CROACIA, DE VUELTA (6). Si vas a Primosten, puedes
hacer lo que nosotros y trepar como el pueblo colina arriba, hasta alcanzar la
cumbre, en cuyo borde se detienen las casas. Siéntate en un banco de los que
hay en esa cima, al abrigo de la sombra de un árbol, donde la soledad calla y
la mirada se expande sobre un mar bien abastecido de islas, que no conoce de horizontes. Entre tú y esa
inmensidad azul, lápidas de tumbas excavadas en tierra trazan un arco en torno
a la iglesia que queda a tus espaldas. El tiempo se volverá nada, como un vacío
que te ensimismara. Y de no ser por las campanadas que marcan las horas, pensarías
vivir instalado en una placentera eternidad.
viernes, 31 de agosto de 2012
miércoles, 29 de agosto de 2012
CROACIA, DE VUELTA (5). Suenan,
leves, las olas y, estridentes, las cigarras, que ya se va alzando la mañana.
No es tarde para nuestros usos, pero tampoco temprano para el sol, que ya desde
primeras horas del día se empeña en mostrarse en plenitud.
Decenas de automóviles se aquietan en la carretera, en fila india, con
el motor apagado y las puertas abiertas a la generosidad del mar, del que llega
un aire suave de abanico. Todos
aguardamos a ser engullidos por la panza del transbordador al que vemos venir
desde la cercana isla de Cres, donde queremos olvidarnos, hoy, del mundo.
En los prolegómenos del viaje, un grupo de trileros hace de la cola
caladero y tiende la caña y el cebo. No dicen nada, se limitan, sobre una
mesita plegable, a exhibir sus habilidades, como si solo pretendieran
entretenernos, aunque los fajos de billetes que ostentosamente enseñan desvelen
sus non sanctas intenciones de incitar al juego. Miramos con desmayo sus manejos y nadie entra
al trapo.
El barco que al fin nos lleva se aleja de una costa y se aproxima a
otra. Atrás va quedando una tierra tan verde como la que tenemos cada vez más
delante. Cuanto más nos acercamos a la isla, más hemos de elevar la mirada para
abarcarla en toda su altura, que en su longitud fuera tarea vana intentarlo.
Volaríamos
si no nos sustentase el suelo, tan arriba nos encontramos al poco de atracar.
La carretera está mal asentada y es estrecha, de las de línea continua si la
hubiera, y los quitamiedos producirían pavor, si se pensara en lo que ocurriría
de necesitar de su amparo. Aun así, una manada de automóviles asciende,
encaramándose a la ventura, a donde el paisaje deja de ser tal para
transformarse en vértigo. En el sentido de la marcha, la mirada se despeña por
acantilados cuya hondura supera cualquier medida. Muchas calas se adivinan en
el roquedo que pone límite al abismo y al mar. Quienes vengan a bordo de yates
o motoras apetecerán sin duda sus aguas celestes, pero desde donde circulamos
solo aspiramos a no acabar en ellas.
No desentona esta carretera de un entorno montaraz y despoblado, de cuya
espesura podría salir en cualquier momento un jabalí, si acaso no estuviera
emboscado, descansando de sus correrías nocturnas entre robles, olmos o
castaños, cuyas ramas se entretejen de tal forma que fácilmente se confunden y
producen la impresión de que la naturaleza ha ensayado en la arboleda injertos
imposibles.
Estos parajes sin nadie que los habite hacen un alto en el camino, mucho
después, cuando ya hemos perdido la sensación de insularidad, en el pueblo que
da nombre a la isla, o lo toma de ella, que eso no sabemos. La localidad de
Cres es un entramado de calles medievales y apretadas, que se abren a una bahía
recoleta, refugio de un puerto que, aunque tenga su paseo, se diría de juguete.
La pequeñez de esta villa, de arquitectura popular y pinturera, con casas de
poca altura y colores pastel, completa su encanto con muestras del gótico y el
renacimiento, y no falta algún
palacio.veneciano.
Enseguida pasa a ser solo un recuerdo, que este oficio de viajar trae
consigo un constante afán de descubrimientos, particularmente cuando su
práctica se limita a una semana del verano. En esa búsqueda de lo que está por
conocer, llegamos, kilómetros más allá, a otra isla, de nombre Losinj, y la
alcanzamos sin que medie milagro ni transbordador. Solo un canal la separa de
la de Cres y dicen que es artificial, del tiempo de los romanos, que de lo que
era una tierra hicieron dos. Un puente vuelve hoy las cosas a su sitio y pone
en contacto lo que antes se separó, aunque haya que elevarlo a veces para dejar
vía libre a embarcaciones.
