miércoles, 31 de julio de 2013

DONDE DIJE DIGO...

¿Por qué han de darse por buenas las declaraciones de un sujeto que afirma ahora ser verdadero aquello que negó ayer (sobre todo cuando, a mayor abundamiento, está en la cárcel, acusado de la comisión de onerosos delitos)? ¿Puede creerse antes a un delincuente (aunque sea presunto, por ahora) que a muy connotados dirigentes del partido en el  Gobierno?
   Tales son las interrogantes que últimamente, desde que Luis Bárcenas se ha animado a tirar de la manta,  se nos hacen llegar a los ciudadanos. En mi opinión, estas preguntas no pasan de ser un mero ejercicio  de retórica defensiva por parte de quien las formula.
   Parece, la del preso citado, una actitud errática, paradójica por lo contradictoria, suficiente como para negarle toda credibilidad. Y tal vez sería así, si fuese el único cambio de comportamiento que nos sale al paso en esta historia, pero no lo es.
   El mismo partido que actualmente lo tacha de delincuente proclamó a los cuatro vientos su inocencia cuando él ya visitaba los juzgados como imputado. Le pagó largo tiempo muy caros abogados que lo defendieran. Lo mantuvo en nómina (con  mensualidades en un montante próximo a lo que yo cobro en un año). Y no le privó de otras prebendas, tales como despacho y secretaria, automóvil y chófer. ¡Qué decir, si hasta el propio Presidente le enviaba cariñosos mensajes de ánimo!
   A la vista de tales antecedentes, a mí se me ocurre una pregunta inquietante: ¿Cuál habría sido la conducta de ese partido con su extesorero si este, aun estando encarcelado, hubiera mantenido la boca cerrada?
   Y Luis Bárcenas, ¿habría hablado, de seguir en libertad? ¿O, como el personaje de aquel cuento infantil, La ratita presumida, callaría y dormiría, sin remover, más de lo que ya lo estaban, las aguas oscuras en que por lo visto navegó?
   No me negaréis que todo esto da para mucho sospechar. Quizás aquí el problema, a diferencia de otros casos, más que en encontrar al culpable, estribe en hallar a alguien que sea inocente. La justicia dirá, pero no pinta nada bien.

sábado, 27 de julio de 2013

UNA ESTÉTICA DE LA SOLIDARIDAD:
TRES PORQUÉS PARA “UN MORO FRENTE A MÍ, EN EL ESPEJO” (y 3)

Florece la xenofobia en la injusticia como las plantas enraízan en la tierra. Se discrimina socialmente a quienes con anterioridad se había marginado. Antes de que los inmigrantes vinieran, ya se les había segregado.
   Formamos parte de un universo trágicamente dividido. Estamos entre ese 18% de la población mundial que acapara para sí el 80% de la energía producida, que se come el 60% de los alimentos. Mientras, en el ancho mundo que queda al Sur, donde habitan “moros”, “sudacas”, “negros”... la contabilidad se hace de números que cuantifican sufrimientos: 1000 millones de desnutridos, 200 millones que no podrán asomarse a los albores del tercer milenio*, 13 millones de niños menores de cinco años para los que, como en el poema de Quevedo, la cuna será ya la sepultura.
   No formamos compartimentos estancos.
  El latinoamericano, el africano o el asiático que deambulan por nuestras calles o se acercan a los tajos buscando faena, traen consigo un salvoconducto más valioso que su pasaporte. En su tarjeta de presentación no se inscribe solo el espanto de la miseria de la que huyen. También está escrito que de ese horror que quieren dejar atrás se alimenta nuestra prosperidad: la que se beneficia del intercambio desigual, del expolio de recursos, de ventas de armamento. Nuestro “haber” se nutre de su “debe”.
 
