JULEN
Al
fin ha aparecido, al fondo del pozo que lo engulló. 13 días aguardó su
cuerpecito de dos años a que lo rescatasen. Todo el mundo deseaba que lo
sacasen con vida, y ahora a todos reconfortaría pensar que estuviera muerto
desde el mismo instante en que fue a parar allí. Ojalá la autopsia confirme esa
esperanza, acorde con la lógica de las cosas. ¿Quién salvaría la vida tras
precipitarse al vacío, si la tierra que detuviese su caída se hallara 71 metros
más abajo?
Contra todo pronóstico razonable, durante
este tiempo hicimos por creer en la posibilidad de que superviviera no sólo al
golpe, también a las circunstancias que iban sumándose al paso de los días. Al
ayuno, al frío, y a la previsible falta de oxígeno. Silenciamos
la fundada sospecha de que hubiese fallecido. Nos resistíamos siquiera fuera a
verbalizarla, como si no decirlo fuese una especie de callado conjuro que
acabara por obrar el portento. Por encima de todo, queríamos verlo salir
alentando de aquel agujero interminable.
A lo largo de casi dos semanas, este bebé
nos ha ganado el corazón. Él y sus rescatadores, que tanto empeño pusieron.
Cuantas más dificultades les oponía la montaña, mayores fueron su determinación
y esfuerzo. Ingenieros y geólogos, trabajadores del metal, gruistas, guardiaciviles,
mineros… y todo el pueblo malagueño de Totalán ofreciendo alojamiento y comida
al operativo… fueron un nuevo Fuenteovejuna –todos a una- en la intrahistoria de España, ésa que con tanto acierto
retrató Lope de Vega en el drama homónimo.
Hay ocasiones en que un desenlace no se
acomoda al camino que conduce hasta él, y ésta es, ciertamente, una de ellas.
La pérdida de Julen es el peor de los finales, estremece con sólo imaginarlo. Pero tras de sí
ha dejado -¡bendito sea!- un recorrido que constituye un halo de solidaridad y
saca a relucir lo mejor del ser humano.
Descanse en paz.