Aún lo desconocíamos, pero
acabaríamos por dar, yendo siempre más y más al sur, a un lugar donde no es preciso
soñar, porque él mismo parece un sueño. En las inmediaciones de Veli Losinj, el
mar dibuja una hendidura entre pinares y ofrece al expedicionario el cristal de
sus aguas. Sobre su fondo pedregoso, patrulla, buceando, la sombra oscura de un
cormorán, y remueve el aire a aletazos la figura grácil de una gaviota de las reidoras,
como anuncian el capuchón negro de su cabeza
y un pico rojo como una herida. En lo idílico del cuadro solo falta que un bando de delfines asome en la
ensenada. Y todo es posible todavía, porque haber, los hay.
viernes, 24 de agosto de 2012
CROACIA, DE VUELTA (4). Bajo la
torre del Reloj, que efectivamente lo tiene, y con dos gatos ataviados de
militares como custodios y campaneros, un arco trae efluvios de mar a la
avenida Stradum. Tras ese vano, encajado entre las murallas de la ciudadela y
la mole de un castillo que es todo piedra y altura, espera el puerto antiguo de
Drubovnik. Su embarcadero sirve de punto de partida a quienes, no contentos con
lo que han visto, van en pos de nuevos paisajes: los ofrecidos por las islas
que sobresalen del Adriático. La de Lokrum está tan próxima que un buen nadador
podría prescindir, para alcanzarla, del lanchón que la enlaza con el muelle.
Es como una ameba que se adelgazara en su cintura, presta a escindirse,
y la vegetación la ha hecho suya por completo. Solo nos es dado penetrar en sus
secretos de día, pues, con el atardecer, todos los pasajeros que van han de
volver.
Pese a que es una menudencia en la inmensidad del agua, puede uno
desaparecer en sus confines, olvidar a los cientos de personas que llegan a
bañarse en sus costas escarpadas y experimentar el alivio de la soledad,
incluso sin que se vea u oiga el mar que la circunda. Basta con adentrarse en
el interior de los dos escasos kilómetros cuadrados de este promontorio verde
para que árboles y matorrales se constituyan en el único horizonte.
Los caminos se abren paso con humildad entre una espesura que se hace de
encinas, fresnos y laureles, o se aclara
en un olivar vuelto dehesa, o en los pinares. Magnolios y palmeras, que no
faltan, exhiben una elegancia oriental, y, de cuando en cuando, se yergue
altiva y busca el cielo la figura esbelta de un ciprés, sin que haya cementerio
alguno que anunciar.
En un vagar sin rumbo, tan propicio a la sorpresa, encontramos un mar
interior y diminuto, que si el Adriático rodeó a la tierra para hacerla isla,
esta también lo encerró a él dentro de sus límites y lo volvió laguna salada.
Cerca, que aquí nada hay lejano, las piedras desnudas de un convento en ruinas,
que fue benedictino, son testigo mudo de que también en este apartamiento el
tiempo pasa. Y al lado nos aguarda un jardín del Edén en miniatura, donde
conviven especies que antes hemos visto separadas, y muchas otras, traídas de
otros mundos, las acompañan.
Cruza fugaz la imagen en vuelo
de un pavo real y enseguida nos llega su canto lastimero, como si diese voz a
nuestro pesar por abandonar la isla, que ya se nos han escapado las horas.
lunes, 20 de agosto de 2012
CROACIA, DE VUELTA (3). Es como
de cuento el casco antiguo de Dubrovnik, aunque lo que verdaderamente parece un
sueño es que sea real.
Sin auxilio de ninguna máquina del tiempo, viajamos al pasado. Solo con
salvar un puente levadizo y atravesar un primer portón que se abre en la
muralla y luego otro más, ya interior, damos en Las mil y una noches. Basta con cambiar las vestiduras de las
multitudes que trasiegan de un lado a otro, para imaginamos en una ciudad
legendaria, por más que ya no haya príncipe a quien entregar cada noche la
llave de la entrada, como se usaba antaño.
Una fuente que topamos nos advierte que nada de lo venidero pertenecerá
al reino de lo ordinario. Con su cúpula, y las dieciséis máscaras de cuyas
fauces mana un agua fría, debe de haber salido de la inventiva de un mago.
Pisamos mármol sin entrar en un palacio, aunque haya muchos. Solo es el
enlosado de la vía Stradum, y está
presente incluso en la concavidad de sus desaguaderos. El trazado discurre en
línea recta, entre edificios de piedra noble, cuya sobriedad rompe el
inesperado colorido de unas contraventanas verdes. Resultan tan iguales estas
casonas que las de un costado hallan una réplica perfecta en las del opuesto,
como si se multiplicaran ante un espejo.