*Téngase en cuenta que este texto, como los dos que lo preceden, y que han de leerse antes, fue escrito en 1998. Ojalá las estadísticas hubieran experimentado un cambio a mejor de entonces acá. No ha sido así, sin embargo. Y las actitudes xenófobas o racistas continúan presentes entre nosotros. Por eso, para combatirlas,  publico de nuevo los tres apartados del artículo “Una estética de la solidaridad”. Cualquier día repondré, además, sobre el escenario, “Un moro frente a mí, en el espejo”, de cuyas notas introductorias formaban parte. 

miércoles, 24 de julio de 2013

UNA ESTÉTICA DE LA SOLIDARIDAD:
TRES PORQUÉS PARA “UN MORO FRENTE A MÍ, EN EL ESPEJO”  (2)

Lo decía Antonio Machado: “Nadie es más que nadie”. Son las palabras más bellas que he visto escritas en literatura alguna. Tendrían que ser estudiadas en la escuela, con las primeras letras. A menudo se desoye, sin embargo, su sabiduría profunda, su humano latir: se utilizan como arma arrojadiza contra el otro su identidad étnica, la cultura de su comunidad, el gentilicio que da fe de sus orígenes. Como una losa, cae sobre el inmigrante el apelativo de moraco, el de negro, el de sudaca... En su torno, se levanta una barrera de incomprensión y menosprecio, de compasiva tolerancia en el mejor de los casos.
   Convertir la diferencia en motivo para el agravio supone, entre españoles, un comportamiento próximo al teatro del absurdo o, por el dramatismo que conlleva, al esperpento. El que llama moro a un moro, él mismo lo es. Resulta ocioso recordarlo: circula sangre africana por nuestras venas, en la lengua que nos comunica hay voces árabes, y mucho es lo que debe el patrimonio cultural que disfrutamos a ese pueblo. Los sudamericanos son tan nosotros como nosotros mismos...
   Somos un país mestizo, hecho de múltiples encuentros. En la diversidad, nos reconocemos.

sábado, 20 de julio de 2013

UNA ESTÉTICA DE LA SOLIDARIDAD:
TRES PORQUÉS PARA “UN MORO FRENTE A MÍ, EN EL ESPEJO” * (I)

Hace unos años tan solo, nosotros éramos ellos, lo que ellos son ahora. Todavía es posible recordarlo, situarse de nuevo en el andén del ferrocarril o en el espigón de un muelle: verlos atestados de gente con el desamparo reflejado en el gesto y el vestuario. Cada uno era una historia que se rompía. Atrás iban a quedar el pueblo, el paisaje natal, la familia de la que se desgajaban. De ese mundo solo los acompañaban la nostalgia o la memoria, y los pocos útiles que cabían en una maleta de cartón o de madera. No sabían leer en su propia lengua, lo ignoraban todo del país foráneo; hechos en general a la vida del campo, nada conocían de la ciudad, aun de la próxima, mucho menos de las extranjeras. E incluso así, subían a los trenes, embarcaban en buques, marchaban lejos. Los empujaban, a partes iguales, miseria y esperanza. Estoy hablando de la década de los 50, de la de los 60; de España como punto de partida, de Europa, acaso América, como final de trayecto. Solo en el territorio de la Comunidad Económica Europea de entonces trabajaban, en 1970, un millón de españoles.
   Algo nos impide, aún hoy, olvidar aquellas biografías. Siguen presentes, porque están inacabadas: las continúan en nuestro tiempo personas de otras geografías, con diferente cultura o tonalidad de piel, pero con el mismo, o mayor, desvalimiento. Nuestro pasado aflora en el gesto cansado de los magrebíes que malviven en los secaderos de tabaco; en la angustia que, ante la proximidad de la policía, tensa las facciones del centroafricano que vende baratijas; o, peor aún, en los ojos infinitamente abiertos de quienes se ahogan en el Estrecho de Gibraltar. Tampoco a ellos les llevó a abandonar su tierra la codicia o el afán de gloria, sino la necesidad que, sin el recurso al eufemismo, se llama hambre.
   Debería resultarnos imposible vivir como ajenos sufrimientos que todavía ayer nos fueron propios. Sin embargo, no falta entre nosotros quien opone el desprecio a la acogida fraternal: ignora, tal vez, que al hacerlo escupe situado frente a un espejo.


* Escribí este texto –y las dos entregas que seguirán- en 1998, como parte de las notas introductorias al montaje teatral “Un moro frente a mí, en el espejo”, obra editada por el CPR de Plasencia. Han pasado 15 años y nos zarandea una crisis que ha sustituido a la bonanza económica de entonces. Si nos golpea a nosotros, imaginad a ellos, inmigrantes. También en tiempo de dificultades conviene tener claras unas cuantas  verdades. Aunque solo sea para evitar que paguen justos por pecadores. 

