jueves, 25 de mayo de 2017

MONFRAGÜE, AL PASO (1)

La estampa delicada de una cierva levanta la cabeza al paso de nuestro vehículo. Semeja en su inmovilidad una talla forjada por algún artista figurativo al que la naturaleza enamorara. Su actitud de alerta no hace mella en el grupo de congéneres que, ajenas a esa inquietud, pastan con avidez en la dehesa. La escena se repetirá, con ligeras variantes, a lo largo de la vía que nos conduce a la carretera que une Plasencia con Trujillo. A veces es algún macho solitario, de cuernas primaverales y aún escasas, quien nos sale al encuentro, para ocultarse, desconfiado y raudo, entre los matorrales. Y en las inmediaciones de la presa que detiene el fluir del Tiétar, casi podemos tocar a una hembra que nos observa desde el asfalto, yo diría que con más curiosidad que alarma. El coche, parado ante ella, no parece infundirle preocupación, y nosotros, quietos, hacemos todo lo posible por integrarnos en la carrocería de ese animal extraño que para ella es el automóvil.
   Estamos en el parque nacional de Monfragüe, que ya no es fragoso, por más que así lo indique su nombre (Mons fragorum), pues los embalses doman el pretérito bramido de sus aguas, ahora encalmadas.
   Nos dedicamos a ser felices.
   Una tarde que atardece salimos en busca de la mirada roja de un búho real. Sabemos de su presencia en un canchal que se acoge al topónimo de Portillas del Tiétar. Cierto que no lo vemos, ni siquiera nos llegan a los oídos su ulular o sus ladridos. Sólo tropezamos, de cuando en cuando, al escrutar el paredón, con buitres leonados, sus vecinos habituales. Más de un pollo de estos necrófagos luce un abultamiento en su largo cuello, como si por dentro le creciera una gorguera: acaba de recibir alimento de un progenitor y aún no ha dispuesto de tiempo para tragarlo del todo.
   En otra circunstancia, tal vez la ausencia del gran duque, que así se llama también al búho real, nos hubiera defraudado. Tal sucedería si no hubiésemos disfrutado inmediatamente antes, cuando veníamos de camino, de un hallazgo inesperado. No me refiero, con ser ya mucho, a un quinteto de abejarucos que se arrojó al vacío y pintó el aire con estelas de colores; ni a los milanos comunes y reales, que flirteaban con la brisa; ni a las cigüeñas blancas que, olvidadas de torres y campanarios, encaramaban sus nidos sobre profusas copas de encinas o alcornoques. Tampoco el clímax de nuestro contento se originó en la salmódica cacofonía del cuco o en el zureo, triste como un lamento, de las palomas bravías.
   Nuestros ojos habían volado sobre un amplio espacio de árboles y herbazal y fueron a encontrarse en la cima de un roquedo con los de un águila imperial ibérica. El telescopio nos la trajo hasta casi donde estábamos, haciendo nuestra su capacidad visual. Era grande, daba miedo el gancho de su pico y estremecían sus garras. En la oscuridad de su cuerpo sobresalían manchas de un blanco impoluto en la cabeza y los bordes de las alas. El soplo de un suave vientecillo le levantaba algunas plumas. Inconsciente de su carácter de símbolo, desconocedora de cómo se la admira por el solo hecho de existir, permanecía estática. La veíamos y no creíamos que nos estuviera pasando. Ningún otro ejemplar de su especie nos había hecho antes un posado igual, y por un tiempo que duró cuanto quisimos. Cuando al fin nos marchamos, allí permanecía, como un aviso de que, si no los milagros, los hechos portentosos sí que existen. 

martes, 16 de mayo de 2017

LA MADRE SUPERIORA


“Reverendo Mosen, soy la madre superiora de la Congregación, desearía que traspasase dos misales de nuestra biblioteca a la biblioteca del capellán de la parroquia. Ya le diré dónde se tiene que poner. Muy agradecida. Marta”.

