CROACIA, DE VUELTA (3). Es como
de cuento el casco antiguo de Dubrovnik, aunque lo que verdaderamente parece un
sueño es que sea real.
Sin auxilio de ninguna máquina del tiempo, viajamos al pasado. Solo con
salvar un puente levadizo y atravesar un primer portón que se abre en la
muralla y luego otro más, ya interior, damos en Las mil y una noches. Basta con cambiar las vestiduras de las
multitudes que trasiegan de un lado a otro, para imaginamos en una ciudad
legendaria, por más que ya no haya príncipe a quien entregar cada noche la
llave de la entrada, como se usaba antaño.
Una fuente que topamos nos advierte que nada de lo venidero pertenecerá
al reino de lo ordinario. Con su cúpula, y las dieciséis máscaras de cuyas
fauces mana un agua fría, debe de haber salido de la inventiva de un mago.
Pisamos mármol sin entrar en un palacio, aunque haya muchos. Solo es el
enlosado de la vía Stradum, y está
presente incluso en la concavidad de sus desaguaderos. El trazado discurre en
línea recta, entre edificios de piedra noble, cuya sobriedad rompe el
inesperado colorido de unas contraventanas verdes. Resultan tan iguales estas
casonas que las de un costado hallan una réplica perfecta en las del opuesto,
como si se multiplicaran ante un espejo.
Entre ellas, se abren bocacalles que cautivan la mirada con su estrechez,
propia de otros siglos. Como en un reto a los límites de lo posible, todavía los
restaurantes disponen en esa angostura mesas pegadas a las paredes, que incitan
al viajero a satisfacer su hambre, o simplemente su gula, cuando no la
curiosidad por conocer sabores nuevos. Pero si el olfato queda atrapado por
esas tentaciones, los ojos se pierden en la profundidad de las callejas, que a
menudo culminan en un sinnúmero de escaleras, como si trataran de escalar la
muralla y poner la ciudadela a nuestros pies.
Subimos al adarve y lo recorremos entre almenas, cañones y garitas de
vigilancia. Cuando, animados por esa presencia, ya nos internamos de nuevo en
la memoria de tiempos pretéritos, al doblar un recodo unas cuerdas con ropa
colgada al sol y sujeción en la muralla ponen un contrapunto antiheroito a
nuestras fabulaciones.
El espectáculo está, sin embargo, abajo, y empieza en una mixtura de
colores. El azul es marino y muy hondo, y encierra en la isla de Lukrum, que
tenemos enfrente, un verde intenso, que no conoce de alteraciones humanas.
Intramuros, el blanco de la piedra cede ante un sinfín de tejados rojos,
grandes si son palaciegos o de iglesias, pequeños y a dos aguas los de casitas
que se arraciman creando la engañosa sensación de que no las separan calles y
plazas. Emergen por doquier cúpulas de templos y torres afiladas como minaretes,
chimeneas de ladrillo y buhardillas chiquitas. Para que la perfección no sea
absoluta, algún elemento discordante nos recuerda al siglo XXI, como varias
antenas parabólicas.
Todo se deja abarcar en una
sola y asombrada mirada. No es extraño que hayan reconstruido dos veces este
tesoro. No iban a dejar que el terremoto que lo destruyó en el siglo XVII o la
barbarie de un bombardeo que lo asoló ya a finales del XX acabaran con tal
legado del pasado...
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