miércoles, 17 de julio de 2013

DE UN TAL CALDEROLI Y OTROS DE SU CUERDA

El vicepresidente del Senado italiano ha tildado de “orangután” a una ministra del gobierno de su país, la de Integración, que se llama Cécile Kyenge y es de origen congoleño y negra.
  El ofensor responde al nombre de Roberto Calderoli. Nada sabía de su existencia, hasta que sus declaraciones de energúmeno me lo sacaron del anonimato.
   No constan, que se sepa, antecedentes de perturbación mental en el sujeto, así sea transitoria. Luego debe concluirse que es plenamente consciente de lo que significa su eructo verbal. Hay mentes tan obtusas, por lo cerradas –aunque mejor fuera decir cerriles- que no dejan resquicio alguno a que la realidad de los seres humanos, iguales en su diversidad, destruya sus prejuicios, que no ideas.
   Lo peor es que nadie en su partido –la Liga Norte- lo someta a ostracismo político, exigiéndole, en primer lugar, la dimisión de su cargo, que ya les vale, que haya llegado a ostentarlo personaje tal (también fue ministro, con Berlusconi). Lejos de verlo como un apestado ideológico, se le jaleó en el mitin de Treviglio (Milán), donde lanzó el exabrupto.
   No disparata solo. Se multiplican en su partido manifestaciones vergonzosas de similar calado racista. Así, dos meses atrás, el eurodiputado Mario Borghezio dijo de Cécile Kyenge que estaría mejor de criada que de ministra. Y no pasaron muchos días hasta que Dolores Valandro, consejera municipal en Padua, a propósito de una violación supuestamente cometida por dos jóvenes negros, se preguntara en Facebook si no habría quien la violara a ella (a la ministra), al menos para que pudiera entender qué siente la víctima de un delito infame. Usando la misma red social, se chanceaba recientemente Daniele Stival, asesor para la inmigración de la región del Véneto, escribiendo su enfado porque, con su símil, Calderoli había ofendido a los orangutanes. 
  Lo más fácil sería pensar que solo hay una supina ignorancia en actitudes como esas. Pero en el afirmarse negando al otro laten también pulsiones oscuras, complejos ocultos, intenciones nada santas.
   Estamos, amén de ante una injusticia, frente a un peligro del que la Historia no ha cesado, reiteradamente, de advertirnos. No cabe ser tolerante con la intolerancia.

viernes, 12 de julio de 2013

LA PRIMERA VEZ QUE COCINÉ PATATAS

Tardaba en aparecer el preciado tubérculo en este recetario hecho de platos de tiempos pretéritos, pero helo aquí, al fin. A mí me gusta de cualquier manera que se cocine, por primitiva que sea, como la que me dispongo a ofreceros.
  Mi infancia no transcurrió en un patio de Sevilla, como la de Antonio Machado, sino en una calle sin asfalto. No es que viviéramos debajo de un puente, pero el tiempo de los pequeños transcurría, mayormente, al aire libre.
   Recuerdo, cerca de nuestra casa, un campo donde las mujeres extendían la ropa para que se orease al sol. La sujetaban con piedras y, de cuando en cuando, nos mandaban que la salpicásemos con agua para que clareara. También estaba próximo el secadero de pieles, que olía de muerte. Y había una leira, un terreno de cultivo, donde sembraban patatas.
  Aún me acuerdo de las que asábamos al fuego. Primero teníamos que hacernos con ellas, claro. Éramos como los pájaros, siempre pendientes de los aconteceres naturales, para ver qué provecho podíamos sacarles. La lluvia, por ejemplo, llenaba de agua el cauce seco de un arroyo y nos ofrecía la oportunidad de lanzar a la corriente barquitos de papel, o experimentar con lo que ocurría si le cegábamos el paso con una presa improvisada.
   Con todo, el momento más esperado era el de la recolección de la patata. A nuestros quehaceres habituales sumábamos entonces el control de los campesinos, que sachaban con un azadón la leira para extraer el fruto de la tierra. No nos interesaba tanto lo que hacían como cuándo darían término a aquella labor ardua. Sabíamos que a su celo, por mucho que fuera, escaparían algunas unidades, y abandonar ellos el campo y entrar nosotros eran actos casi simultáneos. Las que no habían visto, las localizábamos en una subrepticia y minuciosa rebusca, que no concluía hasta que nuestro zurrón rebosaba.
   Encima de una fogata, en un lugar recogido de la calle, colocábamos una losa fina de piedra, la misma que habíamos escondido entre matojos el año anterior. Sobre la superficie de tan precario hogar, disponíamos nuestro botín, tal cual, o sea, con monda y sin condimento alguno.
   El aroma que desprendían al cabo de unos minutos, y la poca paciencia que teníamos, ponían final al proceso de preparación. Entonces, sin protocolo alguno, daba comienzo uno de esos festines que nunca se olvidan.
    Ya al llegar a casa, a nuestras madres las sorprendía el olor a humo que se desprendía de nuestra ropa y, sobre todo, que no tuviéramos ni pizca de hambre...