Esta Marta que firma la nota antedicha es la esposa del que fue presidente del gobierno catalán, Jordi Pujol. Presuntamente, habla en clave para pedir a un banco andorrano que transfiera dos millones de pesetas de su cuenta a otra del mayor de sus hijos. Según la Policía Nacional, ella y sus siete vástagos ocultaron 70 millones en el Principado entre 1990 y 2014.
   Quien utiliza un lenguaje secreto se supone que algo intenta esconder. La lectura de este texto, no obstante, a nadie dejaría indiferente. Atónito, tal vez. En especial, si se encuentra entre documentación bancaria resulta imposible que pase inadvertido. Tal es la primera paradoja de esta historia. Pone de relieve una imaginación tan fértil que por fuerza llama la atención de cualquier pesquisidor. A no ser que se trate de que pase desapercibido precisamente por lo increíble que parece. Meterse a seguir el hilo del discurrir de algunas mentes resulta ardua tarea.
   ¡Qué curioso es todo esto!
   Se construye una alegoría religiosa para encubrir operaciones ilícitas, de corte pecuniario. ¡Qué magnífica ocasión se ha perdido el Cristo de los Evangelios para expulsar a los mercaderes del templo! Claro que no es la primera vez. En los dos últimos milenios, de cuántas oportunidades no habría disfrutado. La relación entre la Iglesia oficial y el dinero viene de antiguo. Y quizás en ese vínculo ha bebido esta señora en busca de inspiración.

   ¡Lástima –para ella- que tan sólo le haya servido para dar pábulo al recochineo general…! 

domingo, 7 de mayo de 2017

LA SOMBRA INCÓGNITA

Me topé con ella cuando, desde mi balcón, ojeaba el jardín público que se despliega a sus pies. Se dibujaba sobre un cercado de tuyas que, enfrente, bordea otro edificio. Era una forma que se movía, deslizándose por la pared vegetal. Me fijé en que remedaba vagamente una figura humana un tanto distorsionada. El viento sur había traído consigo el sol, así que nada tenía de extraño que fuese la proyección del perfil de un cuerpo situado ante sus rayos.
   En otra circunstancia, seguro que me habría desentendido de ese hombre o esa mujer reales y me centraría en las evoluciones de su sombra, quizás fantaseando sobre si se desplazaría a su libre albedrío, sin ser el sosia de nadie. No obstante, vete a saber por qué, me interesé por la persona que la originaba.
   Entonces la ficción que podría haber creado mi mente se materializó. Delante de la sombra no había individuo alguno a la vista. Era como si tuviera vida propia, como si en un momento dado se hubiera desentendido de quien la generara y éste y ella siguieran caminos diversos.
   La situación se prestaba a fabular. ¿Había huido la sombra de su dueño, aburrida de cumplir con su obligación de constituirse en reflejo? Tal vez se hubiera perdido. Aunque casi me tentaba más suponer que había sido su alter ego corpóreo quien la había abandonado. Verdaderamente, puede resultar agobiante encontrar a otro que te imita constantemente, al lado, detrás de ti o precediéndote, según sea el caso. Tal vez aprovechó una pausa de nubes para dejarla allí, como olvidada.
   Pero ¿adónde iba? De pronto, echó a correr, y sucedió lo que tenía que pasar. Llegó en su carrera al final del seto, pero no por ello desapareció. Simplemente, abandonó su posición vertical y se hizo horizontal al trasladarse al suelo.
   Un poco después, ya no pensaba que soñaba o estaba asistiendo a un fenómeno que desbordaba los límites de la credibilidad. Desde detrás de una zona arbolada, algo lejana, había asomado el personaje cuya silueta y movimientos remedaba la oscura figura que concentraba mi atención.
   Lo curioso fue que no sentí ningún alivio por haber dado, a aquellas alturas ya sin buscarlo, con el quid de lo aparentemente inexplicable. Por el contrario, me hubiera gustado quedarme instalado en el misterio y sus consecuencias. ¡Si ya me veía saliendo todos los días al balcón para averiguar si la sombra enigmática no se había ido para siempre! Quién sabía, incluso, si, bajando al jardín, lograría que la mía estableciera contacto con ella.
   Es lo que tiene la realidad: a veces, decepciona.