lunes, 20 de agosto de 2012


CROACIA, DE VUELTA (3). Es como de cuento el casco antiguo de Dubrovnik, aunque lo que verdaderamente parece   un sueño es que sea real.
   Sin auxilio de ninguna máquina del tiempo, viajamos al pasado. Solo con salvar un puente levadizo y atravesar un primer portón que se abre en la muralla y luego otro más, ya interior, damos en Las mil y una noches. Basta con cambiar las vestiduras de las multitudes que trasiegan de un lado a otro, para imaginamos en una ciudad legendaria, por más que ya no haya príncipe a quien entregar cada noche la llave de la entrada, como se usaba antaño.
   Una fuente que topamos nos advierte que nada de lo venidero pertenecerá al reino de lo ordinario. Con su cúpula, y las dieciséis máscaras de cuyas fauces mana un agua fría, debe de haber salido de la inventiva de un mago.
   Pisamos mármol sin entrar en un palacio, aunque haya muchos. Solo es el enlosado de  la vía Stradum, y está presente incluso en la concavidad de sus desaguaderos. El trazado discurre en línea recta, entre edificios de piedra noble, cuya sobriedad rompe el inesperado colorido de unas contraventanas verdes. Resultan tan iguales estas casonas que las de un costado hallan una réplica perfecta en las del opuesto, como si se multiplicaran ante un espejo.
   Entre ellas, se abren bocacalles que cautivan la mirada con su estrechez, propia de otros siglos. Como en un reto a los límites de lo posible, todavía los restaurantes disponen en esa angostura mesas pegadas a las paredes, que incitan al viajero a satisfacer su hambre, o simplemente su gula, cuando no la curiosidad por conocer sabores nuevos. Pero si el olfato queda atrapado por esas tentaciones, los ojos se pierden en la profundidad de las callejas, que a menudo culminan en un sinnúmero de escaleras, como si trataran de escalar la muralla y poner la ciudadela a nuestros pies.   
   Subimos al adarve y lo recorremos entre almenas, cañones y garitas de vigilancia. Cuando, animados por esa presencia, ya nos internamos de nuevo en la memoria de tiempos pretéritos, al doblar un recodo unas cuerdas con ropa colgada al sol y sujeción en la muralla ponen un contrapunto antiheroito a nuestras fabulaciones.
   El espectáculo está, sin embargo, abajo, y empieza en una mixtura de colores. El azul es marino y muy hondo, y encierra en la isla de Lukrum, que tenemos enfrente, un verde intenso, que no conoce de alteraciones humanas. Intramuros, el blanco de la piedra cede ante un sinfín de tejados rojos, grandes si son palaciegos o de iglesias, pequeños y a dos aguas los de casitas que se arraciman creando la engañosa sensación de que no las separan calles y plazas. Emergen por doquier cúpulas de templos y torres afiladas como minaretes, chimeneas de ladrillo y buhardillas chiquitas. Para que la perfección no sea absoluta, algún elemento discordante nos recuerda al siglo XXI, como varias antenas parabólicas.
    Todo se deja abarcar en una sola y asombrada mirada. No es extraño que hayan reconstruido dos veces este tesoro. No iban a dejar que el terremoto que lo destruyó en el siglo XVII o la barbarie de un bombardeo que lo asoló ya a finales del XX acabaran con tal legado del pasado... 

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