martes, 9 de julio de 2013

EVO MORALES, EUROPA Y EL AMIGO AMERICANO

Parece talmente un episodio de la T.I.A, la agencia de Mortadelo y Filemón, dos detectives de cómic. Pero solo fue un error (más) del espionaje norteamericano, que dio pie a un rocambolesco y feo episodio de repercusión internacional.
   Hablo de la peripecia sufrida por Evo Morales cuando, de regreso a Bolivia procedente de Rusia, sobrevolaba Europa. Italia, Francia y Portugal se negaron a permitirle el paso. ¿El motivo? Suponían que en la aeronave se encontraba Snowden, al que EEUU quiere echar el guante por haber revelado que sus servicios secretos se dedican a controlar las comunicaciones de embajadas y particulares; las vuestras también, a lo mejor.
   No se requiere de mucho espabile o especial malicia para imaginar de dónde provenía la información (desinformada, como se vio después), junto con la exigencia de impedir el tránsito de Evo Morales por el espacio aéreo europeo, si no sometía el aparato a registro. La patita yanqui asomaba, una vez más, por debajo de la puerta.
   España, claro, no podía quedar al margen de la mojiganga. Y con el papel más bufo: mientras el presidente boliviano estaba retenido en Viena, acudió nuestro flamante embajador con la pretensión de tomar con él un café ¡en el interior del avión! Así, de paso, podría verificar in situ si Snowden se hallaba a bordo. Igual pensaba, él o quienes lo enviaron a semejante misión, que se presentaría a participar en la tertulia que se originaría. ¡Cráneos privilegiados! ¡Menudo puntazo para la diplomacia hispana!
   Lástima que no le dejaran subir y que, encima, se enfadaran muchísimo, sumando a España a la lista de países que los habían ofendido.
   Pero si a Evo Morales lo humillaron, con Snowden, olvidaron, además, que de bien nacidos es ser agradecidos. En lugar de perseguirlo, deberían acogerlo y darle título de benefactor, por lo que ha hecho por todos. Solo que quien manda, manda. Y si algo parece claro en esta tan chusca como lamentable historia es que Europa ha doblado la cabeza ante los Estados Unidos de América. Otra vez.
   Yo, como desagravio a la comunidad latinoamericana, quisiera invitar a Evo Morales a un café en mi domicilio, y a Snowden de añadidura. A este último le ofrezco, además, asilo. A lo mejor, pierdo, así, la vergüenza que me ha entrado de ser europeo.