Entre ellas, se abren bocacalles que cautivan la mirada con su estrechez,
propia de otros siglos. Como en un reto a los límites de lo posible, todavía los
restaurantes disponen en esa angostura mesas pegadas a las paredes, que incitan
al viajero a satisfacer su hambre, o simplemente su gula, cuando no la
curiosidad por conocer sabores nuevos. Pero si el olfato queda atrapado por
esas tentaciones, los ojos se pierden en la profundidad de las callejas, que a
menudo culminan en un sinnúmero de escaleras, como si trataran de escalar la
muralla y poner la ciudadela a nuestros pies.
Subimos al adarve y lo recorremos entre almenas, cañones y garitas de
vigilancia. Cuando, animados por esa presencia, ya nos internamos de nuevo en
la memoria de tiempos pretéritos, al doblar un recodo unas cuerdas con ropa
colgada al sol y sujeción en la muralla ponen un contrapunto antiheroito a
nuestras fabulaciones.
El espectáculo está, sin embargo, abajo, y empieza en una mixtura de
colores. El azul es marino y muy hondo, y encierra en la isla de Lukrum, que
tenemos enfrente, un verde intenso, que no conoce de alteraciones humanas.
Intramuros, el blanco de la piedra cede ante un sinfín de tejados rojos,
grandes si son palaciegos o de iglesias, pequeños y a dos aguas los de casitas
que se arraciman creando la engañosa sensación de que no las separan calles y
plazas. Emergen por doquier cúpulas de templos y torres afiladas como minaretes,
chimeneas de ladrillo y buhardillas chiquitas. Para que la perfección no sea
absoluta, algún elemento discordante nos recuerda al siglo XXI, como varias
antenas parabólicas.
Todo se deja abarcar en una
sola y asombrada mirada. No es extraño que hayan reconstruido dos veces este
tesoro. No iban a dejar que el terremoto que lo destruyó en el siglo XVII o la
barbarie de un bombardeo que lo asoló ya a finales del XX acabaran con tal
legado del pasado...
sábado, 18 de agosto de 2012
CROACIA, DE VUELTA (2). El soplo
de la brisa atempera el calor, y el hayedo, inacabable y umbrío, nos ofrece un
cobijo de sombras. A su amparo, caminamos kilómetros de rústicas pasarelas
fabricadas con traviesas de ferrocarril, que nos elevan sobre la superficie
acuática y nos conducen a lugares imposibles.
Este es el dominio del bosque y el agua. Barreras verdes separan y
delimitan lagos, ambiciosos en perímetro y hondura, a cuya vista se hace
tangible la belleza. Desciende la senda de madera en pos de uno y del otro que
vendrá después, sin que por ello quede el agua en olvido. Ya fluya o se
inmovilice bajo nuestros pies, ya
dibujen los juncales un entorno
de estanques y canales, siempre está presente. A veces, como si viniera del
cielo, cae en cascada, en torrentera o en catarata y, al romperse, se vuelve
blanca de espuma.
Durante horas, cientos de truchas nos contemplan embobadas, quizás tan
sorprendidas como nosotros, o solo es que buscan, sin que les importemos nada,
la caricia del sol, y a ello se deba su quietud. De tanto en cuanto, vuelan
patos salvajes y algún cisne presume de hermosura en medio de la lámina azul
que señorea.
Es el parque nacional Lagos de Plitvice, al que uno ya no
podrá dejar de volver, si lo conoce.
CROACIA, DE VUELTA (1). Primero
la contemplamos en el mapa. Por arriba, el dibujo de su contorno remeda el de
una copa arbórea de brazos desiguales:
la península de Istria es el menor, y el mayor, más continental, se extiende
hasta la región de Slavonia, dentro de los Balcanes.
De norte a sur, el tronco que sustenta a esa copa se adelgaza progresivamente, hasta no ser más
que una línea que transcurre en paralelo a la costa. Incluso en un punto dado se
quiebra, para reaparecer de inmediato. Es otro país, Bosnia Herzegovina, que,
buscando un mar en que mirarse, rompe, solo un momento, la continuidad de su
vecino, con aduanas de entrada y de
salida.
De una punta a otra, en
Croacia, el Adriático, sembrado de cientos de islas, se hace paisaje. Baña la costa
con un agua límpida y calma, que no por transparente deja su azul intenso, a
veces verde turquesa, y se encuentra con una vegetación exuberante que viene
cabalgando una abrupta geografía, coronando montañas. Entre las hojas de las
encinas y de los pinos, el verano se vuelve cigarra y canta su salmodia,
monótona y chirriante.
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