al racismo, la xenofobia, que vienen del otro lado. Pero enarbola, además, un puño cerrado y algo grita, allí, sola, frente por frente a los impeesentables. Ella, que es delgada, mucho más débil físicamente, llena de color y de fuerza la escena… A mí me recuerda aquella otra instantánea de hace años hecha en la plaza china de Tiannamen, donde un ciudadano se planta ante una columna de tanques.
   Es la belleza de la fragilidad enfrentada a la brutalidad que habita entre nosotros.
   Habrá quien califique la actitud de esa señora de temeraria, de insensata, incluso. A mí me recuerda, simplemente, la existencia de otra Europa, que rechaza la intolerancia y la insolidaridad, y me dice que no todo está perdido mientras haya gente como ella. Gestos como el suyo nos dignifican a todos y nos permiten reconocernos como seres humanos.

    Cuando salió de la pantalla de mi ordenador a alegrarme el día, pensé que me gustaría ser esa mujer negra que, por cierto, se llama Tess Asplund. 

miércoles, 4 de mayo de 2016

“PARÍS-AUSTERLITZ”,  de Rafael Chirbes

Las primeras páginas podrían ser casi las últimas, lo serían si el orden narrativo de los sucesos se atuviese a una disposición cronológica. Pero no todas las novelas empiezan por el principio de la historia. Ésta se inicia en el después, para volver al antes, y de nuevo enlazar con el momento en que se nos sitúa cuando comenzamos la lectura, y así sucesivamente. En ese continuo flujo y reflujo temporal, la mirada, liberada del afán por conocer el desenlace, se vuelve al camino.
   ¿Y qué halla? Se encuentra con un relato de amor y desamor, y la vivencia de una enfermedad en fase terminal, que afecta a uno de los miembros de la pareja, cuando ya no lo es. He ahí, sucintamente resumida, la línea argumental de “París-Austerlitz”.
   Quien cuenta es uno de los protagonistas. Lo hace en primera persona, y sin nombrarse. La elusión es tal que incluso cuando reproduce textualmente un diálogo con su antagonista, éste –que sí aparece señalado, Michel- no utiliza el vocativo que lo identificaría, sólo usa el . El yo del narrador se torna omnipresente, lo cual se corresponde bien con el tono afectivo de lo narrado. Se cuenta desde el sentimiento. Se nos informa de los avatares por los que atraviesa la relación, pero también, y tal vez sobre todo, de cómo son sentidos.
   Ese ejercicio de introspección permanente es lo que, en mi opinión, constituye el mayor aliciente de la obra. Porque los vaivenes que experimenta la pareja –la idealización y la pasión iniciales, las oscuras premoniciones que como una carcoma las mina poco a poco, el desenamoramiento por parte del personaje narrador, en fin- poco tienen de original. Es más, dados los condicionantes de que parten los dos protagonistas, singularmente los mundos contrapuestos de ambos, hubiera sido difícil concebir otro final que no fuera la ruptura.
   ¡Pero están tan bien descritas las reacciones de los dos personajes y su contradictoria concepción de la vida en común y del amor...!
   Que se trate de una relación entre gais podría constituir algo específico, diferenciador. Sin embargo, diría que no lo es. Con frecuencia,  me daba por pensar, según leía, qué cambiaría –en la trama, en su tratamiento- si la pareja fuese heterosexual, y la verdad es que no se me ocurría ninguna respuesta. Es seguro que no la había, si salvamos algunos apuntes referidos al momento en que las familias de uno y del otro habían conocido su orientación sexual o alguna referencia a bares de alterne.
   ¿Qué decir del otro polo de atención de la novela, la enfermedad que acaba aquejando a Michel, cuando la relación ya está rota? Es en su tramo último cuando se producen las rememoraciones del narrador protagonista, que lo asiste de cuando en cuando, entre la compasión y la rabia contra ese ser que no adoptaba medidas preventivas en el sexo, porque cuando se entregaba lo hacía por entero. No nos ahorra Rafael Chirbes detalles sobre el avance inexorable de la dolencia, el deterioro paulatino y terrible, en un contexto en el que se impone lo sórdido.
   Es sin duda una novela bien escrita. Pero pese a ese reconocimiento si a mí me gustó fue, sobre todo, por la solidez de la psicología de sus personajes, por su hondura tan fieramente humana, en un sentido muy diferente al que daba a esa expresión Blas de Otero.