viernes, 5 de julio de 2013

REBELDE CON CAUSA



Iba encima de una mula de buena alzada, por una carretera que, no siendo por el asfalto, pasaría por vereda, de puro estrecha y polvorienta. Como única impedimenta, llevaba consigo un bocadillo y una bota de vino, y,  en original contrapunto, una guadaña, cuyo dalle, afilado, brillaba a la primera luz de la mañana.
   A un costado de la vía, una construcción de una sola planta  le salió al paso, y un sujeto con ínfulas le dio el alto. La caseta era la de todos los días, de apenas una habitación y con una ventana a cuyo través se vislumbraba un interior de paredes desconchadas, una mesa y una silla cojitranca. El individuo, por contra, presumía de la prestancia que faltaba al edificio y lucía uniforme de estreno reciente, muy bien planchado. La gorra de plato oscura, con una chapa sobre la visera, lo identificaba como consumero. Era el encargado de cobrar tributos a quienes se dirigían a la ciudad para vender su exigua mercadería. Estaba al cargo del fielato, el puesto de control alojado en lo que era poco más que una choza.
   Observó el jinete que no se trataba del funcionario habitual. Este era nuevo y más estirado que el anterior. Inspeccionó la montura y detuvo la mirada en la bota colgada del hombro del personaje que, sin descabalgar, lo miraba. Enseguida le requirió un gravamen de varios céntimos de impuesto.
   “Por el vino”, alegó.
   “Voy a segar un prao, un poco más allá. El vino es para acompañar al almuerzo”, respondió el hombre, cuando consiguió recuperarse de la sorpresa que le produjo el insólito requerimiento.
   “Pues si no paga el arbitrio, no pasa”, sentenció el otro.
   No se achantó el labrador, y comenzó allí una interminable porfía, con el uno reafirmándose en sus razones y el contrario en su exigencia, que acompañaba con amenazas cada vez menos veladas de requisarle la bebida.
   Finalmente, el paisano anunció que continuaría ruta con el vino y sin cotizar, advertencia que, lejos de aplacar el celo del guarda, lo encendió aún más. El exceso administrativo iba camino de transformarse en asunto personal.
   Fue entonces cuando el segador liberó su hombro de la bota y, enseguida, a esta del vino, por el expeditivo procedimiento de ingerirlo, con una parsimonia que fácilmente se confundiría con delectación. Luego espoleó a su cabalgadura y se perdió en un recodo. Rieron los circunstantes y rabió el funcionario, que, perdido todo argumento, hubo de darse por derrotado.
    Adenda: Quien me contó en su día esta historia la situó en Cancienes, un pueblecito asturiano próximo a Avilés, en fecha imprecisa, si bien en pleno franquismo. Parece que poco enseña, como no sea a reír. Pero también a no aceptar lo establecido por el mero hecho de serlo, a enfrentar, al capricho y el abuso, el derecho a rebelarse. Mejor no echarlo en saco roto.

martes, 2 de julio de 2013

OFICIO DE ACTOR (2)

Sucedió en México, Distrito Federal (D.F.). Tengo allí a uno de mis mejores amigos, que, tras colgar los hábitos de médico, se convirtió en actor de teatro, de cine, de la pequeña pantalla también. Creo recordar cómo ocurrió su paso al arte dramático. Trabajaba en una compañía que rodaba una película. Él no era intérprete, sino el doctor que se aplicaba en preservar la salud del grupo. Pero un día falló un secundario y entre bromas y veras el director le pidió que probara a suplirlo. Una cosa trajo otra y fue cogiendo tablas, hasta hacer de ello su auténtica profesión.
   Esto nos lo contó a Beatriz y a mí un verano de cuando éramos más jóvenes. Le habíamos pedido desde España que nos buscase un hotel, pero desde el aeropuerto nos condujo directamente a su propia vivienda. A cambio, únicamente nos exigió que, tras el diurno merodeo en busca de maravillas que descubrir, estuviéramos a las 6 de la tarde en casa. A esa hora anochecía y nos quería seguros.
   Debo confesar que entonces empezaba una segunda fase, una dimensión nueva del viaje, igual de fascinante que el mundo que estábamos conociendo. Yo recordaba a Gerardo como un excelente conversador, y lo seguía siendo veinte años después de la última vez que nos habíamos visto (es de esos amigos que duran para siempre). Traía álbumes, recortes de prensa, regalos que le habían hecho, autógrafos famosos, y de cada cosa nacía una historia. Hablaba de sus andanzas, reía con nosotros, se emocionaba, nuestra atención  no decaía en el transcurrir de las horas.
   No he olvidado una anécdota que, además de divertirme, me hizo pensar. Siempre he dicho que los mejores desenlaces son los que nos sorprenden y, después de que los pensamos, nos resultan totalmente lógicos. Y lo mismo sucede con el teatro, cuando interfiere en la vida real de extrañas, y sin embargo esperables, formas. Así fue cómo pasó.
   Se había ido a almorzar con el elenco de una serie televisiva en la que actuaba. Entonces acudió la mesera, que así llaman en México a las camareras que atienden las mesas.
   “Oiga, que se ha saltado usted a Gerardo…”, la advirtió una de las actrices, al ver que había hecho caso omiso de su presencia.
   “Yo a ese pinche licenciado no le tomo nota ninguna, hoy se queda sin comer”, respondió sin arredrarse la muchacha, mirándolo con desprecio, como si fuera verdaderamente el tipo que interpretaba, un malo malísimo.
   Rieron todos, claro, como reíamos nosotros al escucharlo. Pero a mí todavía hoy me parece el mayor elogio que se le podía hacer. Gracias a su interpretación, su personaje había saltado de la ficción a la realidad...