sábado, 21 de mayo de 2016

MORALINA DE OTROS TIEMPOS

Llegó muy sulfurado el inspector de Educación una mañana de un curso académico ya lejano. El instituto estaba en Asturias y era femenino. Ya no vivía el general Franco, pero no hacía mucho que había muerto, todavía perduraba la separación por sexos en los centros escolares, qué tristura de vida.
   Yo era por entonces un joven profesor. Es probable que el personaje del que hablo hubiera hecho acto de presencia para ejercer su control sobre nuestro departamento, el de lengua y literatura. No obstante, la causa del acaloramiento que le enrojecía la cara y elevaba su voz nada tenía que ver con nuestra labor en las aulas.
   Le oí decir, según entraba, que había que quemar un banco, o que cómo no lo habíamos hecho ya, o algo así. Tardé poco en comprender que no se refería al Popular, o al Bilbao o al Santander, ni a la Caja de Ahorros donde el ministerio ingresaba mes a mes nuestros parcos emolumentos. Es lo que tienen las palabras polisémicas, que pueden dar lugar a equívocos cuanto menos curiosos.
   El inspector en cuestión utilizaba ese término en la acepción referida a asiento con cabida para varias personas. Había varios en el patio, y no era raro que durante los recreos los frecuentaran alumnas, que se establecían allí con sus dimes y diretes, y sus fabulaciones y sus risas. Tenían la particularidad de ser de madera, lo que los volvía aptos como combustible.
   Os preguntaréis qué mal le habían hecho al buen señor para que nos imprecara por no haber procedido a su incineración. Descartado que pretendiera utilizarlos para calefacción, ¿consideraba que las chicas allí sentadas urdían malas acciones? ¿o charlaban de cosas inconvenientes? ¿quizás pensaba, al privarlas de asiento, que las obligaría a fortalecer sus músculos permaneciendo de pie?
    Su inquina sólo iba dirigida a un banco, y no a uno cualquiera. Uno en cuyo respaldo había leído una inscripción. Por cierto, nunca entendí que, yendo al paso, hubiera dado con ella. Una de dos: o poseía una extraordinaria capacidad visual o bien extremaba su celo pesquisidor llevándolo a terrenos insospechados. ¿Os lo imagináis, escrutando cada rincón en procura de alguna leyenda perniciosa, según iba de camino?
   Su dedicación a la caza y captura le había dado aquel día una frase como botín. No estaba escrita, como subrayaba casi a gritos, sino grabada con navaja, lo cual la hacía imborrable, ligaba su destino al del asiento que la soportaba. Decía: “La virginidad produce cáncer: vacúnate”.
   Debió de juzgar esa exhortación como una permanente incitación a la lujuria. A saber qué imágenes se sucedieron en su enfebrecida cabeza y si no dejarían cortas a las de las bíblicas ciudades de Sodoma y Gomorra. ¡El acabose, y nosotros, docentes, sin enterarnos o, peor aún, conocedores del hecho y sin mover un dedo por eliminarlo!
   Recuerdo que aproveché un instante en que hizo un alto en sus imprecaciones para coger aire, y le inquirí por su opinión sobre La Celestina. Precisamente, la explicábamos aquella misma semana. ¡Estaba plagada de prostitutas, de momentos lascivos, de palabras soeces…! ¿No debería arder en la misma pira que el banco?
   ¿Qué me contestaría? Por más que intento acordarme, no lo consigo.

2 comentarios:

  1. Probablemente, te miraría perplejo y no contestaría nada pues no se habría leído la novela. Tales comportamientos y actitudes, muy propios de aquel tiempo iban acompañados y provocados por una tremenda ignorancia.
    Un beso.

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  2. Lo que me intriga, amiga Rosa, es qué pasó con el banco... No recuerdo ninguna hoguera en el patio...

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